Recuerdo de pequeño la primera vez que salí del país. Acababa de recibir una clase de literatura antigua, en la cual había leído “La Eneida” de Virgilio. Me aconsejaba que había de “arrastrar tantas desventuras, pasar tantos peligros” hasta alcanzar la ciénaga del inicio. “Llorad cual nube hacia el terruño reseco; disípate en vapor hacia el páramo sin olvido”. Resonaban imágenes entre sueños e insomnios.
Todo viaje parecía una odisea, ya que aún desconocía la “Tira de la peregrinación”. No reconocía la romería inicial desde el desierto templado y solitario hacia el Peñón de Comasagua. Sus senderos ya no los recorría al escudriñar los surcos de la mano. Ni las huellas de la vereda en cruz refulgían el esplendor ajado.
Antaño, a palma extendida habían alcanzado la espuma. Habían emigrado por las olas balbucientes del páramo hasta la arena negra del Pacífico agreste. Las playas opacas del Mar del Sur diferían de sus vecinos, regidas por un ritmo distinto. Me decían, al balbucear a altavoz mi lectura, entrecortada entre los compases antiguos. Disonantes en el recuerdo. Nos imaginábamos en el Medio de la Tierra, en el Mediterráneo, el centro de un nuevo continente a nombre confiscado.
Los trámites eran insalvables, en rima antónima al país. Primero, la partida de nacimiento, las fotos mostrando las orejas, las huellas digitales, las colas y el interrogatorio para el pasaporte. Las notariaba la patria potestad. Tal era mi soborno, intentar salir al extranjero luego de vivir en el sitio del ensueño. De la utopía adormecida. Quizás sólo yo ignoraba la promesa, previa a toda caranvasary hacia el norte.
El trámite continuaba en la visa de salida. Jamás podría cruzar un puerto ajeno si antes no justificaba mi deseo de emigrar. Mudarme era traicionar el arraigo. Aquel antiguo designio que había dotado a esta región de collares e infancia. La lava en esmeralda surgía de hojas y frutos en invierno. Bajo la lluvia recia. Sólo se volvían tornasol oscuro por el augurio del sol incandescente. Al iniciar el éxodo anunciado traicionaban su vocación de arco iris. Siempre sucedía ante la llegada de noviembre.
Así, entre tantos formularios, me insistían, a hojas resecas en sinónimo del otoño, escribiría mi anhelo de viaje. Una verdadera huida. Afrenta que debían impedirla los tramites persistentes. Ni yo sabía que el transcurso dirigía los pasos hacia los comienzos secretos de mi mundo oculto. Éxodo, Odisea, Peregrinación, Romería…, resonaban en apelativos sagrados de las migraciones constantes. Difíciles en su travesía.
La saga no se detenía. Visa de salida; visa de entrada. Había de justificar de nuevo el empeño. Ante todo la solvencia fiscal. Como niño se obtenía de igual manera que la lengua materna. Previo al patrimonio por venir, se aceptaba el matrimonio hereditario. Lengua, casa, familia, país. Siempre las acarreaba por “la piedad insigne” que se erguía al peligro.
Claro e indirecto, proseguía por carreteras sesgadas hacia un río que separaba vecindarios reñidos. Fraternidades semejantes a la de Caín y Abel. Hermanos enemigos de toda mitología, según la ley que del día hace la noche, viceversa. Antónimos en esencia. Viajaba en un navío de ruedas por vías inundadas de aromas y transeúntes en ronda. En guardia de las lomas floridas y de la aves en su nido. El agravio lo provocaba la intrusión motorizada. Su ruido y humo alebrestaban el vuelo y el retoño. Causa del rencor y del cisma. Un peor resultado lo producía la vía aérea. Al estruendo en rayo añadía planchar valles de aterrizaje. A veces laderas ariscas a la planicie.
Recorrería ambas sendas, en ida y vuelta constante entre el origen y el propósito de indagarlo. Desde la distancia prudente. Siempre pensé, “acaso sería la misma anchura que prosigue la objetividad del hecho pasado al eludir la Muerte en su vigencia”. En ese instante, traté de no embriagarme de ese saber sin conocimiento. Empero, quizás nunca lo logré, porque aún ahora en la lejanía el légamo se cierne hacia la memoria.
Toda idea de patria vendría luego. La acunaba el arrullo —en presente constante— de la brisa entre el guayabo en flor. Crecía esbelto entre las estrías de la colina. Abrigado a la sombra del aguacatero. Ahí mismo, colgado (pilua) de la rama, el suicidio había remitido el ánimo a una estancia remota en el páramo. El verso y el reverso —cuerpo y alma en pena— transmigraban hacia el mismo recodo. Se reunían en el exilio permanente, necesario para la cosecha. El uno por el entierro, en abono del fruto; el otro, en la tapisca.
Tal era la lección que aprendí en las migraciones. Las transitaba en trayecto invertido al itinerario de los ancestros. El espíritu de los Muertos lo recogía la viva experiencia. El sino implacable enrollaba el ascenso del tallo al descenso del abono. Mi semilla difunta y oscura en cogollo verde. No sabía si habría de desbaratarme antes de retoñar.
Empero, la travesía continuaba al cruzar otro río en discordia. Había de atravesar la estepa desolada e infecunda. Ningún obstáculo detenía el paso firme, salvo el humano. Sólo disminuía la rapidez al mostrar la bruma matutina que helaba el amanecer. Aturdía todo comienzo. La resolución sería arresto de faltar la llegada. Sin concluir en el éxito que —en rima inicial— coronaba el exilio voluntario. Saldría adelante sin entrar atrás. Progreso sin regreso.
Me asenté en el sitio del Auxilio, donde sobreviví la reticencia de lo dispar. La razón del algoritmo jamás dialogaría con la metáfora. Por su sesgo en laberinto, la acusaba de esquivar el diseño perfecto de su ideal. Su lógica había descubierto el lenguaje universal. A raigambre en el subsuelo,. A brote de cascajo en nuez. Reticente argüía su derecho exclusivo a la Verdad. Así, inalienable se impartía en las escuelas. Toda discrepancia incitaba la ruptura. La desunión y la mentira.
Debía sobrevivir a flote sin desplomarme en el abismo. En el barranco de La Llorona. Hasta que desmembrado por el acoso, enterré el vientre bajo los sembradíos de almendrales. Me ilusionaba la esperanza del retoño. De persistir en semilla, dura como hueso. Quebradiza en mordida a cincel de piedra.
Aquí permaneceré siglos, arropado del anhelo terrestre y polvoso de ser árbol. Seguiré el consejo silvestre radical que vislumbró en toda rama —frondosa y florida— su vocación de nube, Su fulgor de cometa. Ya soy estrella fugaz.
Veredicto forense: pese a tratarse de un crimen de lesa humanidad, no existe evidencia objetiva ni científica para acusar a alguien del homicidio. Sólo se encontró un cuchillo en la mano del cuerpo fallecido, el cual había rebanado el vientre de la víctima. Ningún otro indicio delataba un asesinato, salvo el cuerpo descompuesto y picoteado por las bestias. Se ignora el paradero de los órganos interiores. Se rastrearon los alrededores sin notar nada extraño, sólo el brote de un almendro florecía fuera de lugar. Se concluye que el imputado se suicidó, quizás con alevosía, para recusar a sus colegas quienes lo veían chocante por su continua controversia radical. De esa manera, justificaría el cobro financiero que motivó su viaje en apoyo a los suyos. Notarizado por el abogado forense de la ciudad de Auxiliadora, Nuevo Mundo.