Agobiado por la conciencia, una tarde de mayo (hace ya muchos años) fui a la Iglesia. A la linda parroquia El Carmen (cuyas ruinas ahora están de moda en el paseo El Carmen de Santa Tecla). Busqué a un cura y le dije que quería confesarme. No viene al caso quizá decir la orden a la que pertenecía el sacerdote, pero todo tecleño sabe quiénes administran esa parroquia.
Con olor a tabaco que se le sentía hasta varios metros de distancia, el cura me invitó a pasar al área de residencia de los padres. Frente a un jardín, había una mesa y dos sillas; me pidió que me sentara. Y comenzó el ritual católico. No sé si así sigue siendo hoy. Tenía quince años de edad.
– Avemaría purísima.
– Sin pecado concebido.
– Dime tus pecados:
– Padre, me acuso que robé a mi papá cien colones.
– ¿Qué más?
– Solo eso, padre.
– Veo que te vistes bien. ¿Tiene dinero tu papá?
Me quedé callado. Estaba en posición de genuflexión, con los ojos cerrados.
– La penitencia es diez avemarías y diez padrenuestros, o déjame diez colones para la iglesia.
– Las avemarías y los padrenuestros, padre, le respondí.
Recordé esta experiencia tras leer en periódicos, oir y ver en televisión el sonado caso del expresidente Antonio Saca y un grupo de sus exfuncionarios que están sentados en el banquillo de los acusados porque les descubrieron que malversaron (en buen salvadoreño robaron) más de 300 millones de dólares.
En el caso que relato escuetamente sobre mi confesión ante un sacerdote por el robo (ahora legalmente se llama hurto) de cien colones, en ningún momento el cura intentó hacerme reflexionar sobre mi mal acto. Y menos de resarcir el daño, que en este caso debería haber sido regresar los cien colones, confesar a mi padre la verdad, ofrecer una disculpa y prometer no volver a hacerlo.
Desde el cristianismo antiguo, los obispos comenzaron a vender indulgencias, práctica que tuvo su auge en la Edad Media y mediante la cual el “cristiano” daba dinero a cambio de la remisión de los pecados. Quizá una parte de nuestro sistema judicial todavía cree en las indulgencias.
Ese tipo de prácticas han hecho irresponsables a las personas. Muchos creen que con pedir perdón a Dios –frecuentemente utilizando un intermediario como en el caso de la Iglesia Católica− ya están libres de “pecado”. Nada más absurdo que eso. Confesar a Dios (y de manera sincera) un error es parte del proceso para ser perdonado. Subrayo una parte. Luego debe haber un arrepentimiento genuino y por último resarcir el daño. Que en el caso de robar es devolver el dinero.
A algunos les vendrá a la mente cómo sería en el caso de segar una vida. Hablo de vida en términos generales, desde matar un animalito, destruir un árbol hasta quitarle la vida a otro ser humano. Este último es uno de los casos más graves y que en otra ocasión abordaré, ya que es obvio que no se puede restituir una vida humana.
Pero volviendo al caso de Antonio Saca, ¿basta con confesar que robó 301 millones de dólares? Y con el agravante que solo ofrece devolver 25 millones. A nivel judicial, tal vez sí es válido. Pero desde el punto de vista de las leyes cósmicas −esas leyes invisibles que muchos niegan pero por el hecho de negar no significa que no existan y que no se está sometido a ellas− el error no es perdonado ni el daño será subsanado.
“Es que Tony es bien vivo el baboso”, dicen algunas personas. De igual manera se refieren a muchos delincuentes de todo tipo, especialmente los de cuello blanco. Pero eso no es ser vivo. Es ser una persona con un grado de conciencia de evolución similar al de un animal, una persona sin principios morales. Y esta clase de gente es la que daña a sus familias, a ellas mismas y a la sociedad.
Las actuales sociedades quizá necesiten más moral que religión. Si tan solo se practicara esta máxima del maestro Jesús el mundo sería diferente: “No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”.