Siempre nos han cautivado las historias. Y esto desde muy tempranas instancias en la vida. Es imposible olvidar cómo de niños avispados adheríamos el oído a las puertas para enterarnos de las pláticas de los adultos: la mágica anécdota mil veces repetida por la abuela; la leyenda del Cipitío, la Ciguanaba y demás seres infaltables a la hora de las comidas y las tertulias familiares bajo la luna. ¿Cómo ignorar los episodios cómicos del día a día, los amoríos prohibidos, las riñas callejeras y los chismes del vecindario? En esto de relatar, muchas veces nos encanta ser los primeros.
En mi caso, no olvido el silencio que me procuraba para escuchar las memorias de mis mayores. Reí y aprendí con ellas. Crecí y no las olvidé. Se ligaron a mi mente y a mi alma, y configuraron mi mundo. Luego arribaron los libros, el teatro, el cine y otras plataformas para contar historias. También llegó el día cuando comencé a escribir, narrar y estampar en letras mis pensamientos y mi visión del mundo.
Así son los buenos cuentos. Abandonamos los quehaceres para conocer su desenlace. Nos sorprenden. Los leemos una y otra vez; pareciera que el universo entero cabe en uno de ellos. Nos convertimos en cómplices en la imaginación y la contemplación de nuestra existencia en la vida de los personajes.
Sabiendo que existen tantos cuentos y leyendas alrededor del mundo, surge la pregunta: ¿qué hemos producido en nuestro país? ¿Qué hemos narrado todo este tiempo? Precisamente a eso dedico este espacio, a explorar lo que contamos los salvadoreños, porque sin duda tenemos tanto para contar. Proliferan las historias alegres, tristes, crueles, misteriosas y apasionadas; en escenarios exóticos y maravillosos y, en muchos casos, tan familiares y cercanos a nosotros, donde sus protagonistas interactúan para explicarse el mundo. ¿Qué tanto conocemos nuestra narrativa?
Los invito entonces a recorrer conmigo la cuentística nacional a lo largo del tiempo, y de tanto en tanto volver la mirada a los temas inesperados que se cuelan en mi mente de ciudadano del país donde nacimos.
En esta primera entrega, propongo este cuento de mi autoría y extraído de mi libro Historias de medianoche, amor, suspenso y más, publicado en 2014 por el sello Rúbrica.
DE LA TIERRA AL CIELO
Estimado señor Durán, le envío una copia de la carta que encontramos junto al cadáver.
«Me llamo Vilma Morales y no habré tenido más de seis años aquella tarde de noviembre. Lo recuerdo como si fuera ayer.
Una espesa nube de pereza recorría nuestra casa. Mi abuela dormía en la hamaca entretenida con algún sueño, de aquí para allá, de allá para acá.
La brisa acariciaba las superficies de la habitación, y yo disfrutaba mis juguetes cerca de la ventana abierta hacia la quebrada. En mis juegos, me reía de la vida con mis muñequitas estilizadas; las vestía, y las peinaba para luego servir el café a los distinguidos invitados ya sentados en mi mesita imaginaria.
Justo ahí, escuché el susurro de la lluvia, ese murmullo inconfundible como río creciente que baña el aire, la naturaleza generosa que llora de alegría sobre los sembrados. Miré la quebrada y, para mi sorpresa, no vi gotas de agua cayendo del cielo a la tierra, sino gotas subiendo de la tierra al cielo cristalino. Aún hoy me estremece esa visión maravillosa.
El olor a tierra mojada se apoderó de mi nariz. Todo se empapó en segundos. Afuera no había donde esconderse. De nada servían los tejados y las hojas de los árboles frondosos. Inservibles eran los paraguas, los sombreros o las capas.
Sentí la mano de mi hermano Julio sobre mi hombro.
—¡Agua! —le dije, señalando la tierra con mi dedito.
—No te asustés, Vilma, dice la abuela María que así la tierra llora a sus muertos.
—¿Le duele? —pregunté.
Mi hermano encogió los hombros. Pero por el brillo de sus ojos comprendí que también le maravillaba contemplar las gotas emanar del suelo.
Y no “llovía” con frecuencia. Según mi abuela la tierra acumulaba tristeza por un tiempo y entonces lloraba. Aquello siempre nos tomaba por sorpresa. Nos apiñábamos en algún lugar hasta que el milagro desaparecía después de unos segundos. Se me encogía el corazón de lástima al percibir el sufrimiento de los campos por cada aliento de vida que se marchaba de este mundo.
Con los años me percaté que el don maravilloso de presenciar el milagro pertenecía únicamente a mi familia. Nadie más parecía advertir el clamor de la tierra. Aún no comprendo la razón, ni siquiera la sospecho. Solo lo acepto.
Todo era fantástico y sobrenatural, hasta la muerte de mi abuela. Esa noche, mientras agonizaba en cama, la tierra lloró por ella, y a los minutos expiró. Desde ese día solo llovió cuando alguien de la familia iba a morir. Entonces me dio miedo, porque intuí que podíamos saber el día de nuestra partida con tan solo escuchar el murmullo. Cualquier día podía ser el nuestro. Mis seres queridos y yo también moriríamos.
Lo confirmé cuando murió mi madre y, años después, mi hermano. Las noches de su fallecimientos, escuché el cuchicheo del agua aproximarse como mensajero del más allá. Al instante, todo estaba mojado, la lluvia arreciaba desde las entrañas de la tierra. Minutos más tarde ellos también expiraron. ¡Que Dios los tenga en su santa gloria!
Durante años viví aterrorizada, esperando la lluvia que marcara el final de mi carrera. El milagro se convirtió en maldición. Cada invierno incrementaba mi sufrimiento pues no sabía si la lluvia bajaría o subiría. Si se elevaba de la tierra al cielo, estaba segura de la muerte. Me confinaba en casa, hecha un enredo de nervios, temerosa de salir a la calle, no obstante cuando el agua se deslizaba por mi ventana hacia abajo, sentía cierto consuelo. Con el tiempo, asimilé la verdad, que no hay escapatoria del fin y aprendí a vivir un día a la vez.
Comenté mi situación con algunas personas, pero no me creyeron, me sentí rechazada; por eso he guardado el secreto familiar hasta ahora 24 de enero, que es cuando lo declaro al mundo a través de esta pequeña nota, aunque quizá nadie me crea.
Son las diez, la casa está a oscuras, llegó el tiempo de las sombras cuando la cigüeña me toma sobre sus alas y emprendo el viaje de regreso. Con una mano escribo y con la otra sostengo el teléfono. Escucho el murmullo del agua. Ahí viene, lo sé, la tierra me llora».
Como imaginará Sr. Durán, me interesó el contenido de la carta, pues en ella la difunta de setenta y seis años declara con precisión el momento justo de la llamada al 911 para el reconocimiento de su cadáver (las diez de la noche). De alguna manera conocía la fecha y hora de su muerte. La operadora informó (como se puede verificar en las grabaciones) que la señora hablaba con suma tranquilidad, notificando que en unos minutos estaría muerta, que si por favor le enviaban a alguien. Según los informes recopilados, una patrulla policial atendió al llamado y constató el deceso de Vilma por un paro cardíaco, y es más, confirmó que el cadáver yacía en el patio trasero, anegado en agua como si le hubiese llovido (aunque no era temporada de lluvias ni había grifos por donde escapara el agua).
Lo de su familia es veraz. Tenía un hermano llamado Julio quien murió de leucemia en 1984. Su madre, Estela Morales, murió en 1975, nueve años antes, a la edad de sesenta y cinco años. De su abuela María Salinas no sabemos mayor cosa. El cuerpo de Vilma permaneció en Medicina Legal el tiempo justo pero nadie lo reclamó. Ningún experto da fe de su historia, y por supuesto no hay manera de confirmar sus palabras. Los vecinos aseguran que era una persona solitaria y pacífica, aparentemente no tenía hijos. Aseguran nunca haber presenciado lo del llanto de la tierra y todo eso. Yo tampoco le hubiera creído si me lo hubiera dicho. ¿Qué cree usted? Me parece genial incluir esto en su libro.
Jorge Martol, periodista.