Cada mañana, miles de salvadoreños salen de sus casas a trabajar, viajan largas distancias y hacen grandes sacrificios para conservar sus trabajos. Se esfuerzan cada día por llevar el sustento a sus familias y, sin embargo, a veces ni siquiera con todo su esfuerzo logran suplir sus necesidades más básicas.
Mientras tanto, un sinfín de analistas y el mismo presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, hablan de crecimiento económico y del rumbo que lleva el país. El pasado primero de junio, el presidente dijo en la Asamblea Legislativa que uno de los avances más relevantes de sus dos años de gobierno había sido el crecimiento del 2.5% de la economía salvadoreña.
Dejemos a un lado las cifras y la hipocresía. No es posible hablar de avances ni de crecimiento económico en un país donde un ciudadano promedio y trabajador, a pesar de que ponga todo su empeño,no puede cubrir los gastos de la canasta básica y mucho menos ahorrar. Mientras la economía de las mayorías esté hundida, la economía del país no mejorará.
La raíz de la injusticia que existe en nuestro país puede encontrarse en nuestro entramado legal actual, el cual permite que pequeñas minorías se enriquezcan cada vez más mientras para el resto de la población es cada vez más difícil acceder a una vida digna. Hay grandes incongruencias en nuestro sistema financiero que solo es posible cambiar a través de un consenso entre los diferentes grupos políticos, quienes no siempre tienen a bien el interés de las mayorías.
La primera de ellas es que las personas gastan en dólares, pero continúan ganando en colones. El salario mínimo actual de $251.00 no alcanza ni siquiera para cubrir la canasta básica ampliada (techo, comida, servicios de salud, educación) que ronda los $500. Las personas continúan viéndose obligadas a trabajar por salarios indignos y la empresa privada, negándose a sacrificar parte de sus ganancias para pagar mejores salarios.
La segunda y más inaceptable de las incongruencias podemos encontrarla en las exorbitantes tasas legales de interés. En nuestro país es legal que se cobre hasta el 152% en ciertos tipos de crédito. Esto significa que, si alguien presta 2 mil dólares, es posible que al cabo de cinco años termine pagando hasta 13 mil dólares por el mismo dinero.
Esto, además de ser usura legalizada, resulta absurdo en un país como el nuestro que tiene el dólar como moneda, siendo ésta una moneda con la que no se corre el riesgo de devaluación, como en otros países. Irónicamente, dichos países tienen intereses más bajos que los nuestros. En ninguna parte donde se utilice el dólar– a excepción de El Salvador– sería posible estar pagando las tasas del 152% de interés que tenemos actualmente.
Por otro lado, quienes depositan su dinero reciben una rentabilidad sumamente baja, la cual no está ni por cerca de la que los bancos reciben al prestarles. En las cuentas de ahorro, la rentabilidad es del 0.25% y en el caso de las pensiones, de entre el 1 y el 3%.
Es tan paradójico que con un poco de ingenuidad hasta parecería que los cálculos de lo que la población debe pagar y de lo que recibe por su dinero se hubiesen cruzado, uno basado en un país y el otro (lo que se cobra a las personas)basado en otro mucho más próspero que El Salvador. Esta la causa de nuestra pobreza y de muchos de los problemas que nos aquejan.
No es necesario ser economista ni erudito para comprender que ninguna persona que tenga un negocio puede hacerlo crecer con intereses tan altos como los que tenemos en la actualidad y que, de no cambiarse esta realidad, la mayoría de los ciudadanos vivirá esclavizada y sin esperanza de una vida más digna.
Por mi parte, continuaré trabajando cada día por acabar con este problema para poder ver un país más justo. En mi lucha por reformar la Ley Contra la Usura me he convencido de que no es fácil ir contra corriente y de que no todos los políticos buscan realmente defender los intereses de la población. No ha sido fácil y sé que no lo será, pero luchar por acabar con las incongruencias que nos mantienen esclavizados es definitivamente mejor que solo callarse y ser cómplice de las mismas.