El Salvador
viernes 10 de enero de 2025

¿En qué momento nos jodimos todos?

por David Ernesto Pérez


"Celosos, biliosos, vanidosos, mezquinos, no piensan más que en sus intereses personales. No sepreocupan más que de su pequeña gloria, de su pequeña popularidad. Por sus intereses personales se hacen maldades, se traicionan, se acusan, se escupen, se arrojan la recíproca mierda". Oriana Fallaci en La Rabia y el Orgullo.

Era de noche. Pasadas las nueve. En la mesa las cervezas. En el alma, pegados como chicles baratos, las angustias de siempre. El compañero de esa jornada fue un estudioso de la cultura que ha invertido sus mejores años de vida en descifrar antiguos laberintos humanos. Y en la otra silla estaba el que escribe con la sesera hirviendo de preguntas. Como casi siempre. La conversación giraba en este asunto: ¿Por qué los salvadoreños encuentran tan maldito placer en comportarse todos los días como Caín y se relamen los bigotes cuando se lanzan rapaces contra sus congéneres?

El descifrador de antiguos laberintos comparó. Gracias a los más de tres años que vivió en Estados Unidos entendió que la cultura anglosajona se basa en la competencia feroz. Las luchas van en igualdad de condiciones y el ganador se corona solo después de demostrar sus capacidades; los que zancadillean, dan patadas, muerden como chiquillos o azotan con la fusta al adversario quedan eliminados porque para ellos lo más detestable son las nauseabundas ventajas indebidas. Los salvadoreños, sin embargo, juegan con reglas en las que se considera normal apuñalar por la espalda, librar intrigas palaciegas y, como estocada final, hacer la tan popular camita. En esta caverna de 21,000 kilómetros es norma hablar detrás de los compañeros con propósitos conspirativos, sentirse afortunado cuando se logra una estafa, creerse impune para robar-matar-subyugar-despreciar-rechazar los diferentes a mí-someter a los débiles-. Quien se niega a hacerlo simplemente es pendejo o un cretino que solo es bueno para babear, un flojo, un pusilánime. El número uno es el vivo, el listo, el que supo ocupar como escalera a los que le rodean, el que se apoderó con trampas de lo que no le pertenecía, el que desvalijó a la mujer, el que migró y allá montó una fábrica de pupusas en la que explota vilmente a sus compatriotas que llegan a mendigarle un mendrugo. Con ese ambiente enrarecido en el que hemos vivido durante años y años creemos que los malos son los buenos a los que les debemos respeto por sus untadas; es la mentalidad del sometido que se siente orgulloso cuando el asesino le acaricia la cabeza como a un perro. (Para que ningún incauto se escandalice debo aclarar que no se trata de un culto al american way of life ni un desprecio por lo que algunos llaman el ser salvadoreño. No. A esta altura del partido todo el mundo sabe que los grupos culturales son diferentes y que no existen métodos de medición universales para establecer si uno es mejor o peor que otro. Pero los ejemplos sobran y hablan con más persuasión que nosotros).

Ruth Fulton Benedict es una antropóloga estadounidense que creció profesionalmente a la sombra del también antropólogo Franz Boas –padre del particularismo histórico-. Fue una de las máximas exponentes de la cultura y personalidad, una corriente que creía que las conductas individuales representaban a la cultura en general. En 1927, cuando estudiaba a los indios Pima – también conocidos como Akimel o´odham, grupo étnico que vive en Arizona, Sonora y Chihuahua cuyo nombre se traduce como Pueblo del Río- se sorprendió por sus diferencias con los Indios Pueblo: los primeros se caracterizaban por su radicalidad; los segundos, por su pacifismo. Y entonces germinó la semilla clave de su trabajo que se resume así: la cultura no se limita a ser la gran matriz donde se desarrollan las personalidades, también es una personalidad a gran escala. En otras palabras: cada individuo se comporta según el modelo en el que vive. Como parte de sus investigaciones interpretó tres grupos étnicos: los Kwakiult, tribu amerindia que vive entre Vancouver y el archipiélago de la Reina Carlota y cuya principal característica es el insaciable afán de competencia; los Zuñi, que se identifican por la moderación que manifiestan aunque estén en estados emocionales extremos como una alegría o un enfado; y los Dobu, que habitan en las Islas Trobriand y son percibidos como recelosos, envidiosos, violentos, hechiceros, traicioneros y estimadores de la maledicencia.

En El Salvador tenemos comportamientos individuales que se convierten en la cultura a gran escala: el pandillero-homicida-psicópata, el burócrata-sinvergüenza-psicópata, el empresario-evasor-psicópata y el político-corrupto-psicópata. Entre ellos se mezclan y los hijos que engendran suben a puestos clave de la vida institucional y privada. Si un estudioso quisiera caracterizarnos pensaría en el pandillero descuartizador, en el empresario corrupto que se frota las manos codiciosamente cuando paga salarios miserables, en el empleado que se encierra dos horas en el sanitario para evitar la fatiga, en el político vomitivo que se las da de emperador y vive con gran lujo gracias a los impuestos que paga hasta el más pobre trabajador. En estos tiempos de decadencia las figuras positivas están escondidas debajo de la cama asustadas por la catadura moral que domina.
Quiérase o no los culpables de esa gran matriz somos todos. Y si no, ¿consecuencia de qué son los asesinos que se pasean impunemente en calles, colonias y barrios? ¿Son una generación espontánea que nació de una pupusa olvidada en la refrigeradora? ¿Los empleadores que pagan una miseria crecieron en la humedad del baño de una mansión victoriana? ¿Los corruptores y su séquito fue una idea que tomó forma gracias a un rayo que cayó en medio del campo en la más oscuras de las noches? Somos consecuencia de lo que hacemos. Si la sociedad no fuera corrupta no existirían corruptos. En el país viven millones dispuestos a corromperse a cambio de una migaja.

Los cínicos están seguros que con un salario de $200 mensuales a un padre de familia le alcanza para comprar a sus hijos comida saludable, vestimenta decente y educación de alto nivel. Y para dormir tranquilos guardan sus millones en una bóveda de un banco ubicado en un paraíso fiscal mientras se quejan que los gobiernos no hacen nada –son ineficientes, grasosos, despilfarran sus impuestos, hay que darles menos dinero-. Los ultra cínicos se comportan toda su vida como lameculos con el cínico-dirigente para que les conceda una oportunidad de lanzarse como candidatos o, en todo caso, un puesto en el gobierno al que llegarán solo a cobrar para evitar la fatiga. Los pobres cínicos venden el resultado de un partido de fútbol y después le aseguran a los aficionados que perdieron dignamente.

Vivimos en la cultura de los rapaces, de los violentos, de los miserables, de los cínicos, de los corruptos, de los conspiradores, de los caínes. Pero es excesivamente pobre creer que porque hay 60,000 pandilleros los restantes 5,400, 000 salvadoreños somos como ellos; es estúpido asumir que todos los salvadoreños somos como esos vomitivos funcionarios que viajan con nuestros impuestos a medio mundo y cuando les echan en cara responden que tienen derecho porque son integrantes de la élite política.

Por eso me pregunto, como Santiago Zavala se pregunta en la novela Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa: ¿En qué momento nos jodimos todos?