La tecnología de la comunicación ha avanzado monstruosamente, son un inmenso negocio al que contribuyen millones de personas en todo el mundo, tengan la ideología que tengan y la cosmovisión que les parezca.
Las relaciones interpersonales y verdaderamente sociales, han decrecido de la misma manera, incluso amenazando con destruirlas. Esa tecnología que agiliza electrónicamente todo, está creando nuevos mecanismos de distanciamiento y de valores entre las personas.
En medio de tanta paradoja, también han propiciado el llenar vacíos de soledad, de permitir la supuesta existencia de los ignorados e inexistentes de otra manera, de que hablen todas las voces, al menos las de los que tienen contacto con la tecnología (no pasan de un millón cuatrocientas mil personas en El Salvador), de los olvidados y de los marginados.
Es un asunto de democracia dicen varios especialistas, ahora todos podemos opinar. Es cierto, pero las opiniones están marcadas por el menor o mayor marco de referencia que cada cerebro posee, por lo que habrá todo tipo de opiniones y así se ve y lee en las redes, el mayor o menor egocentrismo individual o colectivo se aprecia gigantescamente. Muchas personas verdaderamente conocedoras no opinan en éstas.
El asunto es que se ha democratizado el conocimiento, se ha agilizado en la mayoría de las veces y se comparte con gran velocidad. Pero esto ha propiciado también que se haya democratizado la ignorancia, el insulto gratuito, lo soez, la pobreza del desarrollo mental y la incapacidad de comunicarse apropiadamente cara a cara.
Los teléfonos celulares también son síntoma de democratización, un país de siete millones de habitantes como el nuestro, posee más de diez millones de tales aparatos. Hasta 1990 conseguir un aparato fijo era un lujo, ahora hasta los están desechando.
Los aparatos telefónicos son cada vez más sofisticados y/o más complicados, cada día tienen más aplicaciones y cada día separan más a las personas, sobre todos a las adictas que crean un mundo personal en el que el celular es el eje central.
Es común ahora ver a un grupo familiar en el que padres e hijos tienen su respectivo aparato, y mientras comen o se reúnen, casi nadie conversa, lo hacen solamente con el teléfono y a través de él. Al sentarse a la mesa, lo primero que hacen es sacar el aparato ya no sólo para ver si les han llamado, sino ver sus redes sociales, si les han “tomado en cuenta” en algún evento o alguna otra aplicación. Además muchos se los dan a los niños para que jueguen y estén quietos al menos un tiempo, mientras se aburren y crean más adicción.
Personalmente me ofende el que lo mantengan prendido en el teatro, en el cine o en un evento de conferencias, religioso, de capacitaciones o similares. Hasta la brillante luz de éstos es ofensiva. Pero el nivel de adicción es tal, que ni siquiera una o dos horas pueden tenerlo apagado. Vean los videos de las sesiones de los tres poderes del Estado.
Hace unos 25 años, apenas un cuarto de siglo, no existían este tipo de intromisiones en los eventos mencionados, ahora a pocos les importa el lugar en que se encuentran; si faltan al respeto a los demás o no, si sus gritos al contestar desconcentran, etcétera, etcétera.
Por supuesto que tengo celular y correo electrónico, nada más. No tomo fotos ni oigo música en ellos, me sirven para lo que inicialmente se inventaron: llamar y recibir llamadas. Conversar cara a cara se ha vuelto una actividad en peligro de extinción, o en el menor de los casos a hacerlo aceptando las constantes interrupciones de mensajes o llamadas.
Tampoco es únicamente un asunto de jóvenes o de nuevas generaciones, los peores son los de la tercera edad: contestan el teléfono en los teatros, no los apagan, revisan sus redes sociales, a cada rato, están en grupos, cambian cada seis meses de aparatos de última generación, etc. ¿será que están más solos que los otros solos?
Hace un año más o menos, alguien me mostró un “meme”. Era una caricatura en una sala de velación funeraria. Había un par de parientes y un par de amigos frente al altar del fallecido. Una señora se preguntaba y lamentaba que el ahora cadáver tenía más de 2400 “amigos” en Facebook y no había nadie acompañándolos.
Así como aprendimos a encender nuestros teléfonos, aprendamos a apagarlos cuando debemos, charlemos, conversemos, platiquemos, sin ellos o en vibrador, pero volvamos a ser humanos, porque lo crean o no, nos estamos deshumanizando creyendo que es todo lo contrario. Los amigos son los de toda la vida, no una foto en una red “social”.