El Salvador
lunes 23 de diciembre de 2024

La muerte como caño abierto

por Redacción


En este camino de muerte, hay que saber mirar entre lo opaco. Rendirse es una tontería. Pero quedarse callado también. Y aunque hay amigos que por primera vez hablan de matar mareros, sigo creyendo que nadie debe jugar a Dios.

Tengo que confesar que siempre me cuesta mucho trabajo explicarle, a un extranjero, por qué El Salvador es tan violento. Es difícil hacerlo. Son tantas las causas juntas de la violencia que lo más razonable que se puede hacer, si el juicio se deja discurrir como catarata, es una síntesis sobre el por qué la muerte entra aquí como caño abierto.

Por eso es con un enorme atrevimiento personal y, quizá, muy lejos de un pensamiento apropiado, inventé mi propia versión: antes se mataban pobres contra ricos y todos aquellos que no querían abrirle espacios democráticos a quienes vienen de abajo.

La gran diferencia es que ahora los salvadoreños se matan entre los de abajo. Entre pobres. Entre pandilleros. Eso sí, la manía de las extorsiones la pasan esos pandilleros como mantequilla sobre el pan: lo mismo da una mujer que echa tortillas en las calles, que un hombre más adinerado que posee una fábrica o industria. La tasa es universal: todos pagan.

Mi forma de explicar lo que sucede no es del todo apropiada. Pero si en los 60 o 70 por ciento de los muertos los ponen los pandilleros, aquí se están matando pobres contra pobres. No tengo duda de eso.

Hay otra variable. Antes existía una guerrilla que combatía la institucionalidad que otros construían a su antojo, ayudados por militares, para que al menos algo goteara hacia abajo y algunos pudieran comer si acaso una vez al día.

Ahora es otro ejército informal, formado por unos setenta mil pandilleros, el que a diario desafía la institucionalidad que conducen los antiguos comandantes guerrillero. ¿Díganme si los tramos de la historia están en su lugar, en este país? El revolcón no para.

Ahora ya no solo los pandilleros combaten a quienes antes luchaban contra la vieja institucionalidad, sino que, en poco tiempo, han asesinado a 55 policías de la manera más cruel: frente a sus hijos y cuando no llevan un uniforme encima.

Algunos creen que el apocalipsis se nos vino encima. Yo no. Es precisamente eso lo que los pandilleros nos quieren hacer creer.

Me duele mucho la muerte de cada policía. Es gente humilde, sencilla, que gana poco y trabaja mucho. Cada uno de ellos sale de su casa y no sabe si regresará. Tal vez hasta les cueste mirar a los ojos a sus hijos.

Y la muerte de cada policía, y hasta el asesinato de cada pandillero nos mete un mensaje: no sé si por constitución moral, por biología, o por lo que sea, pero todo conspira contra el deseo de una mayoría por coexistir y convivir sin que sean las balas las que manden.

Eso sí: este es un pueblo que no se rinde ante nada. Nadie lo logra hincar. No nací aquí pero sí he sudado lecturas históricas para saber lo que la gente saborea o no, lo que en El Salvador se lleva en las venas. Incluso, todavía hay gente que casi dice que contra el general Martínez vivíamos mejor, aunque se hubiese fumigado treinta mil indígenas en un dos por tres.

Es cierto: hay historias de historias sobre lo que está pasando. Basta escuchar a la gente que ha dejado su barrio o callejón porque los pandilleros quieren reclutar a sus hijos o, por cualquier razón, le mataron un familiar.

Muchísimas personas se están enfermando de los nervios cuando miran que, a quienes deben cuidarlos, los están matando como moscas. Es evidente que buena parte del pueblo tiene una fuerte dosis de cabreo pero también de miedo ante todo lo que sucede.

Tal vez todo eso se profundiza porque el nuevo gobierno no termina de entender que, cuando pasan estas cosas, cuando irrumpen fuertes crisis de violencia, la gente quiere, y necesita, que sus gobernantes salgan a abrazarlos.

Este gobierno tiene buenos funcionarios al mando de la lucha contra el crimen como Benito Lara y sus dos principales jefes policiales, entre muchos otros.

El problema, a mi juicio, es que el gobierno no termina de entender la importancia de la comunicación en situaciones de crisis extrema que le para los pelos a muchos.

Cuando más necesitan salir a abrazar comunicacionalmente a la gente, es cuando menos lo hacen. ¡Pareciera que quieren perder por goleada un partido cumbre! Cuando más se necesitan caudales de destreza comunicacional, ubican el manómetro en posición cero.

Si enciendo mi televisor y miro un muerto cada media hora (y no se trata de crisis inventadas) y en los programas de opinión sólo me dicen que el país se está cayendo a pedazos, el manual básico para la conducción de un gobierno lo único que manda es que algo tengo que anunciar para sosegar a la gente. Por lo menos hay que decirle a los salvadoreños: “abróchense los cinturones que cruzaremos una tempestad”, como están obligados a decir los pilotos de un avión.

A veces se nos olvida que somos una tribu social. Y en ellas alguien debe ponerse adelante, alguien debe poner orden, cuando algunos se encabritan y deciden matarse entre ellos.

En ese momento hay que usar hasta los recursos teatrales.

Ayer escuché a Benito Lara, en la televisión, anunciar dos o tres acciones para combatir la actual crisis de seguridad. Lo hizo bien. Pero, sospecho que dejó pasar mucho tiempo para “abrazar” a la gente. Meterle calma.

Las crisis de seguridad no se opacan con monólogos. Hay que salir a hablarle a la gente. Hay que ocupar espacios. Hay que hablar de frente. Hay que tener vista larga. Lo peor es quedarse mudo.

Hay que reconocer que la violencia de las pandillas empezó hace algunos años como una brisa. Después se convirtió en ráfaga. Ahora es un volcán. Ahora estamos llenos de hostilidad.

Cuando eso ocurre ya no se sabe cuál camino tomar: si el del corazón o del hierro ardiente.

Por primera vez escucho a amigos que hablan de matar mareros. No sé si es por desesperación, o porque están odiando que les roben la tranquilidad. Yo no estoy de acuerdo con jugar a Dios. Espero acabar mis días sin quitarle, ni contribuir, con quitarle la vida a nadie.. No estoy sellado por la nostalgia de tiempos mejores. Necesitamos de la ortopedia para curar el país. Pero tal vez requerimos sicólogos y sociólogos y hasta antropólogos en cantidades industriales. Quizá no está tan equivocado el padre “Toño”. Que se nos quite lo perplejo. Lo que hay que saber es mirar entre lo opaco.