Ese lejano pliegue del tiempo lo recuerdo como si fuese hoy: caminaba por un enorme parque de de la ciudad de México cuando escuché que una voz pronunciaba mi nombre.
Miré hacia atrás y no encontré figura conocida. Seguí caminando en busca de un pedazo de grama donde pudiese sentarme a leer un par de libros que llevaba conmigo. Eran tiempos en que disfrutaba de una beca de las Naciones Unidas y debía permanecer un par de meses en la ciudad de México.
Unos segundos después, escuché de nuevo mi nombre. Lo mismo: Entre tanta gente que paseaba por ahí un domingo no miré a un ser humano conocido. Pero no podía equivocarme: alguien pronunciaba, con voz en cuello, mi nombre en medio de la grama, árboles, sol y un hermoso lago.
De pronto, otra vez esa voz engullía el ambiente. Cada vez me sonaba más familiar. Y así sucedió hasta que pillé una figura espigada, flaca, sonriente, con ojos chispeantes que, como en los mejores tiempos de niño, se escondía, una y otra vez, detrás de frondosos árboles, y gritaba mi nombre.
No recuerdo el año en que ocurrió esto. Pero aquel joven con cuerpo de quijote y barba desarreglada corrió a abrazarme como si en mucho tiempo no hubiese visto una figura conocida o estuviese condenado a la mudez por años.
Quien andaba revoloteando de lado a lado jugando al “escondido” era Francisco Delgado, ese finísimo poeta y escritor, como le llamó Carlos Carranza, otro amigo de la niñez como aquel aparecido en el parque mexicano.
Conocía a Francisco desde niño. Aprendí a apreciarlo en mi tierra natal. Sabía que ese artesano de la palabra pertenecía a una tribu aparte. Por eso es que, ese día, fue capaz de perseguirme entre los árboles como si fuese una frágil sombra al amanecer.
Francisco no estaba en México por su voluntad. Tampoco se escondía de nadie por ser un truhán o cometer una fechoría. Jamás fue un delincuente. Pero sí huía de la rabia de algunos enemigos materiales.
Yo le abracé con la misma ternura que nos abrazábamos cuando éramos niños y jugábamos con una bola de fútbol o aprendíamos inglés en un centro cultural. No nos veíamos desde los tiempos del colegio cuando le piropeaban sus primeras poesías y lograba refugiar, escrupulosamente, sus sentimientos, en sus primeras obras.
Ese día me lo contó todo. Me narró los hechos que lo obligaban a permanecer en México, literalmente escondido, lejos de su Turrialba querida.
Esos hechos todavía me llegan como parpadeos. Recuerdo cómo me los relataba Francisco con sus ojos límpidos. A veces desenfocados.
No puedo narrar lo que le sucedía porque jamás me autorizó a hacerlo. Pero la permanencia de Francisco en México de retrata lo que siempre fue: uno de los hombres más honrados que parió la tierra. Honrado material e intelectualmente. Tan honrado fue que debió huir de Costa Rica para evitar que lo mataran.
Cuando recuerdo eso, cada vez me convenzo que la vida de Francisco Delgado no fue más que una serie de desgarramientos y adioses forzados. Así nos toca vivir a muchos.
Ese día bajo el sol de México, Francisco quería volver a ser niño. Algo le faltaba. Extrañaba muchas cosas. Estaba lejos de su país y de su gente. El montón de lágrimas que le cayeron por sus mejillas delataron todo lo que le pasaba. Todo lo que llevaba adentro y que, mientras vivió, lo guardé en un cofre cerrado.
Pero después de escuchar la catarata de penas de ese hombre, cuya verdadera profesión era la fe literaria, los dos fuimos niños nuevamente. Nos divertimos. Bromeamos y escuché todo lo que debía escuchar de ese personaje que a veces era un satírico despiadado. Acabamos leyendo poesía de escritores jóvenes que Francisco había descubierto en México.
Siempre existieron muchas razones para que Francisco se quedara en la literatura, desde muy joven. Fue parte de una generación, en la que me incluyo, que queríamos romper con muchas cosas del pasado. Y entre nosotros siempre tuvimos tres grandes proyectos literarios que nos llevaban mucha distancia a todo el resto: Francisco Delgado, Gerardo Contreras y Ronald Moya.
Gerardo tiene una prolífica historia creadora después de estudiar y enseñar historia en la Universidad de Costa Rica. Ronald Moya es uno de los mejores periodistas de La Nación. En el periodismo encontró el mejor nido para sus creaciones.
Francisco Delgado siempre fue frío, cerebral, cauto y civilizado. Siempre siguió su propio camino. Pero, sobre todo, siempre fue un hombre encerrado en sí mismo. Estoy seguro que sin soledad, Francisco se habría asfixiado.
Quizá por eso, alguien que conoció a Francisco en el restaurante de Roberto Barahona (donde siempre acudía a almorzar y a leer), escribió que los admiraba a pesar de que siempre le pareció un hombre misterioso.
Es cierto. Francisco Delgado siempre fue misterioso. Pero no porque guardara algo. En el fondo era un hombre tímido que, como escritor, siempre buscaba técnicas y procedimientos que lo llevaran hasta la innovación.
Eso sí, Francisco era borgiano y sabía que muchas veces la solución al misterio siempre es inferior al misterio.
Este poeta odiaba la esclerosis literaria. No le gustaban aquellos que poseen el hábito de simular que son alguien para que no se descubra su condición de nadie. Y aunque era un hombre callado muchas veces hablar era, para él, pensar en voz alta.
Escribo esto porque Francisco, además de escritor y poeta, era un hombre adicto a las buenas ideas, al pensamiento crítico que siempre caminaba con alma de tímido.
Tal vez por eso siempre escondió su papel de filósofo desde que Walter Coto sembró en muchos de nosotros, en la secundaria, el hábito de pensar, de hacerlo con buen método, y mucho juicio crítico. Francisco también reconocía ese aporte de Walter desde que estudiábamos a su lado los presocráticos.
No sé dónde habrán quedado los proyectos creativos de Francisco. Ojalá alguien los recaude y los proteja. Pienso que el mejor guardián de la obra de Francisco debe ser Roberto Barahona, su mejor amigo y a quien le moldeaba una obra histórica de Turrialba que no sé si terminaron.
Quizá por esto la última vez que vi a Francisco, en Turrialba. Los dos volvimos a ser niños o adolescentes, otra vez, junto con Roberto Barahona. A él le mostré algunos archivos históricos de Turrialba que encontré en centros de documentación españoles. Datan de 1,600 y algo. Hablan de entrega de indios en encomiendas a españoles que apenas comenzaban a poblar Turrialba. Y desde entonces las autoridades del reino español ya llamaban a Turrialba con ese nombre. No como Torrealba, como algunos creen.
Sospecho que esos son los documentos más viejos que se conocen sobre Turrialba. Y siempre creí que Francisco y Roberto también deberían tener esos documentos.
Ese día también le insistí, a ambos, que en la vieja casa cural de Turrialba encontraron (y no sé dónde están), los primeros relatos sobre Turrialba cuando los sacerdotes llegaban a Colorado a encontrarse con un guayabal.
Además, en la iglesia católica de ahí encontraron cuadernos con carátulas de cuero donde se registraron los nombre de los turrialbeños que murieron de cólera después de pelear, en Rivas, Nicaragua, junto a Juan Santamaría.
Esa fue la última vez que hablé con Francisco hasta el día que recibí el correo electrónico de Roberto en el que me decía que lo encontraron muerto en su casa. Esa noticia me dio escalofríos. Pero, sobre todo me causó dolor, mucho dolor. Había muerto el hombre para quien las palabras eran capullo frágil. Había muerto el amigo, el compañero con el que un día, junto a otros amigos de generación, nos inventamos un periódico que imprimíamos en una máquina de “esténcils”. Sobrevivimos dos números hasta que nos cayó la guillotina de la censura.
Eso sí, sabía que Francisco había muerto a su manera: El día que me vaya, me dijo, me iré sin decírselo a nadie, sin que nadie lo sepa.
Cuando supe de su muerte, corrí a buscar sus poemas entre los libros que guardo en El Salvador. Y entonces, con mi cabeza echa un caos, completamente turbado y mil lágrimas en la cama, eché de menos a Francisco y comencé a leer aquello de:
“es poco lo que escondí
en la décima punta de los dedos sin decirlo….”