No lo conozco pero he escuchado buenas cosas suyas. Tal vez, como periodista, debí pedirle hace mucho rato que tomemos un café para hablar sobre lo que mejor conoce: la educación.
A Carlos Canjura, el matemático y ministro de Educación, lo escuché hablar en la radio 102.9 F.M. Lo entrevistaban dos sesudos conductores radiales.
Sin agitar su voz y sin grandes sobresaltos en su conducta, Canjura, quien tiene cara de abuelo bueno, habló lo que pretende hacer con la educación salvadoreña.
Como vivir es, a veces, heroico, aunque se sea ministro, sus entrevistadores le recordaron a Canjura que está parado sobre un barril de pólvora. Sobre todo porque este viernes, los educadores le harán un paro. Día malo para él porque el domingo son las elecciones de medio período y eso no deja de agregarle un mensaje al paro, si finalmente tiene éxito.
Los educadores le cobran al ministro que los obligue a capacitarse y actualizarse los sábados. Los educadores quieren pelea. No desean que se les toque la paz de los sábados. Algunos están en medio de una rezongadera.
Los maestros, los educadores, arrullan y educan a quienes pronto tendrán las riendas de un país.
Ese sector tiene más importancia para un país que lo que se puede pensar. La herencia de un educador para una nación no es como el papel de calcar que cuando ya no calca simplemente se rompe.
Y me rehúso a creer que los maestros o educadores crean que ya saben todo y que, por eso, rechazan que los saquen un sábado de su casa.
Yo sé que los educadores hacen muchos sacrificios. Para empezar, hay que reconocer que cuando se atiendan a 30 o 40 niños cualquiera se vuelve loco.
Aunque nunca he sido educador de niños o adolescentes, puedo adelantar que si me sientan en un aula con gente de esa edad, posiblemente repetiría aquel grosero poema de Amado Nervo: “me gustan los niños…. cuando lloran… porque se los llevan”.
Jamás pude olvidar la mañana en que agarré a patadas a una maestra. Tenía ocho años. Le di en la espinilla porque me arrebató un cuaderno en el que escribía garabatos a los que yo llamaba “poesías”.
Cuando la maestra tomó el cuaderno y comenzó a leer lo que escribía en los recreos, en los tiempos libres, sentí que aquella mujer violaba los secretos que mejor guardaba. Era la herencia de mi ensimismamiento.
Después de eso, pasaba a pedirle perdón, una vez al año, hasta que se largó muy lejos. Ella también me pedía perdón. Ambos nos disculpábamos a carcajadas. Decía que era la primer mujer que había visto desnuda mi alma.
Recuerdo que cuando la directora o encargada de la escuela de Turrialba decidió expulsarme porque la pierna de la maestra estaba tan hinchada que parecía que estallaría, ella le respondió que si me sancionaba se iría conmigo. Aceptó la parte de su culpa. Entonces me devolvieron al aula con todos mis bártulos.
Esa maestra, a quien llegué a amar como lo hace cualquier niño, me enseñó ese día una gigantesca lección: la violencia no es pago de nada pero también la honradez, el reconocimiento de la culpa, es parte de las buenas enseñanzas: funda la autoridad moral.
Yo fui un animal pequeño al que le fallaron los instintos cuando nadie me había explicado la tolerancia. La verdad es que los dos fuimos culpables.
Pero, a pesar de que es un calvario aguantar a niños y adolescentes, nunca será un pecado, ni una incomodidad, asistir un sábado a un encuentro donde lo único que se busca es formar mejores maestros.
No escribo para apoyar a un ministro al borde de una huelga. Lo que sucede es que me gustaron sus ideas generales para reformar el sistema educativo.
Quiere, por ejemplo, formar 300 especialistas en cada expresión del arte. Principalmente para que guíen a educadores de más de 5 mil centros escolares.
El ministro Canjura hasta preguntó, en la radioemisora, si era o no necesario que un niño aprenda o haga teatro. Respuesta: ¡Claro que sí!
En un país solidario, las mejores expresiones del arte no deben conocerse solo en los centros educativos privados. Eso lo único que agranda son las diferencias entre ricos y pobres. Entre quienes pueden pagarse una buena educación y los que no tienen un centavo para eso.
Los buenos métodos de la educación deben ser los caminos más democratizadores que tenga un país.
Siempre que puedo pongo el ejemplo del periodismo: los mejores periodistas que he conocido en mi vida no vienen de mansiones ni de territorios ricos.
Son hijos de hogares pobres o medios donde podían tener acceso a buenos libros que potenciaran lo mejor que llevaban adentro. Muchos de ellos ni siquiera pusieron un pie en una universidad. Eso sí: casi todos tuvieron maestros ejemplares, repletos de vocación. Esos maestros sabían que el mundo entero cabía en la mano de un niño aunque éste parezca un gato que mira y juega con todo.
Educar es difícil. No lo hace cualquiera. No es comida de trompudos. Pero, con la educación salvadoreña hay que hacer algo. Con los educadores también.
También hay que cambiar lo que rodea a los educadores: es penoso, y por ahí debemos empezar (como una sugerencia al ministro), que mientras un niño, o un joven, pase seis o más horas, al día, manejando una computadora, los maestros les enseñen en una pizarra con un pedazo de tiza. ¡Eso es lo más antihistórico que tienen las democracias!.
Los educadores deben aprender a enseñar en el mismo lago tecnológico en el que nadan los niños. Deben aprender a manejarse tecnológicamente.
Alguna vez dije en televisión que si fuese ministro de educación, me meterían a la cárcel. No puede ser, no se puede justificar, que éste país gradúe, cada cuatro horas, un abogado.
Con sólo revisar las estadísticas, veremos que en las universidades salvadoreñas graduamos de todo, menos lo que más necesitamos para transitar por el mundo nuevo de la tecnología, de la información.
Un profesor de la Universidad Nacional que aspiraba a ser rector de esa academia estatal me decía, hace algún tiempo: “vaya al registro y pregunte cuántos inventos patentamos al año. Después échese a llorar”.
Por eso es que me meterían a la cárcel: obligaría a todas a las universidades a enseñar, con los mejores métodos, lo que requiere un país para caminar hacia el progreso. Les prohibiría graduar más abogados.
Los retos en educación son tantos que me parece una mezquindad de los educadores que no quieren aprender nuevas cosas, nuevos métodos, los sábados.
Cuando se es joven, lo que más se aprecia de los educadores es su ejemplo personal. Otras veces, como alguna vez se lo leí a Antonia Gala, lo más importante de la educación no es ver que una persona utilice el encendedor para encender un cigarro a un fumador. Lo más importante es que seamos tolerantes cuando alguien fume a nuestro lado, aunque nosotros no fumemos.
¿Y no es esa tolerancia lo que necesitamos en esta sociedad tan brutalmente violenta?