El Salvador
domingo 22 de diciembre de 2024

A Stanley no le dimos ni una franela para limpiar su vidrio

por Lafitte Fernández


El asesinato de un niño de apenas 12 años, drogadicto desde los ocho, es el mejor laboratorio social para entender la violencia en el país.

Hay quienes piensan que llegamos a este mundo a pelear una guerra. No sé si es cierto pero tal vez la más cruel, la más inhumana, la más dura de todas las guerras, es la que encabezan los mareros.

Nadie me tiene que convencer que los mareros son inescrupulosos, malos y violentos. Sé que están despellejando el país. Me convencí de eso desde antes de que unos mareros quemaran un microbús con todos sus pasajeros adentro, incluidos los niños.

Quizá por eso los mareros siempre causan una mueca de disgusto. Sólo enseñan barbarie y muerte. Esa es la verdad.

Pero la muerte de Stanley, un niño apenas 12 años que apareció muerto, con su rostro amoratado, dentro de una hielera, es el mejor laboratorio social que podemos tener para entender buena parte de las causas de la violencia salvadoreña.

El niño era marero, a pesar de su cortísima edad. Es probable que desde los ocho o nueve años Stanley habría tenido una vida de embustero, épica y ruin. Pero, como los demonios de Milton, tenemos que examinar los pasos que llevaron a Stanley a su catástrofe personal.

El padre de Stanley fue “El Diablo”, un violento e inescrupuloso marero, a quien mataron sus enemigos cuando Stanley sólo tenía seis años. La primera escuela de Stanley fue la cruenta vida de su padre. Ese fue su espejo hasta que le metieron un tiro en la nuca.

La madre de Stanley, una mujer hermosa que nadie sabe dónde está, se volvió teibolera. La última vez que la vio ni siquiera se despidió de él.

El único que le dijo que se había marchado a México, a bailar a alguna barra show, fue su padrastro, un hombre que convivía con su madre (una vez asesinado su padre), quien a pura humanidad se hizo cargo de él y de sus hermanos, sin tener ninguna razón legal para hacerlo.

La madre de Stanley lo único que le enseñó fue un lenguaje prostibulario. El resto le heredó su mirada pandillera.

Dos años después de que su padre murió, y su madre se fue a buscar amores de a centavos a México sin que nunca le mandara una carta, Stanley ya no tuvo hogar. Sólo le quedó un padrastro postizo que siempre estaba en lo suyo.

Entonces a Stanley lo tomó la calle. Y ahí sus padrinos fueron los mareros.

A Stanley pronto le llamaron “diablito”, como un recuerdo de su padre cuya figura sólo le pasaba como rachas de viento. Y el retrato de su padre se lo hicieron otros mareros. Stanley sólo aprendió de lo que le hablaban de su padre que, precisamente, la vida es una guerra que nos hacina a todos con su sangre negra.

Es probable que muy pronto, cuando apenas tenía siete u ocho años, Stanley aprendió a fumar marihuana junto a otros mareros.

Un día lo mandaron a comprar y vender crack, piedra. También aprendió a usar el crak y la cocaína, en momentos en que  otros niños de su edad aprendían el silabario en una escuela a la que sólo fue dos años y aprendió poco.

Por eso es que, cuando los mareros asesinaron a Stanley, porque les robó una dosis de droga, a los victimarios no les costó quebrar sus huesos para meterlo en una hielera. Dicen que su adicción a la droga lo tenía tan flaco que su piel estaba pegada a cada hueso. Quizá por eso lo despedazaron con minuciosidad. Ya él estaba pálido y adocenado desde hace mucho tiempo.

¿Qué podíamos esperar de la vida de Stanley con padres que nunca le enseñaron valores, con más visión personal aprendida que la poca que le enseñó su padre marero y su madre prostituta?

Nada, absolutamente nada.

Nadie lo rescató, como debió ser, para que su vida oliera a desinfectante. Su familia, su entorno, la educación pública, las iglesias…. la sociedad… todos le fallamos a Stanley. Ninguno pudo ser un celador que alumbrara su existencia. Quizá lo único que Stanley se llevó dentro de la hielera fueron algunas consignas carniceras.

Por eso es que me dolió leer, en la sección de comentarios de la información que publicamos sobre Stanley, lo que alguien comentó sobre la muerte de ese niño: “Está bien que lo mataran, tenemos  un marero menos”.

Ese comentario me resultó obsceno, deshumanizado, escasamente cristiano y hasta producto de alguien acostumbrado a las peores interjecciones. Tal vez necesite un enjuague bucal. Pero, respeto y tengo que respetar su opinión.

La corta historia personal de Stanley nos muestra otra realidad: el pobre niño no fue más que heredero de las circunstancias, de los malos oficios de sus padres, de la incapacidad del sistema educación y hasta religioso para rescatarlo.  No tuvo más oportunidades en su vida que vivir en un submundo de hombres violentos, de sexo pactado y pagado, de asesinos, de traficantes y consumidores de drogas. La vida lo hizo pez, pero un día un cambio de corriente lo encontró fuera del agua. Lo peor de todo es que nadie se acercó a Stanley, con una franela en la mano, para limpiarle el vidrio de su vida y mostrarle que existe una realidad diferente a la que aprendió a conocer. Eso es, en el fondo, lo que debemos entender para tener una comprensión más amplia de las muchas causas de la violencia salvadoreña.