Es difícil en estos tiempos mantener la esperanza. Dondequiera que uno va se encuentra con personas que cuentan con tristeza haber sido víctimas de la delincuencia en fechas más o menos recientes.
El número de asesinatos en nuestro país va en ascenso, según parece y la percepción generalizada es que, ni a corto ni a mediano plazo, los planes que el gobierno está ejecutando contra la delincuencia vayan a tener un efecto contundente.
En las últimas semanas he conocido de familias amigas a quienes los ladrones han robado en sus casas y algunas que han debido emigrar hacia otras ciudades del país, huyendo de las amenazas de las pandillas. Hace unos días, una madre de familia que vive en una zona rural me contaba angustiada cómo se enfrenta cada día al temor de que algo malo pase a sus hijas cuando se dirigen a la escuela, pues una banda de asaltantes ha establecido un punto de asalto en el camino que de su caserío conduce al centro educativo y, si bien, la policía patrulla la zona continuamente, los asaltantes han logrado burlar durante varias semanas el control policial. Me contaban sobre una humilde señora que ha debido cerrar su pequeña venta de comida por causa de las extorsiones. Estos casos no los he conocido a través de los medios de comunicación, son tragedias que han sufrido personas a quienes conozco. Tragedias reales, tangibles.
Al ver las noticias de este día, el panorama no puede ser más preocupante: una masacre en Ciudad Delgado, 60 familias de San Luis la Herradura que se vieron obligadas a abandonar sus hogares, otros dos policías asesinados… Y me percato de que la esperanza comienza a desmoronarse. Probablemente se está desmoronando desde hace ya algún tiempo, pero el deterioro resulta ahora más evidente.
¿Cómo llegamos en El Salvador a este punto en el que la delincuencia parece un cáncer que avanza sin remedio, poniendo la tragedia a cada momento frente a nuestros ojos? Las causas son muchas y las responsabilidades también. Las condiciones de marginación y pobreza, con escaso o nulo apoyo institucional, en las que aún viven sumidas numerosas comunidades rurales y urbanas en nuestro país tienen no poco que ver. Políticas públicas diseñadas más en función de beneficios de las élites políticas y económicas de este país a partir del final de la guerra civil, seguro se encuentran entre las raíces del problema. Habrá muchas más causas, pero hay un hecho del que poco se habla y que, me parece, estará entre las razones más directas de que tengamos un Estado que, en términos generales, desde la firma de los Acuerdos de Paz hasta hoy, haya sido incapaz de hacer frente a la creciente delincuencia: la corrupción y la penetración del crimen organizado tanto en la Fuerza Armada como en la Policía Nacional Civil.
Leía en estos días el libro Infiltrados, de Héctor Silva Ávalos y son impactantes las revelaciones que hace sobre cómo elementos corruptos de los viejos cuerpos de seguridad lograron eludir los filtros que en el marco de los Acuerdos de Paz y con ayuda de las Naciones Unidas se establecieron para tratar de construir una Policía civil, moderna, efectiva y garante de los derechos humanos. Es espeluznante conocer cómo esas estructuras corruptas han ido sobreviviendo a diferentes gobiernos y condicionan, al día de hoy, el actuar tanto de la PNC como de la Fuerza Armada.
Me pareció completamente repugnante y criminal el papel del expresidente Cristiani al poner el naciente cuerpo policial en manos de cuestionados elementos de los viejos cuerpos de seguridad, lo que en su momento fue adversado por ONUSAL. Algunos de esos elementos, fueron la columna dorsal de las corruptas estructuras que aún se encuentran en la PNC y en la Fuerza Armada. Me pareció criminalmente irresponsable que el FMLN haya aceptado que en la PNC se incluyeran esos oscuros personajes, a cambio de beneficios económicos.
Finalmente, el papel de la empresa privada en la conformación de la tragedia que vivimos hoy en día no es menos despreciable. Silva Ávalos, cita en su libro una comunicación con Juan Faroppa, un exoficial de la ONU que participó de cerca en la observación de los Acuerdos de Paz. El texto citado impacta por su claridad y contundencia: “Por otra parte, las élites socioeconómicas ya no parecen preocuparse tanto por las policías estatales: pueden pagar su seguridad con empresas privadas, y poco les importa lo que suceda a los sectores sociales mayoritarios que no tienen esas posibilidades, y que solamente esperan protección del “paraguas” del Estado, cada vez más débil e ineficiente.”
Vimos durante años crecer al mismo tiempo a las pandillas, al crimen organizado y a prósperas empresas de seguridad privada; mientras vimos reducirse más y más la capacidad -¿y la voluntad?-del Estado para protegernos. Ambos fenómenos se dieron ante nuestros propios ojos. No haberlos tratado en su momento nos está pasando una factura terrible.
El crecimiento económico de la posguerra nos hizo soñar que seríamos una sociedad inmensamente próspera, compuesta por individuos que podrían alcanzar sin límites todos los beneficios de un capitalismo global que había superado finalmente cualquier amenaza a su supremacía global.
En lugar de eso, la búsqueda de la prosperidad individual y la competencia debilitaron el tejido social, minaron la solidaridad y nuestra capacidad de unirnos para buscar soluciones comunes a los problemas. La creciente ola de violencia nos ha encontrado en nuestros barrios, colonias y caseríos como conejitos asustados, cada uno al fondo de su madriguera, incapaces de unirnos con nuestros vecinos para cuidarnos, para defendernos.
¿Encontraremos en algún momento la fuerza y el camino para detener la barbarie que nos azota? Estoy seguro que sí. Por las personas a quienes amamos, por el futuro, por nosotros mismos, debemos encontrar esa fuerza y ese camino. Acorralados como estamos, no tenemos otra opción.