El Salvador
lunes 23 de diciembre de 2024

Te compré un crucifijo, mamá

por Lafitte Fernández


Nunca olvido lo que siempre me dijiste desde niño: la cabeza es como una alcancía, cuantos más libros le metas por la ranura, mejor entenderás la vida.

El sábado te compré un crucifijo. Te lo iba a colocar al lado de tu cama, en ese hospital. Sé lo que siempre significó, para ti ese Cristo herido, sangrante. Por eso te compré el crucifijo. Pero no llegué a tiempo para colocarlo en tu mesa de noche. Te juro que lo pondré a tu lado en el ataúd. Él se irá contigo.

Sé que a alguien le dijiste que no querías que los médicos te operaran, que te irías en paz con Dios a tus 93 años. Ya no querías sufrir. Querías ser dueña tu propio destino y así fue.

Fuiste católica de las verdaderas. De las piadosas, de las justas. De las que siempre querías ayudar a los pobres, de las que dabas todo, aunque tuviéramos poco.

No fuiste nunca de esas católicas tontas, maniáticas, constrictivas, falsas y ridículas. Mucho menos de las dogmáticas que tanto daño hacen a la humanidad. Fuiste siempre de las que creen que no hay libertad si no arrimas la justicia. Esa siempre fue la posición menos mezquina de la verdad.

Se me olvidó contar. Créemelo, mamá. ¡No sé cuántas veces lloraste por un pobre! Te desgarraban el alma, allá en esa tierra que me enseñaste a amar con todo lo que se lleva en el alma: Turrialba. ¡Llorabas hasta por los pobres de las telenovelas! Y esa, mamá, es una virtud: no una debilidad.

Por eso me río cuando miro, desde lejos, a quienes toman siempre la fe en Dios como un camino para rezar, separar y acumular, sin ponerle a un pobre un mendrugo de pan en la mesa. Tu vida espiritual fue distinta. No había tijeras que podaran tu inmenso amor a Dios y tu solidaridad.

Fuiste cristiana de las buenas. Por eso comparé. Por eso siempre me acordé de ti cada minuto de tu vida en mi celda de viajero, como recomendaba Antonio Machado.

Muchas veces pienso que me hice periodista por tí. Porque decías lo que tenías que decir. Simplemente decías, lo digo, y se acabó. Esa rebeldía cristiana fue lo mejor de tu libertad.

Todavía recuerdo el día que apareciste en una página del periódico en el que trabajaba en Costa Rica. Te fotografiaron protestando frente al portón de hierro de una finca de Florencia porque maltrataban, y no le pagaban lo justo, a los trabajadores, a los pobres. Ese día me sorprendió tu cara en mi propio diario. Y no llevabas más bandera que tu fe cristiana.

En otro país te hubieran dicho comunista. Allá no. Allá peleabas por los pobres, por los que no tienen, por los excluidos. No sabías de ideologías. No sabías de partidos políticos. No sabías de poder ni de poderosos. Pero si sabías de lo que estaba escrito en las sagradas escrituras. Sabías de amor, de solidaridad, de justicia y de entendimiento humano.

Cuando te pregunté qué hacías peleando en esa finca (nunca fue extraño para mí verte batallar de esa manera), me respondiste que mirara bien la fotografía que aparecía en el periódico . Mira mi pecho, me dijiste. Y ahí lo tenías: el mismo crucifijo que representaba para vos lo mejor de la fe cristiana: la doctrina social de la Iglesia que estudiabas con tanto ahínco, al lado de los sacerdotes de Turrialba.

Yo te veía marcharte de la casa: llevabas un cuaderno y un lápiz. No necesitabas más. Cuando se lleva adentro un buen corazón, tienes lo suficiente para ayudar a cualquiera, para comprender los mejores principios cristianos.

Tu vida fue ejemplar. Ahora que escribo de ti, me molesto con las palabras porque no encuentro los vocablos precisos para que otros sepan de tu camino por este mundo.

Tal vez lo que me detiene es mi cabeza, turbada desde que me avisaron, a las cinco de la mañana, que este domingo habías muerto.

Podría hacerte un libro. Podría contar tu vida entera. Podría narrar mil hechos con las mismas palabras que me enseñaste, desde niño. ¿Te acuerdas cuando juntábamos, de peso en peso, para pedirle a algún viajero a San José que me comprara un libro? Todavía me acuerdo de aquel libro de 14 pesos que mandamos a comprar sobre el socialdemócrata alemán Willy Brand. Yo era un niño de ocho años y no entendía un párrafo de política. Tú tampoco entendías que nos quería decir Brand. ¡Acabamos riendo los dos!. El libro, mamá, todavía lo tengo conmigo.

Nunca olvido lo que siempre me dijiste desde niño: la cabeza es como una alcancía, cuantos más libros le metas por la ranura, mejor entenderás la vida.

Mucho menos podría olvidar aquellos diciembres en que nos hacías quebrar los chanchitos de barro, las alcancías, contar el dinero, comprar pequeños juguetes, e ir a entregarlos a las orillas del río Turrialba (donde estaban los pobres), a desearles feliz Navidad y comernos un tamal con ellos.

El hábito todavía lo tengo. Lo que tú me enseñaste, jamás lo olvido. Jamás lo olvidaré.

No teníamos mucho. Pero sabíamos que lo poco que podíamos ahorrar sería, cada diciembre, para los pobres. Lo hacíamos callados. Así fue siempre.

Ese era el mismo método para todo. Incluso, cuando cada año sabíamos que tendríamos como hermanos, en la casa, al menos un huérfano o niño abandonado al que llamaríamos hermano. ¡Fueron tantos hermanos que ya olvidé sus nombres!

Esa eras tú. Bastaba poner un catre más en la vieja casa de madera para darle techo a tanto niño solo. Cada año tenías tu propio hospicio, cada año teníamos hermanos nuevos. Tengo en mis pupilas las caritas de cada uno de ellos. Así nos enseñaste a amar: en silencio, sin decírselo a nadie. Sabías que Dios no quiere bulla. Quiere que se prodigue el amor y la acción humana.

Y cada niño de esos iba a nuestra misma escuela. Tenía los mismos maestros. Comía al lado nuestro. No en sillas separadas.

Algo le pediste a tus seis hijos: quieres descansar en Turrialba. No quieres que te rodee más tierra que la que corrimos todos, desde los tiempos del polvazal hasta que llegó el asfalto.

Yo quería que regresaras a Turrialba viva. Quería, como te prometí, que viéramos el amanecer en esa Turrialba hermosa que transportamos en cada vena.

Y hasta te tenía una sorpresa: amanecer mirando hacia un volcán que se encabritó y quiere sacar de sus raíces toda la fuerza telúrica que lleva adentro.

Pero Dios dispuso otra cosa. Moriste lejos, muy lejos. Pero te juro que no habrá más tierra que toque tu ataúd que la de Turrialba. Esa fue siempre tu última voluntad. Y así será mamá.

Te compré un crucifijo, mamá. Lo llevo conmigo en el peor viaje de mi vida. Pero te repetiré aquello que alguna vez hablamos. Confucio no tenía Dios pero sí dijo algo sabio: si tomas, desde la mañana, el camino correcto, puedes morir, por la tarde, sin arrepentimiento. Y tú no moriste, mamá, arrepentida. Moriste en la mañana por el camino correcto. Le dijiste a mi hermana que querías irte al lado de Dios. Y sé que ahí estás. Por eso te compré ese crucifijo, mamá.