Mediante la literatura y gracias a Elena Poniatowska conocí la masacre estudiantil de 1968 en México. Su libro“La noche de Tlatelolco” es la condensación de miles de voces en un solo grito desgarrador y sincero concentrado en más de 300 páginas. De ellas emergen los testimonios de la sangre derramada el 2 de octubre en la famosa Plaza de las Tres Culturas del Distrito Federal, donde hasta la fecha se desconoce la cifra de estudiantes, profesores, campesinos y activistas fallecidos.
Hoy la Escuela Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, un poblado de 84 habitantes perteneciente al municipio de Tixla, Estado de Guerrero, vive un nuevo episodio de muerte, que derrama no pocas interrogantes y un creciente descontento social.
El 26 de septiembre fuerzas policiales y grupos delincuenciales abrieron fuego contra estudiantes de la Normal de Ayotzinapa. Lo hicieron una vez, durante una colecta de dinero en la plaza Iguala Idependencia, para financiar su viaje a la marcha conmemorativa de Tlatelolco. Lo hicieron otra vez, ese mismo día, en la conferencia de prensa donde explicaban la primera balacera.
¿El saldo inicial? Seis muertos, 16 heridos y en principio 57 desaparecidos que luego se convirtieron en 43 ¿El saldo para la justicia? 36 policías y ocho miembros del cartel Guerreros Unidos detenidos, y 10 fosas clandestinas. ¿El saldo pendiente? Un alcalde y su esposa (vinculada con el cártel de los Beltrán Leyva) prófugos, incesantes trabas por parte de la justicia a la búsqueda de las familias de los desaparecidos, y constantes metidas de pata de la justicia federal y estatal mexicana en el manejo de la situación.
Esto se parece a Tlatelolco porque demuestra, una vez más, que la policía no tiene como credo utilizar la violencia como último recurso. Tal y como sucedió en el 68, con los estudiantes capturados, a quienes desvestían y a punta de culatazos asesinaban, en Iguala mataron no solo a estudiantes, sino a un ama de casa que se transportaba en taxi, un joven futbolista y el chofer del equipo ‘Los Avispones’. Los encargados de velar por la paz y la seguridad se han convirtieron de nuevo en una amenaza latente para la población.
Se respira Tlatelolco porque la policía no estaba sola. Hace 46 años, la matanza en Las Tres Culturas contó con la venia de la CÍA y el gobierno, de ahí el silencio en cuanto al dato exacto de muertos. En Iguala, según la versión de los 22 policías capturados, entregaron a los 43 estudiantes desaparecidos a los supuestos grupos criminales. Justamente ayer personeros del gobierno de Guerrero reconocían ante legisladores federales que la administración de ese estado tuvo conocimiento de los hechos que condujeron a la desaparición de los normalistas en el momento en que ocurría. Se ha cumplido casi un mes de incertidumbre para los familiares, en medio de una escalada de protestas en distintas partes del país.
Por eso, yo no me trago el cuento de que la policía actuó presionada por el cártel Guerreros Unidos, los supuestos verdaderos responsables de la masacre. De un día para otro esta organización irrumpe en la escena y es colocada casi al nivel de Los Zetas o los Caballeros Templarios.
Someto a discusión tres elementos que a mi juicio ponen en entredicho los argumentos simplistas de las autoridades: suponiendo, entonces, que los Guerreros Unidos no sea efectivamente tan poderosa, y tomando en cuenta que los grandes cárteles no acostumbran a arremetidas de tal magnitud contra la población civil. ¿Por qué un grupo poco conocido está dispuesto a arriesgar tanto?
Luego, el 8 de octubre, después de la captura de los 22 policías implicados en la masacre, aparecieron en Iguala dos “narcomantas” demandando su liberación, anunciando una guerra de enormes proporciones. ¿Cómo es que esas narcomantas iban a aparecer ahí de manera tan sencilla, si desde los hechos fatídicos se ha reforzado la seguridad, con elementos de la marina y el ejército patrullando las 24 horas del día?
Además ¿Por qué el gobierno estatal obstaculiza la investigación de famosos antropólogos forenses argentinos traídos por las familias de los desaparecidos, que han participado en este tipo de casos durante más de 30 años?
La lentitud y los permanentes bloqueos a las investigaciones prevalecen, igual que en Tlatelolco. En última instancia, la justicia mexicana busca refutar lo irrefutable: bajo el escudo de las organizaciones narcotraficantes (cuyo accionar criminal es imposible de ocultar), crea una cortina de humo que pretende encubrir a los verdaderos responsables de la tragedia de Iguala: políticos, cuerpos policiales y del ejército, operando de la mano de las organizaciones del crimen organizado.
A mí me sigue oliendo a Tlatelolco porque las fuerzas de seguridad persisten en acallar las voces que cuestionan el orden establecido. Los estudiantes del 68 se me parecen mucho a los seis asesinados y los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, siempre incómodos por el simple hecho de estar organizados en torno a una necesidad humana básica: recibir una educación pública de calidad y humanista. En un estado donde el Ejército ejerce el poder de facto, cualquier grito disidente es tomado como una provocación del “enemigo interno, subversivo”.
No por nada ya en 2011 habían asesinado a otros dos normalistas; no por nada el gobierno mexicano ha buscado desmontar este centro de enseñanza de jóvenes humildes, de familias campesinas, fundado en 1926.
En tiempos en que autoridad se confunde con brutalidad, el blanco perfecto son los tradicionalmente vulnerables, como Julio César Mondragón, “El Chilango”, un amigable y risueño normalista a quien los policías municipales arrancaron los ojos y la piel. Son los 43 desaparecidos que nos invitan a pensar si, desde 1968, los atropellos del poder y su guerra sucia han mermado en algo.