El Salvador
miércoles 15 de enero de 2025

No creí que satanás fuera de ese tamaño

por Lafitte Fernández


Estamos haciendo de la muerte un mazo que nos da en la mente pero no recibimos ni siquiera un vaso de agua para reponernos. Tal vez lo que está pasando está llevando a mucha gente a odiar.

Primero fue David. Once años. Asesinado. Mutilado por mareros. Ni siquiera pudo ser sepultado en paz. Los pandilleros no quisieron eso.

Ahora es Kike. Era otro niño. Su edad cronológica era de 18 años. Su edad mental o emocional era de seis años. Se sospecha que también lo mató un grupo de mareros.

Aunque entre ellos jamás se conocieron, Kike y David tenían algo en común: los dos vivían donde un grupo de “animales” dicen que es tierra suya, con todo lo que está adentro, incluidas las personas. Como esas dos pequeñas almas humanas fueron declaradas como propiedad de una mara X (por vivir en el territorio que alegan ser suyo), la pandilla contraria los declaró enemigos y los mató con una saña desproporcionada. No hubo piedad. Tampoco un tercio de algún escrúpulo perdido. No hubo nada que mediara entre Dios y esos “salvajes”. El pecado era vivir en tierra que otros dicen que es ajena, aunque los límites los fija una mano criminal.

A los asesinos les he llamado “salvajes” y “animales”. Tengo otros tres vocablos para ellos. Tal vez sean más finos. Pero no menos duros: son unos analfabetos del espíritu.

David me sacó las lágrimas. Lloré por este país al que le debo tanto y donde encontré muchísima gente buena, cuando en mi país me metieron en el fango por escribir verdades o resultar incómodo.

Lloré por David cuando supe que lo habían descuartizado y que acabaron remendándolo para que su abuelita lo enterrara completo. Es duro escribirlo así pero fue cierto. Tenía once años. Sólo once años.

Lloré cuando vi a su abuelita desmayarse del dolor que le mataran a un niño que le dejó una milpita que sembró con sus manos para que no se murieran de hambre.

Y entonces dije en la televisión que existían otros tres niños que la abuela esconde para que no se los maten. La abuela los sacó de la escuela porque la controla una mara y la pandilla contraria anda matando a quienes presume nenes de sus enemigos.

Ahí siguen los niños escondidos. Nadie los va a ver. Ningún funcionario. Ningún maestro pregunta por qué los sacaron de la escuela. Mucho menos tienen un sicólogo para que cure los males del alma que esos pobres pequeños llevan adentro.

Y cuando la policía llega, no espera que anochezca porque les da miedo que los maten a ellos.

¡El Salvador grandioso, sorprendente! Por eso también dije en la televisión que el Estado se nos caía a pedazos. Sentía angustia, una enorme angustia, ante tanto mal junto. No creía que Satanás fuera de ese tamaño.

Ahora Kike también me hace llorar. Un atleta de Olimpiadas Especiales. Tenía seis años de edad mental. ¿Qué daño puede hacer un niño de esos? Ninguno. Ninguno. Ahora es por Kike por quien lloro. Igual: lo mataron sin piedad.

Y si miran su antigua credencial de los juegos de Codicader que publicamos, me dolió mucho, muchísimo, que alguien escribiera, debajo de su fotografía, “deficiente intelectual”.

No soy experto en discapacitados pero creo que eso es un agravio. Lo mejor no es definir a esos niños. Caracterizarlos es ofenderlos, humillarlos, agraviarlo. Eso creo yo.

En otros países los atletas de las Olimpiadas Especiales son hijos de gente que, al menos, puede comprarles un boleto aéreo.

Examinemos a Kike: lo último que se supo de él es que fue a traer leña. Es decir, en su casa no hay ni luz. Y a pesar de eso ganó muchas medallas y el Estado, o donantes, le permitieron que en ese mundo donde navegaba, fuera un atleta exitoso. Eso habla bien de El Salvador. Aunque picara leña, y tal vez tuviese poco para comer, su país y muchos voluntarios le construyeron un camino de esperanza y alegría.

Pero llegaron esos, los analfabetos del espíritu, y lo condenaron a muerte. Y entonces mataron con Kike, sueños y alegrías que jamás debieron arrebatar.

No siento vergüenza porque admita que estas muertes sacan las lágrimas. Cincuenta o sesenta mil mareros están empeñados en arrancarle toda posibilidad, al resto de los pobladores, de posarse, al menos, de puntillas para mirar hacia delante. A este país le están matando sus hijos. Ya no hay edad para las víctimas. Pero mucho menos hay Estado que garantice nada. Hay gente que se mueve en el día, otra en la oscuridad y solo dejan a su paso muerte y destrucción. Están empeñados en descarriar un país entero. Pero quizá no toman en cuenta que El Salvador todavía tiene suficiente fibra moral para entender que los buenos son la mayoría. Los malos, los desalmados, los canallas, son menos.

Pero tengo otros temores. Nacho Castillo me dijo, hace pocos días, mientras tomábamos un café que tenía miedo que todo el país cayera en insania mental. Tiene razón. A las familias de las víctimas nadie las atiende, nadie las ayuda.

Estamos haciendo de la muerte un mazo que nos da en la mente pero no recibimos ni siquiera un vaso de agua para reponernos. Tal vez lo que está pasando está llevando a mucha gente a odiar. Ya hay muchas voces que quieren revancha. Que quieren matar mareros como una forma de limpiar el país. Yo no estoy de acuerdo con eso. Eso no arregla nada.

Las soluciones están en otro lado. Ojalá que Kike y David nos ayuden a entender que pueblo que no habla se mata. Y los primeros que deben hablar son los verdaderos dueños del poder para encontrar, luego, soluciones reales al problema de la violencia.