Cuando el defensa costarricense Michael Umaña, de oficio jornalero antes de jugar al fútbol, falló el penal frente al portero de Holanda, miré alrededor del tenderete donde me hallaba el sábado y vi a varios jóvenes llorando.
Dolía en el alma ver a esos muchachos. Son hijos de costarricenses que el destino los puso en El Salvador. Ellos sabían que al detener el portero holandés un penal pateado por un costarricense, acababan de joder al país. Cada lágrima era una amargura íntima, infinita.
Por eso sentí la necesidad de ayudar a restaurar las caras de esos jóvenes.
Sabía que la derrota, que no fue tal, ni será nunca una verdadera derrota, puliría el carácter de esos jóvenes.
Entonces abracé a uno de ellos como se abraza a quien está a 800 kilómetros de su patria. Lo hice como si fuese el patrocinador de la diatriba y entonces pude decirles: “Llegamos como enanos. Nadie daba un cinco por Costa Rica. Salimos como gigantes, como héroes. En tiempos reglamentarios nadie nos ganó. Eso es lo que deben llevar adentro”.
Habría dado lo que fuese para abrazar, en ese momento, a cualquiera de mis hijos. Pero ellos también estaban a 800 kilómetros de El Salvador. Sospechaba que estarían sufriendo por el destino de esos jugadores que arriesgaron sus meniscos y tibias sobre el césped sin temores ni empalagos.
El partido entre Costa Rica y Holanda había acabado de una manera perpleja y emocionante. Eso sí: Holanda no pudo hacerle a Costa Rica los mismos agravios que a otros a países como España o México.
En fútbol todo estreno es un patíbulo. Pero a pesar de que el PIB de Costa Rica es un grano de maíz del PIB de cualquiera de los cuatro países semifinalistas del campeonato mundial, la verdad es que Holanda no arrolló a Costa Rica.
Por el contrario, los costarricenses hasta encontraron la mejor forma de morir y, de paso, hallaron la mejor manera de vivir y trascender: a los penales.
Los jugadores costarricenses no fueron entregones. Mucho menos chupa cargos. Esos jugadores sabían que una cosa es hacer una revolución y otra es saber donde se hace. Y los costarricenses lo hicieron en el momento preciso, en el lugar apropiado, con la velocidad necesaria y acabaron como quintos en el mundo, cuando los “especialistas” los tenían como el capullo más frágil del mundial.
Como almas en pena
El sábado ocurrió lo mismo en San Salvador: muchísimos costarricenses se unieron en un solo grito en un restaurante. Todos ellos eran también parte de un estallido nacional.
La mayoría son jóvenes. Los viejos somos minoría. Pero nos consolábamos entre nosotros: “que en el segundo tiempo jugaremos mejor… que hemos entregado bolas que no debimos entregar…. que si aguantábamos, Keylor Navas nos salvaría… que la bola la tienen ellos…”.
Mimí Prado −quien un día antes me recordó, con justicia, que cuando sucedió el otro exitoso papel de Costa Rica en el mundial de 1990, ella era viceministra de cultura, juventud y deportes y le tocó poner orden entre los dirigentes del fútbol− siempre convocaba al diálogo aunque estuviese en otra mesa.
Desde un día antes, la embajadora de Costa Rica en El Salvador, decía que sentía un “hueco” en el estómago a causa de los nervios que le provocaba el partido.
Pero ese sábado, Mimí y el vicepresidente de La Constancia, la principal empresa cervecera de El Salvador, Rolando Pérez (también costarricense), parecíamos aprendices de brujos tratando de descifrar lo que acontecería.
De esa manera hasta calmábamos los nervios cuando parecía que no teníamos un solo ser, ni un par de canillas, que pararan a Robbin, el destructor holandés.
Pero a pesar de eso el ambiente y lo que se miraba en ese restaurante era agradable: la mayoría de los muchachos gritaba el “sí se puede… sí se puede… sí se puede” con tal orgullo en su pecho que terminé convenciéndome que Costa Rica tiene patria para muchos siglos más.
Todo aquello era un registro de la verdad, aunque algunos crean que el fútbol no sirve nada más que para divertirnos.
Hay que ser sinceros. Nadie necesitaba ahí a Richelieu para sentir miedo. De muchas maneras había que respetar que se estaba frente a un equipazo con al menos tres grandes jugadores sin fuero para perdonarnos. Jugadores de primer orden aunque los costarricenses también teníamos lo nuestro.
Tampoco era que el equipo costarricense era un mero mascarón. Mucho menos representaba un accidente de la historia. Y no creo que ningún jugador costarricense permitiría que los holandeses nos usaran para probar la comida del rey.
Pero lo más importante de todo es que, durante todo el campeonato mundial, Costa Rica nunca fue una letanía del desastre. Más bien, si se examina de donde partieron esos muchachos y dónde terminaron la historia cobra dimensiones escalofriantes.
No hay un solo costarricense que no sienta orgullo de lo que hizo su selección. Ojalá esto que escribo no se tome como un estallido místico, pasional o ególatra de un costarricense que también es, por su propia voluntad, salvadoreño.
Centroamérica tiene que entender a los costarricenses. Costa Rica está ahora en un momento en que las emociones provocan estampidas mentales. Y tenemos todas las razones para actuar así. Tenemos todas las razones juntas para sentirnos orgullosos.
Recuerdo que hace algún tiempo, un ex presidente salvadoreño me dijo una noche en un hotel de Madrid que “el problema es que a ustedes les dicen, desde la escuela, que son diferentes y siempre se creen diferentes”.
Creer eso es un error. Creer eso es no entender la historia de pueblos que crecieron juntos y estarán siempre juntos.
Esa noche tuve que recordarle al expresidente desde los tiempos en que militares centroamericanos pidieron un préstamo a los ingleses para crear la Federación Centroamericana. El dinero se lo repartieron los restantes países y a Costa Rica no le dieron ni una peseta.
Después quisieron obligar a Costa Rica a pagar el crédito. Entonces, cuando la Federación dijo que se formaría un ejército centroamericano con 100 nacionales de cada país centroamericano, Costa Rica construyó su propio “Mariel”, al estilo de Fidel Castro: envió a los alcohólicos y a los vagos hasta Guatemala.
Todos ellos llegaron caminando desde San José, los que no fueron asaltados y asesinados en el camino.
Esa es parte de la historia que debemos conocer. Tal vez fue nuestro primer reclamo. Pero la historia no se construye con rencores. Lo que sí debemos es examinarla con toda su complejidad.
Esa fue una forma de protestar, hace casi doscientos años porque Costa Rica era un país débil y enmontañado, sin grandes militares ni poderes fácticos.
Pero también los costarricenses sabemos reconocer, con abundancia de argumentos, que fue un militar salvadoreño, nacido en Suchitoto, quien nos salvó de los filibusteros estadounidenses cuando llevó a un puñado de campesinos a pelear por su dignidad.
Esa larguísima noche de conversación con un gobernante salvadoreño, nos sirvió a los dos a entender las dos naciones. Y así deberíamos entendernos todos los centroamericanos. Cada país tiene lo suyo.
Sus propios laboratorios
También cada país se hace sus propias pruebas. Y si no las tiene debe exigírselas y creárselas. Costa Rica logró meterse, esta vez, en el club más exclusivo del fútbol mundial. Pudo hacerlo porque hizo las cosas bien: juntó talento (que todos los países lo tienen), construyó un método y encontró a un vendedor de sueños y esperanzas como José Luis Pinto, el colombiano más amado por los costarricenses. Ahí estuvo el secreto.
El problema también es que Costa Rica subió los estándares a todos los centroamericanos.
La mayoría de habitantes del planeta pensarán, en las próximas décadas, que cada país del área debe llegar a hacer, al menos, lo mismo. Nos mirarán con mucho más exigencia. Y aquí se incluye a México, Canadá y Estados Unidos.
No hay civilización sin memoria ni forma. Y el resto del mundo no perderá la memoria, aunque no queramos seguir sus trompetas de la guerra futbolística.
Hay algo más que me alegra: soy parte de una generación que vivió, y disfrutó, cuando un grupo de jornaleros, campesinos, mecánicos, taxistas, un policía y hasta un par de borrachines, realizó una jornada heroica en el campeonato mundial de Italia. Esa fue la fiesta futbolera de un país como Costa Rica que se atrevió a soñar y pensar en grande.
Esta vez son mis hijos quienes han aprendido, con ésta selección de fútbol, que cuando un país eleva sus metas, no hay Césares ni profetas de las inmoralidades que detengan la energía de un país. Al fin y al cabo, eso también nos sirve para controlar el especulador que llevamos adentro.