Un hombre mete a la fuerza a una mujer en una imprenta del centro de San Salvador. La viola y la mata. Ella era prostituta, dicen los medios. La encontraron a la mañana siguiente con rastros evidentes de mordidas. El abogado defensor del hombre dijo que las ratas le habían arrancado los pezones. Los fiscales insistieron en que, quien usó sus dientes luego de acuchillarla, fue el acusado. Él trabajaba como vigilante.
Hace menos de una semana, la Fiscalía General de la República informó del homicidio de un hombre en El Sauce, del departamento de La Unión. Darwin se llamaba el ahora muerto. Según las investigaciones fiscales, el hombre fue lapidado y en su cuerpo había heridas de cuchillo.
Otro hombre viola a su hija de 14 años. La amenaza con ahorcarla para que acceda a sus instintos. A inicios de este mes lo encontraron culpable y lo condenaron a 20 años de prisión.
Unos pandilleros matan a David, le arrancan la cabeza, las manos y separan el tronco del cuerpo. David es un niño de 11 años que vivía en San Pedro Perulapán. El día de su funeral, mientras vecinos y familiares lloraban su cuerpo remendado, más pandilleros esperaban en las cercanías para intentar matar a otro joven de la localidad.
Mayo de 2013. A Sonia Luna también la lapidaron, la quemaron y su cuerpo fue encontrado sin uñas en el río Grande, cerquita de su casa en Santiago Texacuangos… Los lugareños aún temen.
Estas son cuatro estampas de la actualidad de este país. La violencia se nos ha salido de las manos, perdimos el rumbo como nación y estamos convirtiéndonos en una sociedad hija de Dante. No hay vuelta atrás, no hay esperanza cerca por más que el gobierno diga que la Policía tiene todo controlado.
Lo más simple es culpar a las maras, a los monstruos tatuados que viven en una guerra que se llena de daños colaterales en el día a día, y esos daños son muertes de inocentes atrapados en el exterminio mutuo de los pandilleros. El microbús quemado en Mejicanos en 2010 con pasajeros adentro es uno de tantos techos de la barbarie.
Pero culpar a la Mara Salvatrucha y al Barrio 18 de la violencia absoluta es solo eso, una respuesta fácil. En El Salvador, la violencia nos atasca las venas, nos enrojece el rostro y hasta nos llena de orgullo, dirán los más chovinistas cuando apelan a la sangre del indio cuscatleco, referente antonomástico del deporte de las mayorías, el fútbol. “Como no encontramos el talento, que aparezca nuestra naturaleza: la violencia”. Así piensan algunos amigos futboleros.
El salvadoreño ejerce violencia cuando aplasta los derechos de sus empleados y empleadas domésticas; cuando permite que su hijo mayor viole a “la muchacha” para que se inicie como hombrecito; cuando le pita la vieja y le grita a otro “¡culero!” en una calle, y mete el acelerador a fondo; cuando le zampamos un tiro y le arrancamos la vida a una profesora porque su acompañante nos acaba de sacar el dedo mayor en un semáforo: ¡no se puede permitir semejante afrenta al orgullo macho-guanaco!; cuando nos bajamos del carro con pistola en mano para apuntarle a otro que, en plena trabazón, nos ha encendido las luces muy altas; cuando matamos a balazos a quien nos quiere quitar el parqueo de la colonia La Cima II; cuando hacemos picadillo con machete a nuestro hermano por tierras, como sucedió hace poco en el occidente del país; cuando amarramos a nuestra compañera de vida a un sofá… y le prendemos fuego.
Ejercemos violencia contra nuestros hijos cuando pensamos que una cinchaceadita le va a caer bien, o cuando le gritamos a nuestra pareja y la callamos en público para hacer valer nuestra fuerza de animal. Ejercemos violencia y nos queda la satisfacción encendida, como si amedrentar, matar, violar, fueran formas de vida que ya son parte de nuestra genética cultural. Ejercemos violencia contra el mesero que se tarda o se equivoca en una orden de comida. La ejercemos por todos lados, y a los dos minutos de ejercerla, seguimos como si nada.
Las pandillas son el problema más importante de la violencia actual en El Salvador. Pero no son el único. La estructura de lo que somos se ha esculpido en el tiempo, y hemos acudido a una obra titánica que en este siglo XXI se ha convertido en nuestro pequeño Frankenstein de país.
En 1932, luego de la matanza de miles y miles de indígenas por parte del Ejército, los ladinos continuamos ejerciendo violencia contra los pueblos originarios, excluyéndolos, persiguiéndolos, aplastándolos y tratando por todos los medios de exterminarlos. Incluso hoy, ser indio significa que lo más probable es que seás víctima de algún tipo de agresión social o política.
Culpar a las maras del país que tenemos es, repito, la salida más fácil. Me río en la cara de quien con toda la ignorancia del mundo cree que la solución es quemar los penales con el cachimbo de mareros adentro. Lamento los análisis ridículos que dieron origen a políticas de estado meramente represivas que solo han traído más violencia, más miseria. Lamento, también, el extraño camino que transitó el tema de La Tregua, que pudo convertirse en el inicio correcto de una nueva forma de tratar el problema, pero que por culpa de un gobierno cobarde y del nefasto tratamiento mediático terminó diluyéndose y trayéndonos de nuevo a números de espanto.
La violencia no se va a terminar. Pero por lo menos debemos pensar en la necesidad de tratar el tema de otra manera. La prevención no puede ser solo moneda política, no debe ser solo retórica oenegera inescrupulosa. Debe convertirse en un esfuerzo de nación que traiga consigo respuestas serias, aunque no necesariamente transforme de tajo este infierno que estamos viviendo, este estiércol de convivencia social que sigue haciendo emigrar a nuestra gente, a nuestros niños.
Encerrarnos en nuestras burbujitas de colonias blindadas con seguridad privada, con nuestras tablets y redes sociales, nuestras salidas nocturnas de fin de semana, nuestra playita y cervezas; encerrarnos en todo eso no va nunca a servir para generar conciencia. Hay que comprender: vivimos en un estado de calamidad pública extendido. Existen, más allá de Metrocentro, Multiplaza, Galerías, La Gran Vía, Santa Elena, la Escalón, San Benito, Antiguo-municipio-desarrollado, el Paseo El Carmen, etc., cientos de miles de vidas que tienen también nuestra nacionalidad, que salen a la calle de sus hacinadas colonias encomendándose a Dios para poder volver en la noche o para que no le roben su salario de 200 dólares que algún empresario indigno y sin solidaridad le paga cada mes.
Reflexionemos. Somos parte del problema. La historia parece que no nos ha enseñado nada, pero está ahí guardadita para que cualquiera vaya a revisar de dónde se originan nuestros yerros sociales. Basta con la mediocridad de los análisis de abono con los que se llenan la boca algunos viejos canosos en las entrevistas de preguntas acartonadas de la mañana.
Nuestra cuota de responsabilidad debería empezar por generar pensamiento crítico. Solo así entenderemos que la responsabilidad, en gran medida, es también nuestra.