Fortaleza. Tres veces me paré de la butaca y grité con todo lo que me daba el pulmón la sangre que llevo adentro. Tres veces grité gol con esa alma centroamericana que también cargo conmigo. Tres veces miré a unos insoportables uruguayos a los ojos y les grité, con toda mi garganta, cada uno de los goles.
No sé por qué pero el sábado me sentí más costarricense que nunca, un país que dejé hace veinte años para caer en los regazos de los buenos salvadoreños.
Pero en ese gigantesco estadio de Fortaleza, jugaba David contra
Goliat. Once costarricenses peleaban contra un número igual de Uruguayos en un partido donde nadie daba un centavo por Costa Rica.
Ni siquiera los taxistas de esta enorme ciudad. A cada costarricense que miraban con su camisa roja les llamaban “milagro”.
El taxista que me llevó hasta un estadio nuevo, rodeado de barriadas pobres donde cuelgan muchas obras sin terminar, me dio el primer pronóstico: me dijo que había llevado hasta el estadio a tres diferentes grupos de charrúas y que todos ellos no le daban a Costa Rica ni el beneficio de la duda. Mucho menos un empate.
Cuatro a cero, tres a cero y dos a cero fueron los resultados más
benignos de los uruguayos. Creían que el sábado llegarían a pasear al estadio de Fortaleza. Sospecho que los uruguayos consideraban que en Centroamérica se juega con pelota cuadrada.
Pero, de ahora en adelante, habrá un poco de más respeto por el fútbol centroamericano. Por eso tres veces grité con toda mi alma las violaciones al marco de Uruguay.
Fiesta de uruguayos
Tal vez por todo eso desde la noche del viernes los uruguayos montaron una fiesta de vencedores que no dejaron bar con cervezas ni restaurantes con comidas frescas. Todos vestían, con mucho orgullo, sus camisas celestes. Aquí aprendí que hasta a los niños recién nacidos le meten ese orgullo uruguayo por el fútbol.
Ustedes lo vieron en el estadio. No menos de veinte mil personas formaron en Fortaleza una enorme mancha celeste. Y aunque la cantidad de costarricenses en el estadio no era nada despreciable, los uruguayos al menos quintuplicaban a los centroamericanos.
En número, no había nada que hacer. En economías familiares tampoco: un uruguayo podía comprar un boleto a Fortaleza, ida y vuelta, por quinientos dólares. Un costarricense pagó al menos al menos $1.600 si le iba bien.
La fiesta del viernes antes del partido fue de los uruguayos. La del sábado, de los costarricenses, que salieron del estadio gritando, en coro, ¿Adonde están los uruguayos que nos iban a ganar? ¿Adonde están?
Después del estadio, los ticos tomaron las principales calles de Fortaleza que dan a las playas y los uruguayos decidieron no salir.
La mayoría no caminó ni siquiera por una cerveza. El golpe de los tres goles a uno fue duro para ellos.
Bronca
No sé por qué pero me dio la impresión que los uruguayos miraban a los costarricenses como campesinos de algún rincón perdido.
Ustedes saben cómo se comporta un sudamericano cuando estima que es uno de los grandes dueños del mundo.
Pero desde el primer tiempo los costarricenses tenían una ventaja a su favor: aunque los uruguayos eran miles con sus caras pintadas de guerra y con media ciudad de Fortaleza tomada, los brasileños estuvieron, desde el principio, con los débiles, con Costa Rica.
Y entonces cuando los costarricense coreaban sus canciones, los
brasileños les seguían con el “ticoos…ticooss”. Al menos en eso se empató: en voces.
No soy experto en el fútbol. Un par de veces en mi vida hice crónicas de este deporte (más por necesidad que por oficio o conocimiento), pero nadie podría convencerme que, desde que arrancó el partido, Uruguay jugó mejor que Costa Rica.
Creo que ese montón de “ flacos” que jugaron ayer con Costa Rica se pararon como hombres frente a los uruguayos, guiados por un entrenador colombiano que en Costa Rica lo respetan muchísimo: Jorge Luis Pinto.
Después vino un penal. No sé si lo fue. Un taxista me decía que en
Brasil no pitan como penal lo que el árbitro castigó. Pero cuando los uruguayos anotaron el gol, el campo minado que habitaba en el sector norte del estadio poblado de uruguayos, despertó como animal sin frenos. Se sintieron, nuevamente, los reyes del mundo.
Uno de los pocos ticos que tenía cerca de mí, me dijo calladamente: “maje, ya jalo de aquí. Estos chavalos me caen mal. Prefiero ver el partido de pie que aguantarme a estos locos”.
Con el primer gol de los uruguayos, creí, honestamente, que harían al menos un par más. Pero, no. Las diferencias y distancias en el fútbol no eran materia que descalificara a Costa Rica. Con un par de errores en sus hombres de media cancha, un negrito de 21 años ( Joel Campbell, ficha del Arsenal de Inglaterra), comenzó a marear a la defensa uruguaya.
Incluso, hubo un momento en que juraba que Campbell le haría un gol desde mucha distancia al portero uruguayo porque patea con su izquierda como la mula suelta. Además, es muy hábil para jugar. Lo
hace en Europa desde antes de los 20 años y sabe que patea pelotas
donde realmente asustan.
Pero, en el segundo tiempo, Uruguay desapareció. A Costa Rica no le
costó mucho, porque jugó muy bien, hacer tres goles. Casi todos de
ellos de enorme factura. No se necesita patear una pelota para saber eso.
Ese segundo tiempo fue glorioso para los costarricenses. Los uruguayos se callaron. Dejaron de cantar y de gritar. Sus grandes figuras parecían que tenían poliomelitis y hasta se enojaron y agarraron a patadas a cuanto costarricense se les pusiera al frente.
El fútbol de Costa Rica fue, por momentos, tan bueno, que los
brasileños que estaban en el estadio comenzaron a gritar
“olé..olé..olé” cuando los costarricenses tocaban el balón.
Entonces fue cuando dije que aquello era histórico: los mejores observadores del fútbol habían decidido humillar a quienes humillaron a los brasileños en el año 1950.
Ni a los brasileños, ni a los uruguayos, se les olvida que en 1950, en el estadio Maracaná, Uruguay le ganó una copa del mundo a Brasil, dos goles a uno.
Entonces, de muchas maneras los brasileños le gritaban “olé” a sus
verdugos uruguayos que no terminan de perdonar. La fiesta también era de ellos, mientras se asombraban ante el talento de Campbell.
Cuando Costa Rica metió su tercer gol, los brasileños se convencieron de que Uruguay era un cadáver en la cancha y entonces, descaradamente, se sumaron a los coros de los costarricenses y se olvidaron que debían ser anfitriones neutrales.
Desde mi butaca en el estadio, siempre traté de no invocar ningún insulto contra los uruguayos. Ni el peor idiota del mundo se la
jugaría cuando te rodeaban cientos de ellos. Pero estuve a punto de
pelear por solidaridad cuando un uruguayo tomó del cuello a un anciano brasileño, record de miopía y con muchos años encima, porque celebró el tercer gol de Costa Rica.
En ese momento sí se me puso la sangre caliente contra unos muchachos uruguayos que nadie les ha enseñado como comportarse cuando pierdes un partido de fútbol.
Casi dos horas necesité para llegar al estadio por el tráfico de
vehículos. Un poco más demoré en regresar al hotel. Pero, en el
ascensor del hotel escuché a un uruguayo endemoniado: “faltaron
huevos…”, repetía con un tono endemoniado a un compatriota suyo.
Y de verdad se ponía rojo de la cólera. “No es para tanto”, le decía su compañero. “Salgamos a tomar una cerveza”. Ninguno de ellos volvió a la calle, después de la pérdida.
Libreta de apuntes
1. Los costarricenses se cansaron de cantar canciones de desquite contra los uruguayos, a la salida del estadio de Fortaleza. La verdad es que posiblemente se cansaron de que los uruguayos les cantaron en sus caras.
2.Cerca del estadio de Fortaleza se mira una serie de obras
inconclusas, de esas que mantienen furiosos a muchos brasileños por el inmenso gasto en estadios.
3.Los brasileños vendían una botella pequeña de agua, en el estadio de Fortaleza, en casi cinco dólares. Una cerveza valía como siete. A propósito, ni la FIFA ni nadie prohibió la venta de cerveza en el estadio de Fortaleza, muestra importante de liberalidad.
4. Hay que aplaudir lo corteses que son los brasileños. Saben guiar a los turistas. Les ayudan, aunque caminen kilómetros. Tienen alma bondadosa.