La primera vez que miré a Alberto Cañas, yo era apenas un esmirriado estudiante de periodismo. Había llegado remotamente,desde Turrialba, a la Universidad de Costa Rica. Tenía diecisiete años. Quería ser periodista. Don Beto lo era, desde mucho tiempo atrás, con lujo de cartelera personal.
A los diecisiete años todo aprendiz de periodista que toma en serio lo que quiere, busca modelos a seguir. La vocación lo pide. Así empezamos todos. Después cada uno sigue su propio camino. Don Beto-no se le puede quitar el don- era mi profesor de literatura costarricense. También era el Ministro de Cultura de Costa Rica en la época que lo conocí.
Yo leía sus columnas en el periódico La República. Me gustaba el estilo de sus escritos: textos cortos cargados de un enorme juicio crítico. Tomaba las palabras precisas como si tirara dardos. Crítico con reglas de hierro, era de los mejores columnistas que se podían leer en Costa Rica cuando decidí estudiar periodismo.
En aquellos años de los setenta yo tenía dos héroes sacados de mis lecturas de periódicos: don Beto Cañas y Enrique Benavides, otro abogado, formidable columnista del periódico La Nación, capaz de disectar una idea en 400 o 500 palabras como un vibrante conocedor de las obscenidades humanas. A Benavides lo conocería después.
Con don Beto me estrené como estudiante de literatura costarricense en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Costa Rica. Con él comencé mi verdadero aprendizaje como periodista. Fue mi primer maestro, mi primer consejero. Con el tiempo me di cuenta que todo lo que me enseñó ya estaba mi memoria. Él lo sabía. Siempre se lo agradecí.
Don Beto llevaba consigo una secreta autoridad. Ese hombre- quien acaba de morir a los 94 años- era una mezcla extraña de muchísimas cosas: era un apasionado periodista, un destacado escritor, político, diputado, ministro de Cultura y hasta fundador de dos de los tres principales partidos políticos de Costa Rica, incluido el que hace pocas semanas ganó el poder.
Desde la butaca del periodismo, nunca fue un testigo distante de la historia. Siempre estaba en primera línea y no necesariamente, como decía Kafka, de quienes hacen la historia sino junto a quienes la padecen.
Su talento era tanto que siempre tuve claro que era el único auténtico periodista costarricense que se le permitió fundar dos agrupaciones políticas sin que sufriera ralladuras éticas. Tan gigante fue siempre el respeto que se le tenía que acabó tallando generaciones enteras de periodistas, escritores, abogados y políticos. De alguna manera, como todos sabían que era un testigo insobornable nadie le cobraba nunca su cercanía al poder. Por el contrario, si se metía a la política era para ejercer efectos reparadores. Don Beto siempre cumplió aquello que nos decía Ernesto Sábato: «en tiempos oscuros nos ayudan quienes han sabido andar en la noche”. Y él sabía andar en la noche.
Cuando conocí a don Beto yo sabía que era un abogado que le gustaba la política. Pero, sobre todo, conocía que era un periodista y escritor apasionado, de aquellos que nunca son parte del montón.
No me pregunten por qué, pero don Beto siempre estaba parado donde se cocinaba la historia costarricense. Eso le permitía enseñaren las aulas, narrando historia viva y creadora. Y en eso era el mejor: era un exquisito narrador verbal en cada una de sus clases. Ataba siempre los hechos tal y como fueron siempre, rodeados de todo aquello que ayudara a comprenderlos, aunque fuese a base de anécdotas y humor.
Ese fue el primer Alberto Cañas que conocí: el profesor que siempre estaba lejos de infortunio, el que estaba alejado de las tumultuosas desesperaciones, el sediento maestro de conocimiento que se preguntaba por la vida y el hombre como el mejor de los humanistas.
Así, con una facilidad metodológica pasaba de contar alguna anécdota de Pepe Figueres, el fundador de la nueva Costa Rica, a la esquizofrénica vida de algún escritor a quien lo contagiaron de una enfermedad venérea. Siempre parecía saber todas las motivaciones de la historia. Y cuando hablaba parecía que disparaba palabras como si tuviese una ametralladora. Pero siempre era la palabra precisa y educada.
El jefe y mentor
No había pasado mucho tiempo desde que don Beto se había convertido en mi profesor de literatura costarricense, cuando en Costa Rica se fundó un nuevo diario, vinculado al Partido Liberación Nacional (el socialdemócrata PLN). Don Beto era una de las cabezas editoriales pues, además de su exquisita cultura y pluma, fue siempre muy amigo de Pepe Figueres, uno de los fundadores del nuevo diario Excelsior, nacido en los años setenta.
Pronto formé parte, a pesar de mi corta edad, de la planilla fundadora de ese diario. El equipo era una mezcla de jóvenes y desconocidos periodistas con otros de mayor experiencia y con mucho andar en el periodismo costarricense.
Entonces don Beto ya no fue solo mi profesor sino también mi primer mentor. Y desde entonces era mágico, para mí, entrar a su oficina y pedirle, a los 18 años, que con desnudez me hiciera pedazos mis primeros textos.
Recuerdo que, en una ocasión, don Beto me llamó y me preguntó si yo había escrito una nota periodística de un hombre que había muerto atropellado en una calle de San José. Yo había llegado a San José, la capital costarricense, desde Turrialba, una ciudad localizada a 65 kilómetros al atlántico de Costa Rica. No tenía ni la menor idea de las direcciones, calles y avenidas de San José.
“Sí, don Beto, le dije, yo escribí esa nota. ¿Escribí algo mal?, le pregunté. “No me respondió. La nota está muy bien escrita.”. Después soltó una sonrisa irónica, me miró y me dijo:” el único problema es que usted corrió una calle y el pobre hombre, como usted lo puso, murió en la sala de partos del hospital San Juan de Dios”.
Me disculpé por el error. Y le confesé que yo no conocía ni calles ni avenidas. Le dije que él sabía que yo había llegado muy poco antes a San José. Entonces don Beto me metió a su oficina en el diario, me entregó un mapa de las calles y avenidas de San José y me dijo:”ahora sí…no duerma hasta aprenderse todas las calles y avenidas”. Después me palmeteó la espalda y me dijo: “nadie nace aprendido, hijo. No se preocupe”.
Estoy convencido que, desde muy joven, don Beto me tomó cariño. Además, respetaba lo que hacía. Siempre estaba cerca de lo que produjera. Fue, sin duda, mi primer guía, mi primer mentor. Tanto que, a mis 18 o 19 años, me llevaba, secretamente, a las charlas más secretas de sus amigos políticos, o no: “véngase, que lo que va a escuchar le ayudará a interpretar el país”.
Así aprendí, en silencio, al lado de don Beto y de sus mejores amigos, que Daniel Oduber (un expresidente de Costa Rica), siempre decía que se quería suicidar cuando lo abandonaba una enamorada o de las andanzas amorosas de Pepe Figueres. Siempre participé en esas tertulias como el discípulo de don Beto y eso me llenaba de orgullo. Así también aprendí historia viva. Y quizá por eso siempre disfruto del buen análisis político.
Yo disfrutaba entrar a la oficina de don Beto, en el desaparecido diario Excelsior. Ahí miraba su enorme biblioteca. El se acercaba y le decía: “tomá, léete este”. Y yo salía como niño con juguete nuevo. Sabía que a mi corta edad tenía que leerme el libro, analizarlo junto a don Beto y, sobre todo, devolverlo. De lo contrario, perdería a un amigo, como me sentenció mil veces.
En otra ocasión me acerqué a él y le pregunté que debía leer si quería fortalecer mi enseñanza del periodismo. “Lea lo que le apasiona. Lo que no le apasiona, déjelo a un lado”, siempre me dijo.
Y en ese camino de la enseñanza siempre disfrutaba de los escritos de don Beto. Siempre se me parecía a Oscar Wilde desnudando la hipocresía victoriana. Sabía, y siempre lo supo, interpretar lo mejor y lo peor de los costarricenses.
Don Beto tenía también una extraña fascinación por una serie de poetas turrialbeños. Le gustaba que le contara cómo estaba la familia y los hijos de Jorge Debravo, quizá el mejor poeta costarricense, nacido en mi tierra de origen. Siempre disfrutó y valoró los poemas de Marco Aguilar (otro poeta de Turrialba vivo). Siempre lo consideró un poeta de altísimo calibre. A su juicio, merece el Premio Nacional de Poesía de Costa Rica (¡Tenía toda la razón!). Se enojaba cuando le repetía la historia sobre cómo un malviviente que prefiero no recordar literalmente hurtó los manuscritos de Jorge Debravo burlando la buena fe de su desaparecido padre.
Algunos dicen que era un viejo cascarrabias. Yo no lo creo así. Lo que le pasaba es que no le gustaba escuchar o leer tonterías. Eso lo sacaba de quicio. Supongo que hasta el día de su muerte.
Pocas veces volví a ver a don Beto Cañas cuando hace 20 años decidí vivir a El Salvador. El sabía por qué. Ataqué, públicamente, a grandes amigos suyos. Nunca me lo reprochó. Él entendió por qué. Y en el fondo sabía que yo tenía la razón de hacer las denuncias contra sus amigos. Pero así era don Beto: el mejor de los amigos. El más leal de todos los amigos aunque eso significase callar.
Hace algunos años, recibí, en El Salvador, una llamada de Alfredo Martínez Moreno, un extraordinario abogado y excanciller muy respetado de este país. “A que no sabes a quien tengo a mi lado. Quiere verte. Veníte a desayunar al hotel donde está”, me dijo.
Era don Beto quien estaba en El Salvador. Quería saludarme. Estaba en buscando a sus familiares. Resulta que don Beto es descendiente del general José María Cañas, un militar nacido en el bello pueblo salvadoreño de Suchichoto en 1809. Fue el militar que jefeó las tropas costarricenses para vencer a los filibusteros en 1956. Don Beto era descendiente director del militar salvadoreño.
Alfredo Martínez es también familiar cercano de don Beto. El viejo estaba feliz. Había logrado encontrar a una mujer descendiente en línea directa del general José María Cañas. Ese día iba a viajar a Suchichoto (a unos 45 minutos de San Salvador), a saludar a otros familiares que había encontrado en su camino.
Ese día hablamos más de una hora. “Búsqueme cuando vaya a San José”, me dijo. “Lo haré, don Beto”, le dije. No cumplí la promesa. Esa es la verdad. Hoy me arrepiento de no buscar al amigo, al mentor, a uno de los mejores costarricenses que se podían conocer. Y por ese hombre corría también sangre salvadoreño. Se adelantó don Beto. Y jamás podré olvidar que también a mí me enseñó a caminar en la oscuridad. A él le debo más de lo que cualquiera pueda pensar.