El Salvador
sábado 11 de enero de 2025

Contra la negación

por Redacción


Durante todo el siglo XX, los indios salvadoreños fueron excluidos de los sectores de poder político (con algunas excepciones coyunturales) y económico, por lo que escasamente pudieron pelear por sus derechos en las tarimas más influyentes de la sociedad.

La reciente ratificación, en la Asamblea Legislativa, de la reforma al artículo 63 de la Constitución de la República representa un hito simbólico en la historia salvadoreña. Con ella, el sendero de la exclusión, la invisibilización y la negación de los pueblos indígenas encuentra un alto reflexivo y una esperanza de transformación.

¿Por qué es importante y cuál es el significado profundo de esta reforma?

El pasado salvadoreño ha dado cuenta de fechas lamentables y políticas públicas mezquinas que han dejado una significativa huella cultural. Muchas de ellas han permeado tan negativamente que difícilmente podremos volver a un estado positivo de las cosas. El tema indígena se ciñe también a esta lógica.

“Desde hace varias décadas, se entiende que ninguna ‘cuestión indígena’ ha tenido incidencia en la sociedad o la política de El Salvador”, señalan Erik Ching y Virginia Tilley en Indígenas, militares y la rebelión de 1932.

En efecto, esta temática y sus ramificaciones, como los derechos de los pueblos indígenas, su relevancia cultural y la necesidad de contribuir al desarrollo humano de sus descendientes directos han sido totalmente borradas de la palestra y del interés público.

Durante todo el siglo XX, los indios salvadoreños fueron excluidos de los sectores de poder político (con algunas excepciones coyunturales) y económico, por lo que escasamente pudieron pelear por sus derechos en las tarimas más influyentes de la sociedad.

El Estado salvadoreño nunca se ocupó del tema con interés real. Excluyó y negó la herencia originaria y prefirió el silencio ante la necesidad de reivindicación histórica para la comprensión cabal de la identidad nacional.

Las lenguas indígenas, por ejemplo, han sufrido abandono desde la política gubernamental; se les ha menospreciado, y hoy se cuentan muy pocas iniciativas que sustenten ánimos de defender la herencia lingüística que debería ser referente identitario. El tema aquí es tan complejo que incluso aquello que resulta alejado de la norma estándar del idioma español es relacionado con lo indígena, lo rural y, por tanto, visto con malos ojos.

Por otro lado, hay que tomar en cuenta que el etnocidio, por llamarlo como lo llaman algunos, de 1932 representó además un parteaguas cultural sin precedentes, cuyas dimensiones no han sido lo suficientemente divulgadas. Muchos trabajos académicos dan cuenta de la importancia internacional de este acontecimiento por la realidad de esos años, pero la sociedad salvadoreña lo desconoce, lo ignora, hace uso de la memoria selectiva para que no importe, para que sea borrado.

La educación oficial, evidentemente, es responsable de ello. Pero si tomamos en cuenta que esa educación oficial estuvo siempre en manos de quienes más interesados estaban en mantener el silencio, la consecuencia resulta lógica.

1932 es una fecha que representó la cima de la barbarie de quienes ejercieron el poder fundamentados en lo que ellos consideraban su derecho: ese que les indica que pueden estar sobre otros, sobre los indios, sobre los pobres, sobre los campesinos.

El poder económico y la derecha en general, titiriteros de los militares que ejercieron el poder durante décadas, se ocupó también de mantener ese status quo de la oscuridad sobre el tema indígena. Por esto, resulta altamente comprensible que Arena no haya votado a favor de esta reforma. De haberlo hecho, no habría sido consecuente con su raíz racista, clasista y excluyente.

Por otro lado, la izquierda, que durante mucho tiempo vendió la errónea idea de que la rebelión del 32 era de índole ideológica, no supo tampoco luchar con mayor fuerza por la reivindicación que tanto se necesitó. Este segundo período presidencial del FMLN puede abrirle campo a más cambios, pero cambios reales, tangibles, no solo en el papel.

La reforma del artículo 63 tiene tinte de atípica y positiva. Dicha reforma agrega un inciso fundamental, que señala: “El Salvador reconoce a los Pueblos Indígenas y adoptará políticas a fin de mantener y desarrollar su identidad étnica y cultural, cosmovisión, valores y espiritualidad”. Ese reconocimiento cambia la perspectiva, esa que ha defendido a ultranza esta sociedad que se cree orgullosa de ser ladina y que niega su herencia.

Incluso la Oficina Regional para América Central del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH) ha reconocido la relevancia de este paso para reivindicar unos derechos que hemos pisoteado durante siglos.

Pero no hay que acudir a la miopía. El salvadoreño se enorgullece de esa negación y va por la vida prejuiciando sin reservas.

¿O es que acaso no nos damos cuenta de que en cualquier dimensión social hay un rasgo identitario de racismo en el que despreciamos el color de la piel de la mayoría de la población? ¿Acaso no se considera de mayor estatus un color de piel en detrimento de otra en este país? ¿Se puede negar que llamamos “indio” a lo feo, lo torpe, lo inculto?

Hay un componente profundo en el que no nos miramos con sinceridad. Despreciamos lo que somos, despreciamos el pasado y nos importa un bledo que vaya en ello la riqueza cultural que poco a poco hemos ido perdiendo.

La reforma puede ayudar como un punto de partida, pero solo conseguirá objetivos si hay una transformación cultural, investigación histórica más honda que se divulgue para las mayorías y una sensación de compromiso político que reivindique y no solo juegue con el papel de la Constitución.

El poder político ha cambiado, pues ya no está en manos de unos pocos que siempre se sirvieron del Estado. Por tanto, es el momento para que las estructuras se muevan y generen un cambio de dirección que tanta falta hace en el tema indígena.