Salvador me lo dijo: esto huele a “viernes negro”. ¿Qué es un viernes negro?, le pregunté al colaborador de este diario, quien tiene espuela en ese tema de pandillas. Tanta espuela tiene que hasta trabajó en un penal donde algún día me dijo que ahí lo “asustaban” de noche. Su tesis era un poco peregrina: el mal, la energía negativa de quienes matan y mueren está tan concentrada en esa prisión que los malos espíritus andan sueltos. Huele a juicio final.
Salvador me lo explicó. No sé si tiene razón: “viernes negro” significaría, en el lenguaje de algunos pandilleros, salir a matar a mansalva, sin freno, sin piedad. Se trata de matar para que el resto de la sociedad tema, se hinque. Cuanto más monstruoso, más aplaudida es la herencia por ellos. No importa que lo que hagan suene a sacrilegio. No importa tampoco que se les vea como salvajes, como dueños y reyes de un reino de opereta. El asunto es matar y se acabó.
Yo no sé si el viernes 23 fue un «viernes negro» decretado por los mareros para que todos quedáramos como páramo desolado. Pero, creo que las informaciones que recibimos en la mañana asustaban a cualquiera. Ni siquiera Luis Canizalez podía estar quieto en la redacción.
Cuando apenas arrancaba la mañana llegó la primera matanza. Cinco personas que trabajan en tareas de pesca. Tres de ellos son hermanos. Allá, en Oriente, quedaron tirados los cuerpos acribillados por una pandilla que ha dispuesto aterrar a todos los que viven en el sur del país. No quieren que se tenga ahí una vida razonable. Y no sé si es mezquindad o algo más lejano de la simple ruindad pero poco se sabía este viernes de los motivos de esos asesinatos.
Sigo el orden exacto en que se produjo la orgía de sangre que los salvadoreños conocieron este viernes. Muy poco tiempo después llegó otro anuncio de los actos de aquellos que querían que nuestras vidas naufragaran este día.
Teresa Andrade me enseñó la primera fotografía: un autobús estacionado en la carretera que lleva al aeropuerto. Afuera estaba el cuerpo tendido y rígido de un hombre que viajaba dentro del bus que venía, hacia la capital, desde Usulután.
Después me contaron la canallada: dos o tres hombres interceptaron el autobús y asesinaron, sin ninguna piedad, a cinco personas. Entre ellas, una mujer. A todos los rociaron de balazos como la peor y más insólita glosa. Los mareros querían avasallarnos a todos. Ya lo han hecho antes, como cuando detuvieron un microbús y lo quemaron, con gasolina, con todos los pasajeros adentro. Ese macabro día fue una de las pocas veces cuando vi a El Salvador hincado. La gente ya no podía más.
He visto a este país pasar por una cruenta guerra, huracanes, dos furiosos terremotos en solo un mes y no sé cuántas tragedias más. Pero el día en que quemaron vivos a los pasajeros de un microbús, vi llorar a quienes jamás habían llorado. El país entero estaba de rodillas. Aquello parecía el principio del apocalipsis y todas las derrotas juntas.
Sospecho que los mareros querían hacer lo mismo: ponernos a todos a temblar. No sé si intentaron hacerlo (por la tarde paré de contar muertos), porque están furiosos con los nuevos anuncios del futuro gobierno y porque, simplemente, como aves de rapiña dijeron: «salgamos a cazar almas”.
El nuevo gobierno salvadoreño ha dicho que no hará nada fuera de la ley por beneficiar la tregua entre pandillas. Quizá eso les molestó a quienes quieren una recompensa adicional para participar en un extraño proceso de pacificación entre las maras. Pero, estoy de acuerdo con los futuros gobernantes y la mayoría de los salvadoreños: si para bajar los asesinatos territoriales entre las pandillas hay que entregarles favores, ilegalidades o hasta dinero, que se vayan mil veces al carajo.
Si la sociedad puede contribuir con la tregua entre pandillas con algo que no signifique renuncias básicas o violaciones a la ley, pues démosle apoyo a ese tipo de pactos. Ya lo he dicho muchas veces: pueblo que no habla se mata. Sociedad que no dialoga acaba matándose entre sí. En El Salvador no hay que poner ejemplos de esos silencios, o rupturas, que matan.
Creo que ha empezado el pulso: el mejor signo es lo que ha sucedido este «viernes negro» o no negro. Podrían existir razones para creer que todas estas muertes son deliberadas, desafiantes, retadoras. Y todas ellas son asesinatos que duelen. No hay razón, por ejemplo, para que maten a un expandillero con su hijo de solo tres años porque, simplemente, el papá se salió de la pandilla. No hay derecho. Mucho menos hay derecho a matar a la madre de un pandillero contrario. Nadie cuerdo se desgañita de entusiasmo si a otro le quiebran la quijada o le meten un balazo.
Lo que pasa en el país destila una verdad que molesta: regresamos a la barbarie, una pequeñísima parte de este pueblo (gracias a Dios) es salvaje y le gusta jugar a ser salvaje. No sé si la pobreza o la falta de oportunidades o hasta los designios de Dios los torció como seres humanos. Es una realidad con la que tenemos que caminar. Yo sigo creyendo, como el padre Toño, que las causas de la violencia son muchas y a todas se les debe atacar a la vez. Pero el espesor fonético de nuestras voces se están cansando y las tentaciones de algunos (tan bestiales como siempre), de tomarse la justicia por sus manos, son peligrosas, inhumanas.
Démosle tiempo a la paz. Démosle tiempo a los nuevos gobernantes. Cada vez que estos criminales intenten ponernos de rodillas, volvámonos a parar. Siempre el color del cielo es más bello que nuestras lágrimas.