La muerte y la más reciente historia de ese muchacho conmueve. Me perturba desde que supe de ese asesinato. No sé cómo se llamaba. Su nombre no importa.
Cuando varios analfabetas del espíritu le metieron más de cinco balazos en su cuerpo, apenas tenía quince años. Eso ocurrió el domingo. Los dieciséis años los iba a cumplir el 28 de mayo próximo. Por eso le había pedido a su abuela que le hiciera unas pupusas para comerlas con sus amigos y compañeros. Sabía que en su casa no había para más cuando se celebra un cumpleaños.
El domingo, ese joven salió de su casa localizada en una barriada pobre de Soyapango. No quería hacerlo. Usualmente no salía de su casa. Dicen sus amigos que tenía miedo. No temía porque hubiese hecho algo malo. Un mal presentimiento le apretaba el pecho. Muchas veces la muerte se huele. Sobre todo la propia.
El niño -porque era un niño- era bueno, sano. Vivía sin complicaciones. No tomaba licor. Mucho menos usaba drogas pero sabía que en las calles de su vecindario algo malo pasa desde hace mucho rato. La verdad es que muchas cosas que pasan ahí no provoca la envidia de la raza humana.
El domingo que el muchacho llegó a una tienda cercana a su casa, caminaba charlando con algunos amigos de su edad. Pero, cuando apenas se disponía a comprar una bolsa de papas fritas, un pick up irrumpió en el lugar restregando las llantas. En segundos se bajaron unos pandilleros del vehículo y comenzaron a dispararle al muchacho como si fueran los dueños de lo inesperado y lo violento.
Dicen que el joven gritó. Pidió ayuda y se retorcía del dolor. Después se desplomó en la calle. Varias balas le esquilmaron el pellejo. Fue entonces cuando uno de los delincuentes se bajó del vehículo. Lentamente se acercó al cuerpo del muchacho que sangraba y convulsionaba a sobresaltos. El malhechor le levantó la camisa teñida de sangre, le miró el estómago, volteó la cara y, simplemente, le dijo a sus otros compañeros: «nos equivocamos, batos».
Todos los que fueron testigos del asesinato escucharon aquello. Los nuevos guardias pretorianas no pidieron disculpas. Simplemente se largaron. El niño quedó postrado como un falso enemigo que alguien mandó a aniquilar. Uno de sus amigos lloró como adolescente asustado. El susto fue tal que hasta un dedo se metió en la boca como si estuviera en el vientre de su madre. Ni siquiera imaginaba que aquello era parte de una carnicería de purificación que un demente ordenó para proteger su pandilla. Lo peor es que esa muerte fue un error. Ninguna muerte se justifica, pero esa fue un error.
Los amigos del muchacho que moriría poco después, quedaron fríos. El poder que da las armas actuó a su antojo. Ahora ninguno de los amigos del muerto quieren salir de sus casas. Ellos también tienen miedo. Ya ni saben a qué temer. No quieren que la historia de su amigo les siga como una maldición.
Los pandilleros se comportaron como sicarios de sangre fría que caminan por el mundo sin amo, sin Dios y sin ley. Simplemente dijeron: «nos equivocamos». Nada más.
Pero no solo eso pasa aquí en un país donde si la sociedad rehúsa a responder a ese tipo desafíos, su existencia, no tendrá sentido.
Como si el asesinato de ese muchacho fuese poco, el fin de semana pasada escuché al jefe de medicatura forense, Dr. Fortín Magaña, que hay barriadas del país donde hasta a quienes van a recoger los cuerpos de los muertos, los criminales les cobran “renta” o peaje. Si quienes trabajan en la morgue judicial no pagan, los muertos se quedan en el suelo y nadie los retira de ahí.
El país está sitiado por un grupo de energúmenos. Nos hemos vuelto como los viejos bárbaros. Llevamos adentro la esquizofrenia del bien o el mal. A veces ya ni siquiera sabemos si la oscuridad es distinta a la luz.
Conozco a Ricardo Perdomo, el ministro de Seguridad. Es un hombre inteligente, bueno, trabajador. No es criminólogo. Es economista. Sé, y me consta, que ha hecho todo lo que está a su alcance para que esa sociedad se pacifique, se ordene, se respete. Pero cuando se conoce la forma cómo murió ese niño de 15 años, no queda más que reconocer que vivimos en una falsa pero feroz lucha interna. Y si no creamos válvulas de control social o redes de seguridad, aquí nadie puede descartar hasta un colapso general.
No soy pesimista. No me gustan los pesimistas. Pero a veces solemos echarle la culpa de esta esquizofrenia a todos menos a nosotros mismos. Y hay ocasiones en las que inventamos razones concretas pero estúpidas para justificar esta matanza mutua.
La violencia es una inmensa complejidad. Pero a veces esa complejidad se ataca con respuestas simples y absolutas. En asuntos de seguridad o creamos, urgentemente, los remedios, o seremos esclavizados por la violencia. En el fondo, ese es mi mayor temor. Mi problema es que no sé, siquiera, cómo debemos comenzar a recuperar una dignidad que quizá perdimos hace bastante tiempo.