En 1971, el biólogo, zoólogo y ecosocialista Barry Commoner sistematizó en un libro que él tituló “El círculo que se cierra”, lo que dio en llamar como las cuatro leyes de la ecología. En un artículo anterior de Ecomundo poético ya se habló sobre la primera ley, que se enuncia como “todo tiene relación con todo”. Hoy se reflexionará un poco sobre algunas implicaciones que tiene la segunda ley de la ecología, particularmente en los procesos de Evaluación de Impacto Ambiental (EIA).
Esta ley de la ecología sostiene que los ecosistemas tienen una capacidad limitada para depurar o absorber nuestros desperdicios y autodepurarse, es por eso que cualquier emisión (sólida, líquida o gaseosa) que se haga al medio ambiente siempre nos alcanzará, porque “todo va a dar a alguna parte”.
Dicha ley está relacionada con la ley de la conservación de Lavoisier y con la primera de la termodinámica: «la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma»; incluso se relaciona con el tercer postulado de Newton: “toda acción tiene una reacción”. A partir del presente enunciado, es posible entender por qué agroquímicos que son utilizados en sembradíos de Chiquimula, departamento de Guatemala, terminan en pescados o mariscos de la costa de los departamentos de San Vicente o de Usulután, en El Salvador; también ayuda a entender la razón de por qué la tala de un bosque desmejora la calidad del clima, no solo del lugar que ha sufrido el descuaje, sino también de zonas aledañas.
Como consecuencia de lo anterior, ningún proceso productivo, ni siquiera las actividades más simples, como pudieran ser las labores domésticas, puede afirmarse que tengan cero impacto ambiental o cero forma de contaminación. Ello contradice las leyes que se expresaran anteriormente (de hecho la naturaleza genera contaminación); la gran diferencia radica en que este tipo de contaminación sí puede ser asimilada o depurada por ella misma, siempre y cuando su capacidad depuradora no haya sido agotada, que es lo que sucede con la contaminación producida por el ser humano.
En los diferentes países centroamericanos se define a la EIA como un proceso mediante el cual se puede hacer un análisis comparativo, científico-técnico, biótico y abiótico, social, cultural, económico, legal, de costos ambientales e interdisciplinarios, de los efectos de una actividad, obra o proyecto, a partir de su interrelación con el entorno; es decir, a partir de su interacción con el medio ambiente.
La forma de hacer un EIA puede ser tan compleja o liviana, dependiendo del tipo de proyecto. El más completo es el que se desarrolla a través de un documento técnico al que comúnmente se llama Estudio de Impacto Ambiental (EIA).
El objetivo de una Evaluación de Impacto Ambiental (EIA) es servir de herramienta para la toma de decisiones tanto al dueño o titular del proyecto, como al Estado donde se pretende llevar a cabo el mismo.
Esta herramienta tiene una labor predictiva, ya que se parte del hecho que la actividad aún no ha sido iniciada, y la evaluación orientará para definir qué tan viable es un proyecto o actividad; qué tan compatible es con la calidad y condiciones de vida del entorno, sean estas de carácter biológico, físico-químico, social, cultural, económico o estético.
Así, el fin de un proceso de EIA no debe ser el de conseguir un permiso o resolución ambiental que dé factibilidad para iniciar una obra, sino más bien prever a “dónde van a caer o repercutir las modificaciones que se harán en el medio ambiente”, y qué hacer en caso de que exista una afectación.
En los últimos años, los cinco países centroamericanos se han visto en la necesidad de mejorar sus procesos de EIA, especialmente en lo que tiene que ver con el proceso de consulta pública, que es donde las comunidades que residen en el área de desarrollo o área de influencia del proyecto son comunicadas o informadas de todos los aspectos ambientales de la actividad (o al menos de los más significativos).
La práctica que ha imperado, particularmente en los Estudios de Impacto Ambiental, ha sido la de afirmar que las actividades, obras o proyectos a desarrollarse en un punto determinado, no impactarán negativamente al entorno, o que su impacto será nulo o cero. Cualquier afirmación hecha en este sentido contradice tanto la segunda ley de la ecología, como cualquiera de las otras leyes relacionadas, llámense: ley de la conservación de Lavoisier, primera ley de la termodinámica o la tercera ley de Newton.
Lo que sí puede afirmarse y lograrse, es que los impactos o afectaciones del entorno sean controlados, de tal forma que sean minimizados, compensados o contingenciados. Obviamente esto dependerá de qué tan exhaustivo haya sido el proceso de EIA y el documento técnico que ampare la Evaluación. Es menester recalcar que todo esto tiene un costo que en algunas ocasiones puede ser muy elevado, de tal forma que hace totalmente inviable el proyecto.
Por lo tanto, la próxima vez que el lector lea u oiga sobre actividades, obras o proyectos, que se llaman a sí mismas, “completamente amigables con el ambiente”, lo primero que hay que preguntarse es si su compatibilidad o viabilidad ambiental radica en la afirmación de que es un proceso que no contamina en nada, o ¿por qué es un proceso que tiene controlados sus aspectos-impactos ambientales?
En la medida que estos aspectos-impactos sean definidos claramente, controlados y monitoreados a lo largo del desarrollo de la actividad, obra o proyecto, a partir de las características propias del medio, incluso hasta su etapa de cierre, puede llegar a afirmarse que existe viabilidad ambiental; cualquier otra afirmación deberá ser puesta en tela de juicio.
No olvide: “todo va a dar a algún lado”.