A la “reina de la basura” la mataron en la esquina donde pasaba las noches. Le dieron un machetazo en la cara. La mujer −quien no le hacía daño a nadie− apareció muerta en una acera. Alguien descubrió el cuerpo de esa mujer, de 51 años, cuando apenas amanecía. Estaba en medio de un charco de sangre. “Aquí ni a las locas se les perdona la vida”, dijo un hombre que ayudó a juntar el cadáver.
La pobre mujer estaba demente. Dicen que un día de tantos perdió la razón. Nadie sabe por qué. Su mente se desdobló, ya no entendió razones, comenzó a hablar con gente imaginaria y se largó de su casa.
Muy pronto, ante el dolor de sus hijos, comenzó a tener como guarida las calles que rodean el Gimnasio Nacional. Cuando se le hablaba seguía extraviada. Su lenguaje era torpe, elemental, rudimentario. Apenas balbuceada unas cuantas palabras. De su boca no salían más de quinientos vocablos.
La “reina de la basura” (así la llamaban quienes la conocieron porque pasaba horas hurgando en los basureros), siempre caminaba de un lado a otro. Pero, no se alejaba mucho de su barriada, donde en otros tiempos vivieron algunas de las familias más ricas de su país.
Aunque no soy criminólogo ni investigador de homicidios, es probable que un hombre alcoholizado le metió el machetazo en su cara. Por donde ella reinaba deambulan muchos alcohólicos y drogadictos durante la noche. Las mentes de estos también están desquiciadas. Es probable que si alguien mató a la “reina”, no sabe ni por qué lo hizo. La asesinó y se acabó. La última vez que vieron a la “reina” estaba sentada al lado de un alcohólico que tenía un machete en su mano. El es ahora el principal sospechoso aunque su mente, diría, no es imputable.
La violencia tiene a los salvadoreños contra la pared. Matar ya no es, desde hace rato, una palabra ácida, rara. Nacho Castillo, el periodista de televisión, me decía, hace pocos días, que cuando llegan sus familiares desde Chile, les esconde los periódicos. No quiere que se asusten o se hinquen en el jardín de sus casas a rezar por sus vidas.
Plaga de verdugos
Un territorio de apenas poco más de 20 mil kilómetros se está llenando de verdugos. Es duro escribirlo y aceptarlo pero es la verdad. Para muchos la situación de la violencia es intolerable. Matan a las locas. Asesinan a un hombre, y a su hijo, mientras ordeñaban una vaca.
Algunos policías ya no quieren salir a las calles. A ellos también los están matando. A los militares les quitan la vida sin que al asesino le tiemble la mano.
Los féretros, los ataúdes de madera, se están convirtiendo en las nuevas cunas de los salvadoreños. Las edades de la mayoría de los asesinados son bajas. Los jóvenes mareros se están matando entre sí. Un día lo hacen por controlar territorios donde venden drogas. Al día siguiente asesinan a otra persona porque, simplemente, se perdió y caminó por un barrio donde no vive pero que está bajo el poder de alguna pandilla. Se le tomó como enemigo y como miembro de una mara contraria aunque la verdad es que, simplemente, se extravió como le hubiese ocurrido a cualquier mortal.
Muchos de los mareros ya no saben ni por qué matan. Hace unos pocos de años, cuando conocí al padre “Toño” (Antonio Rodríguez Tercero), un viejo estudioso de los problemas de las maras, me contó cómo en un barrio de San Salvador encontró niños de diez años maniobrando fusiles Ak-47.
Parte de la tragedia es que todos los fiscales y policías juntos no aclaran, siquiera, el cuatro por ciento de todos los crímenes. Los mareros no tienen ninguna razón para temerle a la ley del hombre. Simplemente el “no matarás” les resbala por sus cuerpos como si fuesen sartenes de buen teflón.
Violencia payasa
La violencia salvadoreña es payasa, discriminatoria, pelafustanes, hija de bandoleros que ni siquiera saben rezar la oración del juez justo. Pero, la violencia no sólo está dejando a este país sin muchos de sus hijos más jóvenes, sino que también hay que convencerse que los muertos los están poniendo los pobres. Son los barrios más pobres donde los jóvenes caminan con la vida alquilada. Esos son los territorios que controlan las pandillas juveniles que, ahora, son tres veces más grandes y poderosas que la policía entera.
A veces parece El Salvador he encontrado el mejor camino para acabar con la pobreza: los jóvenes desheredados se están matando entre sí, como si siguiesen una moral de esclavos, como lo habría definido Nietzsche.
Lo más triste de todo es que se ha probado de todo para luchar contra la violencia y nada da resultado. Por muchos años escuché los gritos de “mano dura” y mano “súper dura”, y nadie puede mostrar resultados al menos aceptables en esa lucha contra la delincuencia. Un año se saca el garrote. Eso tiñe al país de sangre y, al año siguiente, se apuesta a la prevención. Tratando de ayudar a los jóvenes estudiantes de secundaria mediante programas preventivos se dan cuenta que las maras han asesinado a más de 200 colegiales y entonces, al año siguiente, se vuelve a la “mano dura”. Se da vueltas como rueda de caballito y entonces todo empieza de nuevo.
En asuntos de violencia en El Salvador, la última verdad ha sido siempre la penúltima falsedad, como escribía Koestler.
Los mareros parece que ganan de todas, todas. Han hincado a varios ex ministros de seguridad que llegaron a ese cargo como virtuales candidatos presidenciales. Los ex ministros llegaron a esos cargos con pocas manchas y se largaron ennegrecidos y tiznados. Sus aspiraciones presidenciables quedaron en harapos, mientras las maras engordaban su poder. Quizá por eso Oscar Ortiz salió corriendo cuando le dijeron que podía ser ministro de seguridad.
Una tregua mal construida y peor llevada entre sólo tres personas, bajó, por algún tiempo, los homicidios entre maras. Entonces el país aplaudió.
Pero, pronto la tregua se partió en pedazos. La tregua la mató el exceso de pasarela y cámaras de televisión (los líderes de las maras se creyeron mejores actores que Yul Brinner), la oscuridad como se manejaron las cosas y las concesiones ilegales a los líderes pandilleros.
Pero, la tregua siempre representó principios buenos: pueblo que no habla entre sí o no se entiende, acaba matándose. De eso estoy convencido. La historia salvadoreña es la mejor prueba de eso.
Es por eso que a los miembros de una comisión pacificadora y de lucha contra la violencia no les molesta hablar con dirigentes pandilleros. Si se habla, algo bueno podrá extraerse de un diálogo con las pandillas siempre que los compromisos que se adquieran sean legales.
Pero, creo que no basta con sembrar una comisión de religiosos para que nos arreglen esta aberración espantosa en la que vivimos.
Si bien Hitler organizó la primera matanza absolutamente gratuita de la historia humana, los salvadoreños ahora hacemos méritos para abombar la historia de las matanzas porque a alguien se le ocurrió extinguir las creencias del grupo rival.
Pero, yo no veo arreglo para el problema de la violencia si en todo este esfuerzo para limitar a un ejército informal compuesto por 60 mil mareros, no se meten de cabeza los políticos.
Aunque los religiosos que forman parte de dos comisiones contra la violencia puedan estar más cerca de Dios que muchos otros, necesitamos a los políticos de todos los partidos para que muevan las instituciones y construyan los climas legales y sociales.
Si los pobres se están matando entre sí, hay que entrarle también a los detalles del mal: con hambre, sin empleo, sin eliminar la pobreza, no hay, tampoco, soluciones posibles al problema de la violencia.
Y, si lo viejo no sirvió, sólo quedan dos caminos: 1) encontrar soluciones nuevas para los antiguos problemas; 2) mejorar lo poco que dio resultados en esa batalla contra el crimen para elevar la eficiencia de las acciones.
Si no entendemos esto, comencemos a construir tours para que, como en las viejas civilizaciones, se venere el pasado salvadoreño. El futuro ya no lo será. Incertidumbre y muerte será su nombre.