El Salvador
sábado 21 de diciembre de 2024

Monseñor Romero y un viejo hospital para locos

por Lafitte Fernández

Hace algunos años, un personaje influyente de El Salvador se me acercó y me preguntó si yo podía hacer una investigación, en Costa Rica, sobre lo que supuestamente era un pequeño tramo de la vida de monseñor Óscar Arnulfo Romero.

La solicitud me sobresaltó. Lo único que podía atar a Romero con Costa Rica, pensé en ese momento, serían algunas permanencias temporales del prelado en alguna conferencia, o en algún estudio profundizador de la fe en uno de los seminarios donde se guarece la fe de piadosos sacerdotes.

Porque sabía de quién venía la pregunta, la escuché con un silencio respetuoso. Al principio creí que me hablaba en broma. Después supe que no. Que no era un chiste, que me hablaba en serio.

– ¿Qué quiere que investigue sobre monseñor Romero en Costa Rica?– interrogué.

La respuesta no demoró: “es que ese viejo loco estuvo en un hospital para sobados en su país”.

– ¿Cómo?– pregunté. – ¿Estuvo internado en el hospital psiquiátrico?– pregunté de nuevo.

–No sé cómo se llama el hospital, pero tengo información que ahí estuvo en tratamiento.

Al principio se me resbaló una risa entrecortada entre los dientes, al escuchar aquello. El hombre se molestó. Me reprendió. Dijo que hablaba en serio.

Entonces cambié mi rostro. Presté atención. Confieso ahora que mi mente volaba por otro lado. No podía creer lo que escuchaba. Mucho menos que quienes adversaban a Romero llegasen a tanto.

Aquellos eran tiempos en que en la Asamblea Legislativa se discutía una decisión sobre el prelado. No recuerdo cuál era la propuesta, pero existía una suerte de debate público sobre  su obra y pensamiento. Algunos diputados estaban empeñados en no darle una pulgada de memoria restauradora a su figura.

Era otra época. El debate sobre Romero era más duro, siniestro, más deshumanizado. Mucho más duro. Existía gente que quería mayores espacios en los periódicos para combatir su herencia.

Lo que querían era que yo tomara un avión y fuera a buscar, en los archivos del Hospital Psiquiátrico de Costa Rica, si él fue o no paciente ahí.

De alguna manera, querían llamarle “viejo loco”. La jugada estaba planeada. Alguien les había hablado o, más bien, se había inventado un tramo de su vida. Por nada del mundo quería prestarme a una jugada de esa. Jamás tomé ese avión. Jamás investigué a monseñor Romero en Costa Rica.

Él no es un personaje extraño para mí. Lo conocí hace mucho tiempo y hablé con él varias veces. Tenía un poco más de 20 años cuando conversamos por primera vez. Era periodista del diario La Nación de Costa Rica  y venía con mucha frecuencia a escribir sobre lo que pasaba en El Salvador, aún antes de que los sandinistas derrocaran a Anastasio Somoza.

Lo he escrito: yo pasaba largas temporadas en El Salvador, cubriendo los desmanes y excesos de la guerra, porque en Costa Rica muchos de los que manejaban los nervios del poder estaban inquietos.

Pensaban que si había caído Nicaragua, y luego caía El Salvador en manos de izquierdistas radicales, tarde o temprano se haría añicos toda Centroamérica.

Se incluía Costa Rica, aunque ahí apenas se había descubierto un amago de una pequeñísima guerrilla que las autoridades desarticularon con muertes violentas e ilegales. En Costa Rica se quería saber todos los sonidos de los reflujos estomacales de estos países. Y alguien en el diario en el que laboraba creía que yo sabía “dibujar” bien lo que sucedía aquí.

Lo que hacía, cada vez que venía a El Salvador, era llamar telefónicamente desde Costa Rica y pedirle encuentros o entrevistas a personajes salvadoreños como Óscar Arnulfo Romero, Ignacio Ellacuría, algún representante de la embajada de los Estados Unidos, líderes militares, representantes empresariales y muchísima gente más. Entre ellos, los mismos embajadores costarricenses. La suma de muchas opiniones diversas entre sí siempre produce un marco de análisis periodístico más neutral, sobre todo si no se adoptan prejuicios o posturas adelantadas.

Por esas mismas razones entrevisté varias veces a Roberto d’ Abuisson, o le tiré la puerta al exministro de Defensa, Guillermo García, porque nunca escuché de una boca tantos insultos contra los costarricenses como los que profirió él. Lo más bondadoso que oí de él es que éramos parte de un “nido de ratas comunistas”. El resto de lo que me dijo no cabe aquí.

Por todo eso es que un buen día conocí a monseñor Óscar Arnulfo Romero, en una casa cural de una iglesia de San Salvador. Después, cada vez que venía intentaba entrevistarlo. Era parte importantísima de un país que quería hablar y debía ser escuchado.

Con él tuve largas conversaciones. Están publicadas en Costa Rica, y puedo asegurar que ese hombre siempre estuvo genuinamente preocupado por los pobres de El Salvador. Era especial y no le tenía miedo a la muerte. “Ya no preguntes sobre eso”, me dijo un día que le recordé si seguían llegándole amenazas de muerte. “Dios me cuida, no te preocupes por eso”, me dijo.

En algún rincón de la casa de mi madre todavía existe una medalla que él me regaló. La bendijo con su mano y un poco de agua bendita. Mi madre, una mujer que siempre estuvo incorporada a la Pastoral Social en una iglesia rural de Costa Rica, se quedó sin aliento cuando le dije quien le enviaba ese medallón. Era uno de los hombres que ella más apreciaba. Hasta lo había escuchado en una conferencia en San José.

Por esas cosas de la vida, al día siguiente que asesinaron a monseñor Romero en una iglesia de la capital me enviaron de nuevo a San Salvador. “Corre para allá, que creo que algo va a pasar con esa muerte”, me dijo Guido Fernández, el director de La Nación en esa época.

Entonces tuve la oportunidad de mirar a un pueblo entero llorar su muerte. Todos estaban casi de rodillas y no podían creer lo que había sucedido.

Ese viaje me permitió estar en la catedral el día que, primero, estalló una estruendosa bomba, sonaron  muchos disparos, saltaron  nuevas  explosiones, se cerraron las puertas de la iglesia, y entre una gigantesca masa humana que gritaba, corría y pedía misericordia a Dios, acabé contando muertos como nunca antes lo había hecho en mi vida.

Todavía recuerdo cómo lloraba un periodista de La Nación de Buenos Aires al ver una torre de muertos en las afueras de la catedral y media tonelada de zapatos.” ¿Cómo se puede tan bestia, tan inhumano y no respetar siquiera un funeral?”, me decía ese gordo bueno, y mejor escritor, mientras le temblaban las manos y sus piernas. Un funeral se transformó en un infierno que tosió balas, bombas y muertes.

Lo que no me gusta

Escribo de monseñor Romero porque la semana pasada leí en un diario local a una mujer que protestaba porque se le pusiera su nombre al aeropuerto internacional.

También se quejaba esa mujer de que, en una sala de la Casa Presidencial, se quitara una pintura  de José Matías Delgado  (prócer de la independencia), y se colocara, en la pared, otra  de Romero.

Los comentarios me sonaron a posición casi “talmúdica”  o totémica de un sector de salvadoreños que sigue tan intolerante como antes. Son los mismos que querían que yo le probara al país si Monseñor Romero murió cerca de la demencia.  Son los mismos, pienso ahora, que únicamente quieren seguir parándose de un solo lado de la historia.

Si la democracia de este país quiere crecer,  muchos salvadoreños deben abandonar el cretinismo moral. Eso es lo mejor que pueden hacer. Usted no puede estar de acuerdo con el registro de algunos hechos históricos pero debe respetar, hasta el último centímetro, cómo piense quien tiene al frente. Ese respeto es, precisamente, lo que alimenta las democracias modernas.

Yo estoy de acuerdo en que, como le escribió José Saramago a Fidel Castro, “disentir es un acto irrenunciable de conciencia”. Debo, igualmente, aceptar que una persona utilice un medio de comunicación para decirle a un país que monseñor Romero no tiene créditos históricos o morales para que coloquen una pintura suya en Casa Presidencial. Esa persona tiene derecho a decirlo o a escribirlo.

No puedo callarme ante esa postura. Les guste o no les guste, monseñor Romero es el más universal de todos los salvadoreños. Podría ser, por reconocimiento internacional y de toda la jerarquía eclesiástica, el primer beato o santo salvadoreño.

A mí no tienen que contarme qué hizo o qué no hizo Romero. Fui testigo, aunque lejano, de sus luchas. Escuché su voz. Entendí sus batallas sociales. Traté de ser justo a la hora de explicarle su figura a los costarricenses aunque hasta allá llegaron algunas protestas en el sentido de que yo quería darle mucho crédito a un “cura comunista”.

Hay que  bajar la esquizofrenia  y alentar la buena memoria. No hay una sola razón para justificar su muerte. Pero sí hay millones de razones para pensar que en El Salvador hay muchos pobres que tienen todo el derecho a creer en un mundo profundamente bárbaro, que ese hombre no se amó a sí mismo: amó a un país entero.

Nunca usó medallas ni galones pero fue el mejor soldado de un pueblo. De eso estoy seguro desde que fingí que hurgaría en los archivos de un hospital de locos.