El Salvador
domingo 22 de diciembre de 2024

El niño que le sacó las lágrimas a Dios

por Lafitte Fernández

Quiero atar o enhebrar palabras para entender lo que le sucedió a ese niño pero lo único que logro recordar es aquello de César Vallejo: “intento escribir pero me sale espuma…”

Lo acontecido me causa dolor y rabia. Tal vez eso sea lo único que destila mi memoria, cada vez más delgada y torpe por la edad: dolor porque ningún niño merece morir así. Rabia porque ese asesinato fue cínico, cargado de mal.

Cuando se conocen los detalles sobre la forma cómo murió ese niño, es fácil reconocer que algunos creen que Dios debe morir, y que lo mejor es sustituirlo por el siquiatra.

A ese niño nunca lo conocí. No sé su nombre. Nunca hablé con él. Si lo hubiera hecho, no estaría escribiendo sobre él.

Lo estaría llorando en cada pedazo de mi alma. Ahora estoy seguro que siempre estuvo sobre el trozo de El Salvador que nadie quiere ser, porque en él se unen todos los detalles del mal.

Miré su fotografía en la televisión: solo tenía tres años. Ojos negros, redondos y saltones. Su cabello estaba hecho por delgadas estacas que crecían hacia el cielo sin que alguna gomina lo pudiera redituar.

Hace pocos días, su padrastro, no su padre biológico, llegó a casa ebrio, muy ebrio, producto de un parrandón. El niño sabía que su padrastro no lo quería. Se lo había dicho mil veces en la cara. Todos los vecinos oyeron a su padrastro decírselo.

El padrastro quería regalarlo a quien fuese y a quien se lo llevara. De todas maneras, decía, no es hijo mío. Eso también era parte de los espectros de la pesadilla que vivía el niño desde que su madre conoció a su padrastro. Y sospecho que cuando se tienen dos años y escuchas del mismo hombre que se acuesta con tu madre que te tienes que ir “a la m…”, aquello se convierte en un desfile interminable de amargura personal, por más pequeño que sea.

Cuando se vive en el sótano de la vida, entre cuatro o cinco láminas de zinc, con poco que comer y esperando la noche para que te tiren encima un kilo de manta que nadie ha lavado jamás, no se tiene tiempo para saber si aquello que te dice tu padrastro es cierto o no. Simplemente se da.

El padrastro llegó a vivir con la madre de ese niño hace cerca de un año. Pero, en ese escaso tiempo, la relación con el niño se agusanó.

El hombre nada más llegaba a dormir con su madre. Y cuando eso pasaba lo acostaban a él sobre un cartón que se mojaba cada vez que llovía. Los únicos que lo llamaban por su nombre eran sus amiguitos como una forma de evitar que desapareciera del todo. Para el padrastro solo era un hijo de tal…

A puñetazo limpio

No era la primera vez que su padrastro llegaba tomado a la “champa” donde vivían. Muchas veces lo había hecho así. Y cada vez que ese hombre discutía con su mujer, y le reclamaba sobre una hoguera de vanidades, infidelidades no probadas, golpeaba a esa mujer a puño cerrado. El  pobre niño miró varias veces a su padrastro darle palizas a su madre. Esa fue la mejor escuela que tuvo: la de los puñetazos. La de los “machos”.

Por eso es que, posiblemente, en su diminuta mente, golpear a una mujer era casi un deporte.

Cuando eso pasaba, la pobre mujer no salía de su casa para no mostrar sus ojos hinchados y amoratados. Por eso es que dicen que la mujer nunca sabía hacia donde iban las cosas ni su propia vida.

Pese a que las crisis eran cada vez más recurrentes, la madre nunca denunció las agresiones de su compañero durante el año que pasaron juntos.

Algunas vecinas se lo recomendaron: le dijeron que fuera a denunciar a ese hombre ante las autoridades Nunca lo  hizo. Otras le dijeron que buscara ayuda en alguna Ciudad Mujer. Tampoco  hizo caso. No pensó en lo que podía pasarle a ella o a su propio hijo.

Quizá la mujer pensó siempre que no quería ir por el mundo mendigando un poco de ayuda para el dolor que padecía. De todas maneras, le habían dicho que sólo en la pobreza crece el horror.

Pero, hace pocos días pasó algo que le sacó las lágrimas a Dios.

El padrastro llegó de nuevo borracho. Le reclamó a la mujer hechos que sólo estaban en su imaginación. Luego la golpeó en su ojo izquierdo. El manotazo fue tan fuerte que se lo cerró de una sola vez.  Después tomó un cuchillo: se lo clavó en el cuello. También en una mano. A como pudo, la mujer se defendió.

Era de noche. El niño dormía. Enseguecido por no sé qué cosas, el hombre corrió donde dormía el niño y lo apuñaló ante los gritos de dolor y piedad de la madre. El cuchillo lo clavó con furia contra el mismo pequeño de ojos chispeantes a quien siempre le dijo que lo quería regalar.

El pobre niño ni siquiera tuvo una muerte digna. No sé de que tamaño es el odio, pero lo único que ese niño tuvo en su vida fue una buena dosis de inquina gratis. Aunque algunos intentaron salvarlo, vivió solo hasta que su padrastro quiso. El padrastro lo desolló vivo. Todavía huele a sangre sobre el cartón.

Después escuché al padrastro en la televisión:” no me acuerdo de nada. Estaba muy borracho”, decía el engendro de lo que nadie debería ser, como si la falta de memoria aleja a cualquiera de una cárcel.

Cuando se conoce un caso como este se cree que el país entero está con metástasis y que sólo vivimos entre puntos suspensivos.

Pero, después creo que debemos sacar el coraje de donde sea para aprender a caminar en contra vía. Esa es la mejor manera de recordar la memoria de ese niño de ojos saltones que nadie, ni siquiera su madre, lo enseñó un mundo donde no existe el mal.

Vivamos como vivamos, el abismo todavía nos asusta. A veces creemos que ante muertes como la de ese niño es mejor apagar la luz e irnos. Yo no creo que ese niño debe ser el último francotirador con buena prensa que nos sacude la memoria y la voluntad. Si a ese niño le abrieron el pecho a cuchillazos mientras dormía, todavía están de pie los que deben reescribir la historia de este país.