Florecen a finales de noviembre, luego siguen en diciembre, enero y algunos hasta febrero. Resisten el maltrato climático, humano y animal. Son capaces de crecer en casi todas partes: en laderas, pedregales, áreas pavimentadas o encementadas.
En las ciudades se han adaptado a la suciedad ambiental, al excremento de animales y algunos humanos; también a los golpes de vehículos y a espacios reducidos; dan flores desde muy pequeños y juveniles tamaños.
Los ya viejos son capaces de regenerarse y seguir floreciendo con ramas nuevas en medio de las muertas. Son en extremo bellos. Les llamamos los árboles de San Andrés.
En nuestra época de prisas, entretenimientos computacionales y/o celulares. Una era en la que un sector de la sociedad, de clase media baja a las más alta, vive virtual y artificiosamente en las pésimamente denominadas redes sociales -con poca participación de adultos mayores y millones de personas que no las necesitan para continuar viviendo- observar los árboles de San Andrés en la colonia en la que habito, ayer conté 19 en tres cuadras mientras paseaba a mi perro, me recordó que la naturaleza todavía sigue existiendo, gratuita y cargada de significados.
La combinación plástica maravillosa del fondo verde de las hojas y el amarillo intenso de las flores, es verdaderamente disfrutable e irrepetible en el área urbana y en la rural. Ningún pintor sería capaz de crear algo tan extraordinario solo podría copiarlo, y si es bueno provocar un goce estético similar al natural, pero nunca igual.
Si le agregamos la alfombra que provoca la caída de las flores durante la noche que se aprecia en horas tempranas de la mañana, el goce se multiplica.
Cuando era niño me gustaba aplastar los botones en el piso porque truenan, también cortar algunos de estos botones de los árboles para reventarlos en la cabeza de amigos, hermanos y primos. Después de varias décadas sigo haciéndolo.
Ayer, un señor mayor me vio desde la ventana de un bus de la 101-D saltando sobre los botones de flores en el piso y me gritó “¡bieeeeen!” Sonreí y le dije adiós con la mano. Los dos compartimos ese placer, de seguro él hace todavía lo mismo. La distancia entre el hoy de la vida y los recuerdos es en extremo corta.
En la carretera y desde lo alto, ver el amarillo y el verde en fila o en conjunto es estupendo. Ya sabemos qué tipo de árboles son y cuando brotan las enredaderas de las campanillas moradas y azules, el espectáculo vuelve a multiplicarse, al igual que cuando florecen los árboles nacionales, es decir, los maquilishuats.
Mucho de lo escrito que esta vez quise que recordáramos, lo compartimos con regiones de toda América. Son regalos de Dios que casi nunca agradecemos, sobre todo si la delincuencia, el consumismo, la violencia y todo lo cotidiano estresante, nos desgasta la vida.
Iniciamos el año 2014. Esta es una buena manera de vivirlo…