El lenguaje es mucho más que palabras y signos que utilizamos cotidianamente para comunicarnos; constituye la posibilidad de comprendernos en esencia como parte del mundo y, con ello, parte de la comunidad humana. Llegamos a las cosas a través del lenguaje. Nos representamos el mundo con palabras; con ellas decimos qué son las cosas y quiénes somos nosotros.
Esta mirada nos constituye como individuos y como grupo, como cultura. Advenimos al mundo como seres hablantes; el lenguaje nos precede como estructura y como hecho social, y accedemos a una determinada lengua, en una época determinada y en una región determinada.
Aristóteles definía a la política como la práctica de la virtud perfecta, inseparable de la lógica y la retórica. Y dado que la política rige los asuntos públicos -lo que a todos concierne-, el lenguaje debe ser una herramienta manejada por los políticos de modo cuidadoso y escrupuloso. Esto parece más imprescindible en coyunturas políticas como la actual.
El lenguaje de un gobernante nos revela quién es y cómo piensa; nos sitúa en el “desde dónde” percibe y construye sus ideas y de lo que debe ser la sociedad; de ahí la importancia de una actitud ponderada y reflexiva, considerando que vivimos en un entorno en el que la vorágine comunicativa tiende a paralizar los sentidos y a nublar la razón.
Octavio Paz señalaba que la distorsión de la política comienza con la vulgarización de la palabra y, al “liberar a la palabra de reglas o propósitos utilitarios para devolverle su esencia mágica”, se debe estar doblemente atento a “lo que se dice” y, sobre todo, a “cómo se dice.
En nuestro sistema presidencial, al ser depositario de la representación popular, el Presidente de la República está obligado siempre a la palabra mesurada y firme, como producto de una detallada reflexión en torno a los grandes problemas nacionales y sus posibles soluciones. Son los propios intereses políticos los que elevan a la función presidencial a ser reguladora del debate público y lo que eleva su categoría funcional en la sociedad democrática.
Por ello, el lenguaje del Presidente debe transmitir la visión de un proyecto capaz de cohesionar. Con soltura, corrección, precisión, respeto y profusión léxica; sin ser torpe, descuidado, ambiguo, despectivo o menesteroso, o incluso insultante. De llegar a esto, se corre el riesgo de obstaculizar el diálogo, el entendimiento y el pacto, pilares de una sana convivencia.
Desde esta perspectiva uno de los mayores retos se encuentra en articular un lenguaje capaz de dar orden y sentido a la política nacional; un lenguaje capaz de construir consensos, virtudes y exorcizar la intolerancia.
Conviene evitar reproches e insultos, medir las palabras. Es obligación de todos los actores políticos exponer sus hojas de ruta de modo diáfano. Cabe manifestarse con convicción, pero sin perder el respeto al rival. Hay que mostrar mesura al opinar, al valorar, al juzgar, al disentir…
Sólo siendo capaces de generar un clima de inclusión y diálogo franco, se podrá promover la paz y lograr la reconciliación nacional, atemperar la desigualdad; pero sobre todo, generar una vez más la esperanza de que podemos vivir en un país con tolerancia y dignidad.
Se dice que el lenguaje es el vestido del pensamiento; en él se expresa el sentido que para el gobernante tiene la majestad del poder. Si un mandatario no tiene la más elemental noción de eso, su comportamiento será execrable, indigno, tachable, y su lenguaje lo pondrá en evidencia. Es en función del lenguaje utilizado, como cada actor político se aproximará más al papel de ser héroe o villano.