El Salvador
jueves 28 de noviembre de 2024
Voces

Un Chojo de diez huellas

por Redacción

No dejaba de mirarme. Mientras tanto, pasaba el pincel sobre el cartón y, trazo a trazo, le daba forma a una silla. El hombre delgado e inclinado no dejaba de sostener el cigarrillo ni de mirarme sin dejar de acariciarse el codo. El resto de compañeros en el salón comenzaron a verlo con extrañeza. Usualmente el maestro de pintura se refugiaba en una esquina, y desde ahí, con limitadas risas, explicaba o comentaba algo.

Maestro, le dijo Godofredo Carranza. El Chojo (Jorge Alberto García) interrumpió su mirada y lo observó a la espera de alguna frase. Es el hijo de Mauricio Vallejo, le dijo Godo. Los ojos le crecieron en el rostro. Ya decía uno, si se hacía conocido, dijo el pintor. Sí, casi no se le notaba.

Se quedaba viendo raro. Y comenzó. Con tu papá hicimos La Pancarta. Aquel y Rigoberto Góngora escogían el material y yo lo ilustraba. Sabes, yo también colaboré en varias cosas con él, me dijo y guiñó el ojo. Desde esa tarde de confesiones no me perdí una sesión del taller de pintura, ahí los acrílicos se combinaban con agua para que duraran.

No había un solo pincel nuevo en la colección, siempre pintamos sobre cartón. Yo llegué cuando ya había comenzado y se dedicaba la tarde a copiar bodegones, figuras geométricas, por lo general, frutas hasta llegar a los jarrones y composiciones. Teníamos los colores básicos y algunos mezclados, como el café chocolate y el azul “ojos de gringo”. Y aunque no eran las mejores marcas, eran suficientes para sentirnos Dalí o Picasso. Sin darnos cuenta comenzamos realizar composiciones que no estaban contempladas en el bodegón.

El salón en el que pintábamos era la pinacoteca Roque Dalton, justo en la tercera planta de la exbiblioteca de la Universidad de El Salvador. Al pintar, a veces me quedaba observando esa hermosa colección entre la que resaltaban cuadros que Valero Lecha hizo a varios escritores. Y me preguntaba ¿por qué no siguieron esa tradición otros pintores? Luego volvía a mi trabajo.

Los primeros 25  años son los difíciles, decía. El Chojo se reía en silencio, como queriendo que la sonrisa lo dijera todo. Un día nos tenía la noticia de que debíamos emigrar. Le habían cambiado el lugar para dar el taller.

Así que ya no seguimos en la pinacoteca, pasamos a la primera planta, a un salón oscuro en el que estaban amontonados muchos libros, seguro eran los que habían conformado en algún momento la gran biblioteca, y que con las intervenciones y terremotos se habían apilado como si fueran muchísimas cañas viejas.

Y ahí estaba siempre el Chojo, clasificando libros por tema, por autor. Con el mismo celo con el que cuidaba algunos cuadros de Camilo Minero. Mirá Vallejo, ¿no te gustaría que hiciéramos una revista?, me propuso. No tuvo que rogarme, ese mismo día comenzamos a hablar de lo que se podría hacer. Él, con la ayuda de los talleristas ilustraría, y yo me encargaría de seleccionar el material.

Me reuní una tarde con mis amigos y entre comentarios y risas llegamos al acuerdo de bautizar la publicación como Huella. Porque eso era lo que buscábamos en la vida. Y sin pretenderlo fuimos rescatando el viejo concepto de La Pancarta que editaba mi papá. De eso me di cuenta hace poco cuando José Roberto Cea me llevó el primer ejemplar que sacó mi papá y Góngora.

El Chojo nunca me dijo nada, sólo lo veía sonreír. Godo afirmaba que la revista le había dado vida al maestro de pintura. Seleccionábamos los escritos, luego Ena Morales los pasaba en limpio, y el buen Chojo los diagramaba e ilustraba. Era una joya artesanal. Lo hacía con toda dedicación.

Publicamos diez números, diez huellas en las que nunca faltó la obra del Chojo ni la nuestra, al igual que La Pancarta, como si nos persiguiera ese extraño destino. Con los años dejé de ver al Chojo y de recorrer la Universidad de El Salvador, hasta que un día visité al pintor para hacerle una entrevista. Fue la última vez que lo vi.

Lo habían cambiado de lugar y ahora tenía un gran salón, pero los años ya le habían cobrado factura. Durante mucho tiempo se había dedicado a realizar los murales que servían de fondo a las diferentes promociones de las facultades, obras que hubiera sido hermoso guardar. Pero la falta de recursos siempre obligaba a sacar el máximo provecho de lo que se tenía. Así que bajo cada capa de pintura moría un trabajo de él.

Guardó los ejemplares que hicimos de la revista, donde nunca faltaron sus dibujos. Sin pretenderlo, con esa humildad que lo caracterizó, nos dejó diez “Huella” que fueron el inicio de un largo camino, así como el recuerdo de esas eternas tardes de dibujo y poesía.