Un 16 de noviembre de 1989, la derecha salvadoreña, con el brazo opresor de la Fuerza Armada, asesinó a seis sacerdotes jesuitas y a dos empleadas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), en el contexto de la última ofensiva militar que desarrollaron las fuerzas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
Evidentemente, este hecho significó una puntada más en la negra historia de los sectores de poder dominantes en el país. La masacre indígena que perpetraron en 1932; la instauración de cincuenta años de dictadura militar (la más prolongada del continente); la semiesclavitud de los trabajadores del campo en plena “bonanza” económica de algunos productos a nivel internacional; la exclusión de la seguridad social para los campesinos; los asesinatos selectivos en los 70 y 80; el genocidio contra los pobladores de El Mozote y otros sectores del norte del país; y el asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, entre otros hechos, preceden a esa decisión de matar también a los jesuitas.
Parece que en el cuerpo de la derecha ha habido siempre ansias de entrar a la historia negativamente.
Uno de los jesuitas asesinados, Ignacio Ellacuría, es, para muchos intelectuales en el mundo, una de las voces más importantes del pensamiento occidental en el siglo XX. Heredero de Xavier Zubiri, Ellacuría fue un comprometido por la necesidad de repensar la historia como un mundo de posibilidades, en el cual no hay un horizonte fijo, sino un eterno hacer con sus utopías. Sus posturas, sobre la necesidad de una civilización de la pobreza en contraposición con un sistema que nos conducía –y nos conduce– a la catástrofe, siguen siendo válidas en el presente, pues aún no hemos aprendido a eliminar ni injusticias ni opresiones ni inequidades.
“La crisis que enfrenta la sociedad capitalista contemporánea abre posibilidades para implementar un proyecto humanista y alternativo. Se trata de pasar de una civilización que hace de la acumulación del capital el motor de la historia, de su posesión y disfrute elitista el principio de humanización, y del derecho de todos a derecho de unos pocos, a una civilización de la austeridad compartida, una ‘civilización de la pobreza’ o del trabajo, como la llamaba I. Ellacuría”, dice Héctor Samour en “La hermenéutica histórica de Ignacio Ellacuría y su vigencia para la constitución de un pensamiento crítico-liberador”.
Samour, como discípulo del jesuita, interpreta que la necesidad de un cambio social a partir del dejar atrás las ataduras capitalistas es necesario, pero que debe lograrse con un proyecto nuevo y vigoroso, una nueva civilización, parafraseando a Ellacuría.
Para el filósofo español, por ejemplo, la forma de vida occidental (y cuando digo occidental hablo de ese ideal que plasman países como Estados Unidos, en donde el consumo está por encima de todo) no puede ser universalizada, pues esto pone en peligro a la humanidad total.
Estos pensamientos –entre muchos otros sobre la estructura de poder en El Salvador y sobre la necesidad de una crítica constante incluso a la misma izquierda– y su divulgación fueron detonantes para una decisión descaminada que hoy nos etiqueta como el país que mató al filósofo.
Ciertamente, no matamos sus ideas. Estas aún fulguran porque este país no ha cambiado mucho. Aún nos matamos los unos a los otros; aún hay poderes empresariales que denotan hambre de injusticia para con sus trabajadores; aún hay equívocos estatales y abismos tremendos entre discurso y realidad; aún hay pobres que mueren de hambre mientras otros pagan 25 dólares por plato o más en restaurantes de “primer mundo”; aún estamos subyugados a potencias extranjeras, no solo económicamente, sino también desde lo cultural. Incluso, aún pensamos que la inteligencia no se ha dado para evadirnos de nuestros compromisos reales, si es que lo que queremos, pues, es hablar sobre “hacerse cargo (cada uno) de la realidad”.
Sus pensamientos aún viven porque todavía estamos en el fondo, aplastados por nosotros mismos y por el hecho de no tomar la decisión de cambiar las cosas.
Hoy, cuando cumplimos 24 años desde la muerte de él y otros grandes pensadores, no queda más que el pesimismo. Esto porque, por lo visto, este país sigue con los pies llenos de lodo y de sangre. Quizá si nos agarramos de sus ideas podríamos, por lo menos, reiniciar una nueva utopía.
La generación actual no debe olvidar el pensamiento de “Ellacu”. Él no nació salvadoreño, pero decidió serlo, y hay en ello una responsabilidad mucho mayor.
Recordarlo también significa la necesidad de una “justa justicia”, por decirlo de algún modo, que deba llegar cuando quienes ejercen poder desde el Estado, en cualquiera de sus órganos constitutivos, decidan por fin emprender la faena que le deben al mundo y lleven a la cárcel a quienes aún no pagan por sus crímenes.