Aquella tarde en que llegó el “Tolo” a la vela de mi abuelo, comprendí que la amistad no tiene tiempo ni espacio. Había viajado desde Tonacatepeque para darle una palmada en el hombro al hijo de su amigo fallecido (yo) y por supuesto brindarle consuelo ofreciendo regalar un perrito.
Era la primera vez que lo veía. Mi mama me llamó y tras la respectiva presentación observé sus ojos verdes y su pelo que llegaba hasta el cuello de su camisa, mientras estrechaba mi mano diciendo: “Soy Carlos, amigo de tu papá. Me llaman el Tolo, aunque somos dos Tolos. Total soy amigo de Moris”.
“¿Cómo?”, le pregunté. El nombre no me sonaba y lo asocié con Tololo. “Te llaman Tololo”, le dije. “No, menos”, me contestó. Baje el tono de voz. “No, menos”, me repitió, hasta que me dijo me dicen el Tolo.
Y así, la noche se hizo corta escuchando todo lo que compartió con mi progenitor, sus aventuras, su alegría, y la tristeza de ya no verlo. Me contó de las noches en que le daban serenatas a la luna desde la loma del brujo en “Tonaca”, y las caminatas al Guayabal.
“A mí siempre me gustó la música, mi onda era más eso y lo natural”, me comentaba mientras hacía chiquita la noche.
El mismo Tolo se denominaba un sobreviviente. Había vivido la guerra y aún estaba en pie para contarla, así como el resto de nosotros que logramos ver pasar los días y leemos estas líneas. Nunca se metió en política aunque apoyaba. Buena parte de sus amigos fueron anotando sus nombres en las memorias de guerra y él siguió sumando leyendas que nunca lo abandonarían.
Todo en la vida es una historia, sin duda. Así como cada uno de nosotros. Sin percatarnos vamos haciéndonos parte de ese inmenso relato que crece hasta volverse universal, y vive para contarla, para orgullosamente decir que estuvo, que vio, que fue.
Esa noche, esa última noche de mi abuelo Antonio, sólo él se quedó en la funeraria. Ya eran tres días los que el llamado don Tony reposaba en su féretro, porque sus hijos estaban en Los Ángeles, San Francisco y París. Y esa noche en que su cuerpo estaba ahí solo quedaba el Tolo, y durmió con él.
A la mañana siguiente, de madrugada, mi mamá se sentó cerca del ataúd y comenzó a escuchar ronquidos. Primero uno suave como susurro, luego otro más robusto, y así como un concierto de vivo. No había nadie más en el salón, pero afrontando el temor poco a poco se acercó al abuelo. Y claro, no respiraba. Pasó entonces al cuarto de descanso y ahí estaba el Tolo, roncando.
Con los años le perdí la pista. Supe que deambulaba por las calles de “Tonaca” y de vez en cuando visitaba El Club del Jaque en casa de don Luis Silva, y nada más ni del perrito.
Así como son las historias, es la vida: un recuerdo que ensambla miles más y a la que pertenecemos aunque nos llegue la muerte. Somos una historia dentro de otra, infinita e incontable que solo podemos conocer por fragmentos, pero que irremediablemente debemos saber para tener la certeza que esos fragmentos son los correctos.