Un trío de décadas atrás, los antropólogos, sociólogos e historiadores acordaron que no existe una sola identidad nacional, también se estudió en universidades y en organismos como UNESCO. Es un conjunto de identidades individuales y grupales las que sirven para construir la macro, así llamada, identidad nacional. Estoy de acuerdo.
Muchos debates al respecto, la mayoría rayando en lo bizantino y lo escolástico, se continúan dando: se preguntan qué nos hace salvadoreños, que si esto que si lo otro, que para mí sí, que para mí no. Están los cargados de ideologías partidarias y de otras; evidentemente con una carga intelectual que puede matizarse desde la ignorante, pasando por la pose, hasta llegar a lo profundamente académico filosófico.
Pero están las personas de la calle y lo que para ellos significa ser salvadoreño, ya sea que estemos de acuerdo o no, basados en la sencillez de sus conocimientos, desde su vida cotidiana y la lucha constante por sobrevivir. A muchos les basta la selección nacional de fútbol, la pertenencia política, las pupusas, El Carbonero, las cumbias y los símbolos patrios. A algunos otros les servirán otros tópicos similares, pero todos coinciden en la salvadoreñidad de su manera de ser y pensar, en particular en su lugar de nacimiento (Mi pueblo, dicen) y a los límites geográficos del mapa nacional.
El artista Fernando Llort desarrolló desde la década de los 1970, una particular expresión estética personal mucho muy salvadoreña sobre todo en pintura, o sus aplicaciones a la cerámica y otros materiales y la compartió con la población de La Palma, en el departamento de Chalatenango. Él hacía arte y sus colaboradores artesanías que les propiciaron una forma de ganarse el sustento en plena guerra civil. Una extraña simbiosis que puso a El Salvador en el mapa mundial del arte, por encima de los avatares geopolíticos que le han tocado vivir.
Los artesanos continúan viviendo de su trabajo, ya sea en madera, metal o semillas, las figuras desarrolladas por Llort se pueden ver en el Mercado de artesanías Ex Cuartel en el Centro Histórico de San Salvador, en toda Centroamérica, en especial en sitios de turismo como Antigua Guatemala, Roatán, Panamá, etc. También he podido verlas en Estados Unidos, México, Colombia, Ecuador, Canadá, España, Cuba y dicen que en Australia y otros países. En Londres está una obra religiosa en la Catedral de Saint George.
En El Salvador, casi todas las casas tienen alguna pieza de artesanía de La Palma. Se venden todo el año en todos los municipios. Hay obras grandiosas del artista en el monumento al Hermano Bienvenido a Casa, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en varias iglesias de todo el país y, alguna vez, las hubo en la gigantesca fachada de la Catedral Metropolitana.
Llort ha dejado su impronta en El Salvador y el mundo. Aportó elementos identitarios en sus expresiones artesanales y en su obra de arte durante unas cinco décadas y lo seguirá haciendo mientras viva y, por supuesto después. Los salvadoreños nos reconocemos en el volcán de Izalco, en las pirámides del Tazumal, en el Salvador del Mundo, en las pupusas, los panes con chumpe y centenares de elementos más. Después de dos generaciones, como dicen los organismos internacionales, también nos reconocemos en la obra de Llort. Es ya un elemento cultural salvadoreño de trascendencia universal.
Por eso resulta insignificante el que le den un premio de cultura, que permitan la destrucción de una obra pública monumental suya, que muchos de sus colegas digan que sólo dibujitos en madera y diseños de toallas sabe hacer. Su grandeza, la grandeza del artista y sus aportes a la construcción de las identidades culturales superan lo mencionado y más. Fernando Llort, en vida, ya es inmortal, nacional y salvadoreño. Lo demás es lo de menos. La historia no juzga, ni tiene culpas ni pide perdón: es ciencia. Quienes lo hacemos somos los humanos. Ella es un elemento trascendental de estudio, conocimiento y aporte. La historia lo confirma, Llort y su obra ya son parte de las identidades nacionales.