La historia, en palabras del pensador Ignacio Ellacuría, “no es el reino de la casualidad. [Es] el reino de la posibilidad”. En ella, el ser humano se sitúa para transformarse, en ella se va “construyendo”, por lo que su valor y su conocimiento son características del crecimiento positivo de una sociedad.
El pasado, en ese sentido, juega un papel absolutamente relevante. Pero conocerlo no es necesariamente “reflexionar” sobre él. Es decir: la “consciencia” sobre el contexto histórico debería traer a cuenta el conocimiento y la crítica misma hacia lo que somos y, por ende, el despertar a través de las vías posibles de acción.
Si a pesar de creer que conocemos nuestra historia no hay un ejercicio pleno de análisis que conlleve a acciones concretas, entonces el asunto se vuelve mero ejercicio intelectual sin funcionalidad práctica para la vida. Quien piensa, quien reflexiona, quien se dedica al trabajo académico, quien lee –en un sentido amplio del verbo–también debería tomar acciones de incidencia social que coadyuven a la superación de aspectos negativos de nuestra realidad. No hablo de beligerancia ni de acciones de calle, aunque no las demerito, sino de un mismo trabajo intelectual que, desde la creación, despierte en el ser humano la necesidad de transformaciones positivas y de no cometer los errores del pasado.
¿Pero realmente hemos aprendido los salvadoreños del pasado, de nuestra historia? ¿Ha habido un proceso transformador que, reflexionando sobre el pasado, nos haya llevado a un presente cada vez más humanizante y humanizador? O al contrario: ¿hemos venido repitiendo caminos equivocados, generadores de desigualdad e injusticia?
Ayer y hoy
Hace ya 81 años, este país vivió un suceso que nos sigue marcando en el ADN cultural. Luego del descontento con un sistema de vida que favorecía a unos pocos en detrimento de la mayoría y específicamente de algunos grupos étnicos, un levantamiento indígena se terminó convirtiendo en un etnocidio tan grande como las dudas de sus números totales. El poder oficial intentó exterminar a los indígenas alzados en armas, y aunque no logró deshacerse de todos, el camino de la sangre se ensanchó en el inconsciente colectivo de quienes tienen −tenemos− ascendencia indígena.
Miles de salvadoreños murieron. Y la huella nos seguiría persiguiendo con el devenir de los años. El filósofo Luis Alvarenga llega a considerar este hecho como el acontecimiento cultural más significativo del siglo XX. Un acontecimiento que desde la política marcó un antes y después en el resquebrajamiento de la moral de un país frente a sus gobernantes.
¿A quién le quedan ganas de protestar en una sociedad que mata a los que protestan?
Algunas consecuencias de esto se materializan en el racismo colectivo e inconsciente de los salvadoreños, que observamos la ladinización como la posibilidad del rechazo a la herencia indígena, que hacemos uso constante del racismo lingüístico y que apartamos de cualquier beneficio a los sectores sociales en los que mayoritariamente se ve presencia de nuestros pueblos originarios. Hablo, por ejemplo, de la exclusión del sector agrícola de los beneficios de la seguridad social, una decisión tomada en los años cincuenta para evitar que los terratenientes tuvieran que pagar cotizaciones de un seguro social para sus trabajadores campesinos.
La historia nos enseñó poco. O quizá lo mejor sería decir que poco quisimos aprender de la historia. Continuamos en las décadas siguientes ampliando las diferencias. El feudalismo de las “bonanzas” del café y de la agricultura en general no repercutió en desarrollo humano. Al contrario, encogió con prepotencia el número de los grupos dominantes, que tuvieron en el Estado y en sus aparatos opresores a sus principales aliados.
La guerra civil, confrontación iniciada –principalmente– en los 70 con movilizaciones sociales, organizaciones político-laborales y religiosas descontentas, con la profundización de la pobreza y el autoritarismo militar, nos desangró, pero tampoco aprendimos nada. Matamos incluso a un hombre como Romero, una culpa que seguimos pagando como karma nacional. Acabamos con la vida de intelectuales de marcada trayectoria con el único fin de aniquilar el pensamiento diferente. Mutilamos a miles, destruimos nuestra infraestructura, nos hicimos fanáticos del genocidio…
He llegado a pensar que la única vía válida sea la reconstrucción cultural en base a la solidaridad de todos, incluidos aquellos que defienden con la espada entre los dientes la inmortalidad del sistema, amparados en la naturaleza de su estatus, como si ser rico o ser pobre fueran designios de una fuerza sobrehumana. Esa vía, sin embargo, es un ideal por demás inocente frente a las condiciones actuales. Por eso trato de ni siquiera imaginármela.
Los ligeros repuntes económicos de los 90 (veníamos de 12 años de fratricidio, todo lo que se hiciera sería mejor que la década anterior, a pesar de que lo que se hizo benefició solo a unos cuantos que hicieron caer limosnas a las mayorías), la realidad dolarizada de la década anterior y el contexto contemporáneo tampoco nos han enseñado nada.
Y digo nada porque permitimos el fin de nuestra independencia monetaria, la privatización de las pensiones, que es, incluso en foros internacionales de seguridad social, uno de los peores errores que hemos cometido; permitimos el robo de la banca, la destrucción del agro, la transformación de las personas en mercancías (y no estoy parafraseando a Marx) exportables a Estados Unidos; fuimos y somos cómplices del cáncer de las pandillas, a pesar de que creamos que no tenemos culpa alguna de ese flagelo. No, no aprendimos nada.
Cada vez la desesperanza cobra más vida al percibir la ausencia de opciones, la instauración de una nueva pobreza, más hiriente, más generadora de violencia, más ajustada a los modelos que, lamentablemente, siguen siendo autoritarios. Los poderes fácticos, empresariales, fundamentos de un sistema creado a la talla de los que más tienen, continúan su injerencia en el cotidiano.
No basta con recordar la historia, hay que reflexionar sobre ella. No basta tampoco con ocultar la historia, todos sabemos aquí quién es más culpable de la desigualdad. La pregunta debe ser: ¿qué se puede hacer al respecto? Y no solo: ¿qué tanto sabemos del problema y qué nos muestra la historia?
La transformación que produzca desarrollo no viene dada por la palabra sola; se necesitan acciones que estremezcan nuevamente las simientes del mal histórico del que habla Ellacuría. Un mal que no está en la realidad, sino en la condición humana y sus posibilidades.