Soy escultor, me dijo. Miraba a su alrededor con sorpresa, como si nunca hubiera visto una tormenta. De por sí la lluvia no es tan torrencial en otras partes como en San Salvador. Y eso era suficiente para sentirse bien, decía. Si no me crees, aquí te muestro, afirmó. Sacó su billetera y con toda ritualidad deslizó despacio un documento que resaltaba un gran “USA”, era su tarjeta de identificación en inglés. No recuerdo exactamente qué decía, pero en ella estaba escrito: Sculptor. A eso me dedico, soy artista, insistió.
Antonio Fabielli se había aventurado a correr mundo sin un centavo. Yo estaba cansado y la tormenta no me permitía marchar. Así que lo escuché. Me contó que había sido hippie y que por años compartió hierba, tiempo, pareja y café en una comunidad, en no recuerdo qué ciudad de los Estados Unidos, pero que un amigo le ofreció que hicieran un festival medieval, así que se dispuso a esculpir de todo y comenzó a rodar mundo, hasta que llegó a San Salvador y el tiempo se le detuvo en nuestras calles.
Soy cubano, decía. Tenía el acento, pero con su apellido me daba curiosidad. Sí claro, mi familia era italiana, nací en Estados Unidos, pero apoyo a Fidel, dijo.
Desde ese día comenzamos a dialogar. Poco tiempo después lo volví a ver y conversamos con más detenimiento y fue entonces que me propuso con seriedad realizar el proyecto que él consideraba importante y lucrable: el famoso festival medioevo. Todos los días terminábamos con esa conversación, sin dejar esa emoción primera. Él tenía mucha fe en conseguir varias manzanas para disponerlo todo. Así que comenzamos a elaborar una maqueta.
Encontrar los materiales fue fácil porque cerca había una carpintería donde buscábamos entre los sobrantes un tablón que sirvió de base. La elaboración de la maqueta no fue nada complicado. Fabielli, escultor, se dedicó a hacer lo más difícil y a la vez me enseñó a armar elementos de la maqueta. Solo hacerla fue toda una aventura.
La llevábamos a todas partes, con cualquier material la íbamos haciendo crecer: palillos de dientes, paletas, trozos, aserrín y pintura plástica. Iba tomando forma. Poco a poco el tablón derruido se transformó en una ciudad medieval.
Aquí estarán los arqueros, ahí se hará una verdadera fiesta, la gente podrá probar puntería, pero también ver cómo se hacían en aquella época, me explicaba. Yo me lo iba imaginando todo, incluso me veía en ese tiempo elaborando mis propias flechas, apuntando puntos, o simplemente caminando en ese curioso mundo medieval. La maqueta tenía juegos de todo lo que existió en ese pasado de caballeros y castillos; su centro de atracción era la figura de un caballo, que aparecía por todos lados.
Fabielli tenía un sueño. Quería hacer el festival a toda costa y sentir que volvía a él, que pudo ser inmortal en su juventud. Mi amistad con él rendía frutos. Practicábamos el inglés y un poquito de italiano. Y eso era agradable. Me enseñó a preparar café cubano con café salvadoreño. En esos días nos tomábamos hasta 20 tazas.
Cuando la maqueta estuvo casi lista, Antonio decidió regresar a los Estados Unidos. Partió como vino: a pie. Esta vez lo hizo acompañado de un vecino que añoraba vivir el sueño americano. Un día antes de irse me preguntó qué quería que me enviara. En esos años que el rock era imprescindible en mi vida, no se me ocurrió nada más que una guitarra eléctrica. Claro, me dijo. N Nunca más volví a saber de él.
Al trascurrir un año la esposa del vecino me dijo que habían llegado a la frontera México-Estados Unidos, pero que el vecino no pudo seguir y que pronto estaría de regreso, mientras Fabielli siguió haciendo camino, en su vida de recorrer mundo, llevando su sueño de realizar un festival medieval, ahora en el siglo XXI, sin darse cuenta que muchos aún viven en ese tiempo.