La arquitectura es el arte público por excelencia, pero también es un trabajo técnico en cuanto que requiere de la matemática, la física y otras ciencias para hacer de un espacio un hecho utilitario y bien medido. Como arte alcanza belleza, grandiosidad y monumentalidad cuando el diseñador es un verdadero artista.
La escultura pertenece al grupo de las bellas artes, específicamente a las plásticas. Igual pasa con la arquitectura, con la que generalmente están ligadas a partir de su hacer como expresiones estéticas, no solo contemplativas, sino de uso.
Egipto, Grecia, Roma y los imperios mesoamericanos –Maya y Azteca para nosotros– tuvieron grandes y geniales arquitectos en épocas antiguas. El Salvador contó con extranjeros hasta el siglo XIX y fue hasta el inicio del siglo XX que empezaron los nacidos aquí a firmar como tales. Pese a ello y a los terremotos e incendios, poseemos obras relevantes de arquitectura y escultura desde hace más de tres mil años.
Pero algo sumamente extraordinario pasó de 1964 hasta 1971. Un arquitecto y escultor salvadoreño diseña y dirige la construcción de una obra maestra total de arquitectura en el lugar histórico que ocupara la primera parroquia, primera vicaría general y primigenia catedral desde, al menos, 1545: el oriente de la otrora Plaza Mayor o Plaza de Armas, hoy denominada Libertad. Fue y es el nuevo templo dedicado a Nuestra Señora del Rosario que sustituyó al anterior de lámina y madera, pequeño y carente de la majestuosidad del actual.
De 80 metros de largo, 22 de alto y 24 de ancho, diseñado en forma de arco, sin columnas interiores, con vigas de concreto en escalera y paredes en la misma de colorido vidrio pétreo, con ladrillo de barro visto y sorprendente uso del espacio, con un altar mayor lateral y dos capillas al fondo: una dedicada al sagrario y la otra al vía crucis, el fabuloso templo contiene también obras de arte en hierro y cemento armado, no menos fabulosas, además irrepetibles y únicas en América Latina. Todo obra de Martínez desde el diseño hasta la construcción y elaboración.
Pero las obras de arte vanguardistas no son aceptadas, al menos al principio, por todos y menos por sus pares. Muchos “arquitectos e ingenieros” y, sobre todo “pintores y escultores”, criticaron el edificio y las obras de arte interiores. Se burlaban y decían cosas como que era un Volkswagen gigantesco, un arco sin triunfo, un mamotreto de concreto y vidrio y otras lindezas.
Pero el tiempo siempre pone las cosas en su lugar. Así le pasó a Leonardo Da Vinci, a Picasso, Miguel Ángel, Stravinsky, Los Beatles y tantos otros. La obra religiosa de Rubén Martínez se volvió eterna y adquirió categoría de maestra. Contra el tiempo no pueden la envidia, la ignorancia y la mediocridad. La genialidad siempre se impone. Lo demás desaparece.
Martínez posee obra pública y privada en varios países de América, Europa y África, pero es en nuestro país en donde se aprecia más: José Simeón Cañas en el Palacio Legislativo, actualmente en préstamo al Museo de Arte de El Salvador, el Cristo de la Paz, La Justicia en la Plaza de la Constitución, José Matías Delgado en la Plaza San José, el Cristo del altar mayor de San José de la Montaña, también un crucifijo en el mismo templo, tres esculturas en el museo de historia en la ex casa presidencial, otras del empresario Luis Poma, entre muchas otras.
Además finalizó y decoró la iglesia del Perpetuo Socorro en el centro histórico y el diseño y decoración del templo de Nuestra Señora del Carmen en la colonia Roma.
La historia del arte en El Salvador no puede prescindir de los aportes de Rubén Martínez. El joven ninguneado es ahora un inmenso artista. Lo fue siempre. Las obras maestras de arquitectura y escultura lo gritan por sí mismas, ya lo dije antes: el tiempo es inexorable y pone al arte en el lugar que le corresponde, así ha puesto a los no artistas en su sitio, en ese del que nadie se acuerda. Así puso en la eternidad a Rubén Martínez. No podía ser de otra manera.