A las 7:30 de la mañana el clima electoral estaba lejos de alguna agitación. A esa hora en el Instituto José Damián Villacorta de Santa Tecla hay más guías de los partidos que electores. Las paredes de azulejo revela el andar apurado de los distintos miembros de mesa que afinan detalles logísticos antes de que aumente el flujo de votantes.
Sobre el muro blanco que resguarda el Instituto cuelgan los listados de los votantes de las 19 mesas instaladas en el lugar. A las 7 de la mañana son pocos los que consultan: uno de ellos refleja incomprensión en el rosto, mientras se come las uñas y observa su nombre en la pared. La calle está despejada y solo se oyen los pregones de los primeros vendedores ambulantes: pupusas, empanadas, café y donas.
Una vendedora de abrigo azul trata de darle de tomar una gaseosa a su nieta. Intentó con la pajilla pero se dio por vencido y la tiró al piso. Tampoco pudo sostener la lata con sus dos manos. Una tercera –la de su abuela– intentó asistirla pero no hubo manera: ya había perdido el interés y comenzó a llorar.
–Ella es así todo el tiempo, llora por todo, pero a esa edad es normal creo yo– dice su abuela. La voz le pesa. No es un día ordinario para ella.
Trabajó como empleada doméstica durante nueve años para una pareja de abogados. La hija de ellos a quien había visto crecer, le dijo en voz baja el miércoles pasado que sus papás están buscando a otra muchacha.
–Hoy estoy aquí con mi nieta vendiendo donas y relámpagos porque me despidieron el viernes y no me pagaron ninguna prestación, ni me dieron vacaciones. Planeaba ir a votar con toda mi familia pero me tocó venir y si me sobra tiempo llego a Zaragoza y lo hago.
Esta importante instancia democrática, animada por meses de intensa propaganda de los partidos contendientes, parece no alcanzar a familias cuya preocupación básica es sobrevivir.
Mientras la venta mejora, los primeros votantes que van llegando aprovechan la calma para acercarse a los guías quienes los conducen hasta su mesa de sufragio. Hay ilusión y sobre todo grandes expectativas por los resultados. Y hay lágrimas, como en el rostro de doña Laura, viuda de Manzur.
Maestra pensionada desde hace 12 años, acudió al centro de votación, desatendiendo las indicaciones de su médico. Poco le importó haber sufrido un accidente la semana pasada que la confinó a una silla de ruedas. Ella acostumbraba a caminar con bastón hasta que en un centro comercial se resbaló en una rampa para discapacitados y cayó sobre su pierna. Una bufanda le protege el cuello y cuando habla se frota las manos.
–Yo fui directora del Instituto Juan Ramón Jiménez en mis últimos años de trabajo. Con los profesores y los alumnos siempre resaltaba que es necesario votar, porque más que un derecho es un deber. La vida me dejó un pie casi inservible, pero la mentalidad está intacta.
Doña Laura se reafirma como ciudadana pensante, y mientras deposita su voto en la urna una lágrima desciende por su mejilla y descoloca levemente su maquillaje.
Al ser las 9:30 a.m. la acera al lado del muro blanco empieza a poblarse: algunos entran directamente al Instituto y otros se detienen para rodear los listados de votantes. En el recinto la afluencia es mayor, pero sin provocar desórdenes. Casi todas las mesas se encuentran dentro de aulas, pero hay unas cinco ubicadas en los pasillos, una junto a la otra. Conforme avance el tiempo y se vuelva enemigo para los electores, la calma desaparecerá.
Aunque el voto residencial ha facilitado las cosas, las descoordinaciones entre las distintas instituciones involucradas en el proceso salen a relucir. Mientras la gente entra por la angosta puerta, una funcionaria del Tribunal Supremo Electoral increpa al agente de la Policía Nacional Civil porque no le indica a los electores que la salida se ubica en el costado sur.
Cada partido tiene, en las afueras del instituto, su centro de información, con música, banderas, bolígrafos y demás distintivos para cazar indecisos, además de la base de datos donde se indica donde emitir el voto. Estas facilidades se quedan cortas porque muchos prefieren que los lleven directamente.
Un miembro de cada partido y del TSE rodea a una mujer de 84 años que le prohibieron votar porque su DUI estaba laminado. La mujer aprieta los labios pintados de un leve color rosa y se queja. El laminado responde a una necesidad: trabaja 10 horas al día en un comedor y no quiere que se le manche de comida o aceite. Todos deliberan y dejan la decisión en el fiscal de mesa.
–Señora, necesito ver si sus datos están correctos.
– ¿Qué no van a estar correctos? ¡Si yo soy bien salvadoreña!
Luego de verificar se dan cuenta que no le corresponde votar en esa mesa. En el trayecto entre esa y la otra urna, un jefe de centro de ARENA denuncia ante una delegada del TSE que guías del FMLN estaba induciendo al voto a la señora de 84 años. La encargada del tribunal ordena enérgicamente a las guías a salir del lugar y recuerda que no se puede hacer propaganda partidaria ahí.
–Por gusto las regañaron, usted. Solo me estaban diciendo cómo votar. De todos modos no tenían que decirme nada porque hace tiempo había decidido–afirma la mujer, con tono de voz cansado por su pequeña odisea electoral.
Detrás de los esfuerzos de los partidos por captar votos; detrás de las campañas mediáticas que llaman a la gente a no quedarse en casa, hay algo más. Por los pasillos la gente hace círculo, se abraza, se saluda y conversan por largo rato. La elección es el punto de encuentro y camaradería entre familiares y amigos que aprovechan el momento para preguntar por familiares y fijar posibles fechas para reuniones posteriores.
En torno a doña María Elías de Chávez está su hija y dos nietos. A sus 83 años, no puede caminar ni ver, debido a un derrame cerebral. Esta mañana, como todas las mañanas, se levantó a las 4:00 a.m., dejó de hablar con su esposo que murió hace 35 años y se acercó a la mesa de votación.
–Desde el derrame sufre demencia senil. Siempre la escuchamos que habla sola, porque cree que está discutiendo con mi papá– cuenta su hija luego de que María hundiera su dedo en la almohadilla color negro.
Hay algo más que el cumplimiento del ejercicio de un derecho democrático: es un ejercicio de humanidad.