“Se puede concluir que, frente a la necesidad y el malestar físico oprimente, muchas costumbres e instintos sociales son reducidos al silencio. Me parece, en cambio, digno de atención este hecho: queda claro que hay entre los hombres dos categorías particularmente bien distintas: los salvados y los hundidos”, escribió Primo Levi en el libro Si esto es un hombre en el que contó la profunda degradación moral a la que fueron sometidas millones de personas en los campos de concentración de la Alemania Nazi.
Esa época cruel pasó, es cierto, pero las situaciones límites que vivieron los prisioneros vuelven cada cierto tiempo con distintas formas, distintos disfraces, distintas víctimas. Por ejemplo: dice la filósofa Hannah Arendt que en el totalitarismo político la vida pública y la vida privada de las personas se mezcla de forma que una invade los espacios de la otra.
La crisis económica consecuencia de la crisis sanitaria del coronavirus tiene ese efecto: en la vida pública —el espacio en el que los ciudadanos pueden unirse para impulsar ejercicios políticos juntos— se muestran como en un escaparate de feria los peores efectos de la cuarentena domiciliaria vigente desde el 23 de marzo por orden del Gobierno de Nayib Bukele: el hambre, la cotización al alza de la miseria y la profunda abyección moral en la que cada vez más se hunden muchos salvadoreños.
El hambre, como la sufren cada día millones de personas tanto en la periferia del mundo como en las grandes ciudades, y como lo pasaron millones en Birkenau, Treblinka, Mauthausen, Dachau y otros, es uno de esos oprimentes malestares físicos de los que habló Primo Levi.
Y esa opresión ahora empuja a miles a situaciones límite y radicalmente opuestas a la bondad.
Un grupo de pequeñas comunidades en Quezaltepeque, La Libertad, es un ejemplo: en algunas de ellas los vecinos acataron la cuarentena domiciliaria al pie de la letra desde el 21 de marzo, en algunas muy pocos recibieron los 300 dólares que distribuyó el Gobierno, poco a poco gastaron sus ahorros y desde hace varias semanas se quedaron sin nada qué poner en el plato.
Cada cierto tiempo la alcaldía de Quezaltepeque manda a sus empleados a entregar a los pobres de esas comunidades una bolsa que contiene maíz, leche, azúcar y dos latas con sardina que bien puede consumir en un día una familia de seis integrantes.
Pero hay dos problemas: como los empleados se limitan a pasar sobre la carretera que lleva al Boquerón —la vía principal de la zona— exigen a los vecinos de las colonias aledañas que salgan a las orillas a recoger los víveres sin verificar si le están entregando a miembros de la misma familia o de distintas y entonces todo queda en las mismas manos mientras otros se quedan sin absolutamente nada.
Como en los campos de concentración: las víctimas contra las víctimas. Unas se salvan del hambre, otras se hunden.
El Boquerón es la carretera que asciende entre la periferia de Quezaltepeque hacia Santa Tecla. En sus costados hay docenas de comunidades dentro del cantón El Señor: San Nicolás, Santa Inés, Macance, San Francisco, entre otras. Todas vegetan entre espesas paredes de cafetales.
Así, por ejemplo, mientras las familias de Santa Inés desde hace varios días van a dormir sin nada en el estómago, las de San Nicolás comen doble.
— Se supone que ya les pusieron el dedo a algunos de los que agarraron más de lo que deben— dijo una mujer vecina de San Nicolás cuyo hijo mayor sufre penurias en Santa Inés.
En Santa Inés algunas casas son de cartón y plástico, aunque hay otras construidas con ladrillos rojos. La mayoría de sus habitantes trabajaban en las fincas del volcán y otros son empleados urbanos.
Los que trabajaban en las fincas se quedaron sin salario exactamente desde el 23 de marzo. Los que trababan en las zonas urbanas del municipio, por lo menos hasta la semana pasada, tuvieron unos pocos ingresos trabajando en oficios varios, haciéndolo todo, pues.
En la comunidad viven unas doce familias con un promedio de seis miembros cada una. Es decir: son aproximadamente 72 personas incluyendo niños y adolescentes.
— Yo antier cociné los últimos frijoles que me quedaban. Ayer mi mamá me regaló otra libra y con eso le estoy dando a la niña— contó uno de los vecinos que colocó banderas blancas en la orilla de la carretera.
De la comunidad solo dos personas recibieron los 300 dólares: los que tienen su documento único de identidad (DUI) registrado en otro municipio. El resto no porque en esta zona no hay tendido eléctrico. Es como si no existieran: ni registrados en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) ni registrado como consumidores en otras instituciones. Radicales marginados.
Una de las vecinas, una mujer de unos 60 años de edad, llamó al Centro de Atención por Demandas (CENADE) para reclamar. Contó que la operadora le respondió que siguiera insistiendo, que no se cansara —como en una lotería— porque si no clasificó para los 300 dólares, a lo mejor sí entraba en los beneficiados de la canasta alimentaria que el Gobierno, según su saturada estrategia comunicativa, ya comenzó a distribuir.
—Hemos estado sobreviviendo con mangos, aguacates y salimos a cazar al monte— contó Eduardo, otro de los vecinos de Santa Inés.
A su lado estaba Modesto que lo escuchaba rascándole la panza a un cachorro. Él fue uno de los pocos que recibió una bolsa con víveres de la alcaldía. Pero eso sí su opinión sobre los víveres es tajante: “Una burla: dos libras de frijoles, dos de azúcar quizá unos 5 dólares en productos. Cuando yo iba a trabajar ganaba 10 dólares el día. ¿Se imagina? Es una burla”.
—Es poco, pero es una bendición— le respondió Julia, una de las vecinas que se acercó a escuchar la conversación.
—Escogidos, pepenaditos han hecho a los pocos que les dan. La gente se siente mal porque a unos les dan y a otros no. Tiene que ser parejo — concluyó Eduardo.
Pedro, un anciano que cortaba las ramas de un árbol, respondió algo más simple: los alcaldes únicamente benefician a los que votaron por ellos. Y si no fuera así: ¿por qué no entran a la comunidad a buscar a los necesitados?
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