El Salvador
martes 19 de noviembre de 2024

La primera frontera salvadoreña del coronavirus

por David Ernesto Pérez


Se trata del cordón sanitario establecido por el gobierno en Metapán, donde se detectó el primer caso de coronavirus en El Salvador.

En esta frontera no hay kilómetros de muro coronados por alambre de púas electrificado ni campos minados ni miles de cámaras de vigilancia ni sensores de movimiento en el suelo ni tanquetas en sus alrededores ni perros rabiosos babeando locura de carne y sangre. Esta no es la frontera entre México y Estados Unidos ni entre las dos Coreas ni entre los dos Sudán ni entre Siria e Israel ni entre España y Marruecos.

Pero ahora mismo es una frontera en toda regla. Sus muros no son los muros herrumbrosos que separan a los migrantes con Estados Unidos sino cuatro conos anaranjados de menos de medio metro de altura con las siglas PNC ordenados uno al lado de otro como pines en una pista de boliche que impiden el libre tránsito de vehículos y personas en los dos sentidos de los carriles: dos para los que regresan de allá donde ahora todo es miedo y dos para los que vienen aquí donde ahora todo es incertidumbre.

Allá es Metapán. En la noche del miércoles 18 de marzo el presidente Nayib Bukele Ortez anunció que un hombre de entre 20 a 40 años de edad había cruzado la frontera a través de un punto ciego. Se supone que llegó de Guatemala. Antes estuvo en Italia. Ese anónimo tiene coronavirus. Mientras no manifestó los síntomas todo bien porque lo que no sabés no te duele. Pero una vez la tos, las dificultades para respirar y la fiebre lo atacaron sus planes cambiaron para mal. Ahora está hospitalizado y lo más seguro es que sus pulmones terminen agujereados como un panal y quién sabe si sobrevivirá. También hay otro problema: el contagio es tan fácil que es probable que apestó  a los suyos y que los suyos hayan apestado a los vecinos y así hasta que la cantidad de contagios alcance el nivel de epidemia y después de pandemia.

Aquí puede ser Texistepeque. O Santa Ana. O San Salvador. O todo lo que resta del territorio de El Salvador. Aquí se supone que no hay aún enfermos de coronavirus. Pero sí hay mucho estrés sobre lo que puede pasar allá. Todos los temores se basan en un asunto de sobra conocido: hasta este momento no hay cura para el COVID-19.

El Gobierno ha llamado a estos conos el cordón sanitario. Lo cierto es que en la práctica es una frontera. De Metapán nadie sale sin autorización. A Metapán nadie entra sin permiso. La frontera tiene tres niveles: el primero comienza a la altura del Río Guajoyo en la carretera que de Santa Ana lleva a Metapán. Los siguientes dos están separados a lo largo de unos diez kilómetros de distancia antes de llegar al centro del municipio.

Los encargados del primer nivel de la frontera es un grupo de unos seis soldados e igual número de policías que desde antes del anuncio de Bukele ya habían comenzado su tarea. Hasta el mediodía del 19 de marzo algunos continuaban en ella sin haber tenido tiempo ni siquiera para acostarse en una piedra. Los delataban las ojeras largas como bolsas, el ánimo nervioso y los ojos inyectados en sangre.

— Todos nos vamos a morir. Eso está escrito. No soy evangélico ni católico pero lo he escuchado de personas que leen mucho la Biblia. Hay que aceptarlo.

Uno de los policías tiene miedo de infectarse. Pero asume con estoicismo la misión de custodiar la frontera que, hasta este momento, se supone divide a los contagiados de coronavirus y a los que todavía no sufren la patología en carne y sangre propia.

— Este virus a todos nos tiene paniquiados. Pero debemos hacerle frente. Uno se siente comprometido con el uniforme, con la necesidad del salario y por el mismo adiestramiento uno debe servir al pueblo. A más de uno le dan ganas de salir huyendo pero no.

Otro policía coincide con su compañero. Pero lo mismo: resignación.

Un furgón que transporta mercaderías se parquea cerca de los conos. El conductor baja a sentarse sobre una piedra acomodada por la mano humana debajo de un árbol. Después los furgones se van acumulando uno después de otro hasta sumar una fila de 21 en dos horas.

La mayoría de los furgones no lleva carga en ese momento sino que quieren pasar a la frontera con Guatemala para cargarse con mercadería y regresar. Traen y llevan de todo: carnes, verduras, productos no perecederos, chatarra.

“Si nos paramos se hunde el país”, dice Johnny Rivas, uno de los transportistas de carga que espera una señala para que los policías y los soldados que custodian la frontera lo dejen pasar a cargar el furgón con carnes.

Conos adentro aparecen dos mujeres jóvenes. Una lleva un billete aparentemente de 20 dólares. Se queda esperando. Desde aquí aparecen dos hombres jóvenes en motocicleta. Uno de ellos se baja a traer el dinero. Pero ni uno ni otro pueden cruzar los conos. No está permitido. Entonces uno de los soldados se acerca a ella y toma el billete y después se acerca a él y se lo entrega.

Esa es la vida de una frontera. Esa es la vida en el cerco sanitario. Los conos no tienen ni la mínima estatura del Muro de Berlín y pueden cruzarse tan fácilmente pero en este momento el miedo al coronavirus es tan intenso que su poder surge precisamente de eso: del pavor a la infección.

— Dice un baboso por ahí: nosotros comemos todo tipo de animales: comemos chucho y no nos morimos. Ello se hartan murciélago: ¿qué les cuesta ponerle ajo?

Soldados y policías hablan de la culpa y de la decadencia. Pero no hablan del origen de la pandemia. No hablan de Wuhan. Ni de China. Ni de la propagación en Europa como consecuencia de la falta de medidas de aislamiento social y la consecuente propagación en América Latina.

Tampoco hablan del anónimo que se supone entró por un punto ciego. Ese anónimo que según la versión oficial violó la ley migratoria para entrar al país. En el país el que toma ventajas indebidas para provecho propio es un vivián. También es un vivo o tramposo. En algunos estratos suele admirársele a un personaje de ese tipo. Se le premia socialmente por su capacidad de superar las normas que regulan a todos. Por tener el valor de saltarlas.

Ahora, sin embargo, hay una contradicción: ¿cómo premiar al que se saltó las reglas y ha puesto en peligro a una parte de sus vecinos?

— Decía un señor que tenía un libro naturista: todo lo que fue creado por Dios todo se puede comer en moderación. Son cuestiones que a veces hay que verlas desde otro punto de vista. Pero al ver la muerte ahí todos nos ponemos a quebrar clavos. Cuando no debe ser así, hay que aceptarla.

Desde adentro de la frontera aparecen tres hombres jóvenes vestidos en short. Uno de ellos pasa los conos como si no existieran ante la mirada atónita de una parte de los policías y los soldados. Pero más adelante está otro soldado que lo detiene y le ordena que tire el machete y el arpón que lleva en las manos y que abra la mochila rosada que carga.

El joven se queja. Está enojado. Se exaspera. Muestra lo que lleva adentro. Se arremanga la camisa y de sus brazos pueden verse tatuajes de dragones y cruces.

“Si uno no se sale a rebuscar: ¿el gobierno me va mantener?”, increpa al soldado que lo mantiene a la orilla de la carretera.

Adentro de la mochila llevaba envueltos unos pescados. Es un pescador. Viene de pescar de la laguna San Diego. No tiene documento de identidad porque hace unas semanas regresó deportado de Estados Unidos.

Lo regresan conos adentro junto a sus compañeros. Iba para su casa ubicada conos afuera pero no podrá regresar en muchos días. A menos que también lo haga por un punto ciego.