-Mire, después de veinte años de trabajar en esto, es paja, uno queda de otro modo. Ya no se puede estar tranquilo en ningún momento. Está en la casa, está alerta; está en el trabajo, está alerta. No se descansa. Todo el tiempo pasa pensando uno que ya le van a caer los hijos de puta y lo van a matar, o peor, que le van a llegar de noche y le van a matar a toda la familia.
El que habla es un policía salvadoreño. Uno cualquiera. Este policía no pertenece a ninguna unidad especializada, ni mucho menos se trata de un investigador que anda tras los narcos. Es un agente más del nivel básico de la Policía Nacional Civil, “ganado de uña”, como a él le gusta decir. Como él hay al menos unos 10 mil más.
Estos policías han emprendido, desde principios del año pasado, una guerra a plomo limpio contra los miembros de las principales pandillas del país, el Barrio 18 en sus dos facciones, y la Mara Salvatrucha, MS-13.
Es un día cualquiera de finales de julio y esta es una plática casual con dos agentes que han decidido contar parte de lo que les toca vivir cuando salen de trabajar. Cuentan qué es lo que pasa cuando se quitan el uniforme y lo único que los acompaña es una pistola 9mm y su suerte. Cuentan un poco del costo que les deja ser policía en este país donde cada día es más probable morir de muerte violenta.
-Mire, nosotros somos los que estámos en la primera línea de fuego. Usted puede ser periodista o lo que sea y pasar todos los días por zonas peligrosas. Pero usted no va a llegar con el fusil y le va a decir “parate ahí” al pandillero. Nosotros sí – insiste el primero de los policías en hablar, a quien solamente llamaremos Charlie.
Charlie es un hombre cuarentón y un poco gordo. Usa un gorro navarone y la voz se le escucha más ronca de lo normal, como en esos videos donde sale la silueta de un testigo y una luz al fondo. Dice que tiene dos hijos, un niño y una joven de 17 años.
Durante las dos décadas que tiene de ser policía, Charlie cuenta que ha visto de todo. “Podría pasar días completos contándole todo lo que he vivido y todavía me quedaría qué contar”, dice mientras se acomoda “el largo”, como le llama al fusil que carga siempre a su lado.
El tono con que Charlie habla es el de un resentido con el poder. Habla con enojo. Dice que el gobierno está librando un combate contra las pandillas y que el crédito se lo están llevando “otros”, mientras que a ellos lo que les llueve son balas enemigas.
-Para muestra le puedo contar lo que nos pasó en Panchimalco. Yo pasé dos años viviendo en el monte. Fue entre el 2012 y 2014 con un plan de represión contra pandillas. Para entonces nosotros aguantábamos las grandes tormentas y los pandilleros nos envenenaban el río para que nosotros nos muriéramos y mire si nos han aumentado siquiera cinco dólares desde entonces por todo lo que hicimos – dice Charlie.
El otro policía también habla furioso. Hace poco ha comenzado a intervenir de a pocos en la conversación, apenas para reforzar las ideas de su compañero, pero luego de varios intentos termina convencido de que debe hablar y suelta su primera queja.
-Mire. ¿Usted sabe cuántos oficiales de la policía han muerto solo en este año? ¡A ninguno! Todos los que han muerto son gatos. ¿Y no se ha preguntado por qué? Porque todos los gatos vivimos en zonas peligrosas, en medio de los pandilleros, ¡en la Campanera, Valle Verde, Valle del Sol…!
El dato que ha tirado el compañero de Charlie no es un secreto, es algo que conocen incluso las autoridades. Tan bien lo conocen que a mediados del año 2015 el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública intentó hacer un convenio con el Fondo Social para la Vivienda para que los policías pudieran acceder a casas nuevas o usadas en zonas diferentes a las donde viven.
-¡Pues sí! – responde el compañero del Charlie, al comentarle lo del Fondo – Yo mismo participé en eso, a mí me llamaron, ¿y sabe qué me dijeron? “vaya, mire, estas son las casas desocupadas: El Pepeto, Joya Grande, El Sartén… ¡Puta! ¡Lo quieren sacar de las brasas para meterlo al infierno, hermano! Mejor me quedé donde vivo porque al menos ahí ya sé quiénes son los que me pueden matar.
Según cuentan estos dos policías, el promedio de agentes del nivel básico, de los que están destacados en el área de Seguridad Pública, y cuyo oficio consiste en salir todos los días a las zonas de mayor riesgo, a capturar pandilleros, jugando a la suerte de morir en el intento, todos ellos ganan un aproximado de $500.
-¿Usted cree que vale la pena? – interviene Charlie, como para darle más fuerza a la afirmación de su compañero.
-Pero eso no es nada. Lo más perro es que uno se va para la casa ¡y allá todo sigue peor! – dice el compañero.. Según él, al salir del puesto policial, de donde por cierto pueden pasar hasta meses completos sin salir, quedan aún más expuestos que cuando salen a patrullar.
La frase que a continuación suelta el compañero del Charlie es tan paradójica que parece hecha a propósito. “Ser policía es bien parecido a ser pandillero, fíjese”, dice. Y continúa, “uno no puede salir a la calle, a un parque, uno siente que si sale le van a caer y se lo van a llevar. Nosotros también estamos presos en nuestra propia casa”.
Los agentes cuentan que la cada vez más creciente amenaza de que los maten cuando andan de civil los ha obligado a ellos y a su familia a adoptar medidas de seguridad para salir y entrar a sus colonias, barrios o comunidades llenas de pandilleros.
-A veces la mujer le dice a uno “gordo, vamos al parque con el niño” ¿y uno qué le va a decir? Uno acepta salir, pero cuando anda en el parque no disfruta nada. Todo el tiempo está vigiando que si aquel sujeto que está por allá se mira sospechoso, pendiente de que el niño no quede solo. ¡Ni abrazar a su esposa a gusto puede uno por no descuidarse! – dice el el Charlie y se deja ver un poco alterado.
Sin dejar muchos segundos de por medio, el compañero del Charlie lanza su otro relato con un tono esta vez más pensativo.
-Mire. Es yuca. Créame. Uno vive rodeado de enemigos todo el tiempo. Los tiene a la par. ¡A la par! No crea que a unas dos cuadras. Por ejemplo, donde yo vivo a veces los pandilleros hasta arriba del techo de mi casa han pasado cuando se andan escondiendo de los otros. ¿Y uno qué hace? Si se los echa de enemigos ahí es para tener que irse. Porque yo le digo, uno no es que sea culero, es que ellos le van a dar donde más le duele, en la familia.
-Eso así es – interviene Charlie -. Uno es policía y desde que se mete en esto ya sabe que en cualquier momento le puede caer una bala y ahí se acaba todo. Pero la familia no. La familia no tiene la culpa. Y eso es lo que más sentimos, que las autoridades nos han abandonado en ese sentido.
-Sabe – continúa el otro agente -, a mí los pandilleros me acosan donde yo vivo. Hubo un momento en que llegaron a un nivel tan paloma que se paraban frente a la puerta de mi casa y ponían de esa música que ellos tienen, de esa que dice que matan policías. La ponían a todo volúmen. Una vez mi hija de cinco años escuchó esa música ¿y sabe qué hizo? se fue a hincar frente a una virgen que tiene en su cuarto y se puso a orar.
El compañero del charlie es un hombre fornido y alto, un hombre con más de 17 años de enfrentar todos los días a la muerte, un hombre que ha matado y ha visto morir de maneras muy crueles. Todo eso, dice, lo ha soportado sin pestañear, pero cuando termina de contar lo que su hija hizo aquella noche, llora.
-A veces la gente dice “¿y quién los mandó a meterse en eso, pues? Nadie los obligó a meterse de policía”, pero a esa gente yo le digo: ¿y si nadie se metiera a ser policía? Alguien tenía que hacer el trabajo y nos tocó a nosotros – dice el Charlie.