-Mire, aquí no me venga hablando de pobreza. No nos equivoquemos. Los niños no se hacen pandilleros por pobres. Al menos no todos. Yo sé lo que le digo. Se lo digo por mi peche, por Jonathan. Él todo lo tenía. Todo. Y mírelo ahora, ahí. Muerto.
La que habla es Sonia. Sonia es madre. Su hijo, Jonathan, era un pandillero del Barrio 18 que murió en un enfrentamiento con policías en un cantón del municipio de Santa Cruz Michapa, en Cuscatlán. Sonia ha venido hasta la escena del crimen y mira desde lejos el puñado de periodistas que se amontonan detrás de la cinta amarilla que evita el paso hasta donde está su hijo muerto.
A esta madre de 25 años la llamaremos así, Sonia. Y su hijo lo llamaremos Jonathan. Ellos, en realidad, no se llaman así, pero dejaremos de lado sus nombres reales por seguridad de los que quedaron vivos, por los familiares del muerto que, al final, son los que ahora tiene una vida que perder en este país donde perderla no cuesta nada.
Sonia relata bien lo que pasó. Cerca de las diez de la mañana, un grupo de policías llegó hasta una casa “destroyer” donde se estaban escondidos un grupo de pandilleros fuertemente armados, de la facción “sureños” del Barrio 18. Cuando los policías llegaron, uno de los pandilleros les salió al paso y disparó, matando a un investigador. Luego se armó la balacera que dejó a dos policías, cuatro pandilleros y dos “civiles” muertos. Estos dos últimos estaban ahí circunstancialmente, no se sabe por qué.
Pero esta no es la historia de cómo se vivieron unas cuantas horas de plena guerra en el cantón Michapita, sino la de Jonathan, el pandillero que, según su mamá, nunca fue niño.
Cuando Sonia quedó embarazada no hubo saltos de felicidad ni lágrimas de alegría. Bueno, lágrimas sí hubo, pero de dolor. Carlos, el padre de la criatura no tardó en bañarla a golpes cuando se dio cuenta de que su mujer se “dejó preñar”, y Sonia no aguantó mucho. Entonces comenzó el éxodo.
Abandonada por su familia desde hacía mucho, la madre primeriza optó por irse a vivir a la casa de una amiga, en un cantón vecino al que vivían antes. Ahí la recibieron con dos meses de embarazo y una bolsa con ropa. Pero la mala suerte, al parecer, no duró tanto. A las dos semanas de haberse ido a vivir en casa ajena, una tía que vive desde hace varios años en los Estados Unidos le ofreció una casa que dejó aquí antes de irse y le prometió una remesa mensual.
Así fue como Sonia volvió a migrar hacia otro cantón donde habitó la casa de su tía durante varios años. Ahí se crió y creció Jonathan. Ahí también aprendió a ir a la escuela, fue a la iglesia y conoció a las pandillas.
-De chiquitito, digamos, no fue tanto el problema. Hasta los ocho años yo me sentía más o menos tranquila de que fuera a la escuela. Lo iba a dejar y a traer. Sí sabía que era peligroso, ¿va?, pero no andaba pensando que me lo iban a matar. El problema fue cuando llegó a los 12 – cuenta Sonia en un tono bajo, luego de insistir una vez más en que “la gente no entiende este problema”.
Según esta madre, las pandillas son grupos que están luchando una “guerra ajena”. Con la mirada cabizbaja y la voz quedita, continúa su relato mientras espera a que Medicina Legal saque el cuerpo de su hijo junto a los otros siete muertos que hay allá, monte adentro.
Para el 2013 Jonathan ya tenía Facebook. Era entonces un niño de 12 años e iba a la escuela todos los días. Parecía llevar una vida “normal” en un lugar donde la muerte se hacía cada vez algo más cotidiano.
Pero Sonia comenzó a sospechar que su hijo no le contaba todo y creó también su perfil en la red social para ver lo que hacía la gente ahí y de una vez observar a Jonathan.
-Entonces yo vi que un bicho de esos, pandilleros, le escribió en el muro “marica”. Era como para retarlo. Porque mi peche no era malcriado. Él antes no era así – dice Sonia con un tono parecido al llanto pero sin lágrimas.
El acoso constante de los pandilleros porque fuera de los suyos no fue mucho, según cuenta Sonia. Lo que, según ella, fue el verdadero motivo para que su hijo para que se metiera a la pandilla fue simplemente ser un adolescente y vivir donde vivía.
-Bien recuerdo que una vez iba a sacar unas copias para un deber (tarea) cuando me lo pararon los policías. Yo los vi desde lejos porque también iba a comprar. Él iba adelante. Entonces me lo pararon, lo hincaron y me le dieron dos pencazos en la cabeza. Ahí creo yo que comenzó todo. Para entonces él no era pandillero.
Según relata esta madre, desde que cumplen los doce años en adelante, todos los niños de su cantón son estereotipados. “Aquí todos son pandilleros”, dice que es la expresión de la Policía.
-Y dígame, si la policía lo trata como pandillero, en la escuela solo pasa con pandilleros y en la calle la gente lo mira como pandillero ¿qué va a ser? A los bichos nadie los obliga a ser lo que son. Se meten porque no tienen otra opción – insiste Sonia con un tono de voz más alzado. Luego se da cuenta de que casi está gritando y se calma.
Desde los 12 años Jonathan se metió a la pandilla. Desde entonces todos los días llegaba tarde, llegaba con olor a alcohol o simplemente no llegaba. Esas noches eran las que su madre más sufría. Sin embargo, siempre volvía.
– Yo hablaba con él y le decía “mirá, papi, yo que tanto me he desvelado por usted (porque soy madre soltera), yo me merezco que usted me dé honor a mí y me ayude a mí, no a otra gente, ¡me lo van a matar! Porque usted sabe, una madre siempre espera que su hijo cambie – dice Sonia, una vez más con un tono que parece va a llorar.
Se queda callada por un momento. Mira hacia la línea amarilla y escucha a una voz dando una noticia. “Este enfrentamiento dejó como saldo a dos policías asesinados y a seis criminales abatidos”, dice el periodista.
-Al menos mataron a dos – dice Sonia, como si la muerte de los policías le sirviera de consuelo -. Pero créame que no me alegro. Yo digo… un ser humano es un ser humano, y nadie le puede quitar la vida a otro.
Hay un silencio largo que de pronto se torna incómodo.
-¡Va a creer que los pendejos!, los pendejos que se ponen a matarse entre ellos. Porque es que estos bichos son pendejos ¿sí o no? Yo, como madre, yo ya lo había pensado. Yo ya le estaba arreglando papeles para que el peche se fuera de aquí, porque aquí… ya lo tenían acorralado.
Otro silencio que nadie interrumpe, como si fuera un trance y las palabras le brotaran solas a Sonia.
-Jonathan no vivió su libertad, ¡no vivió su niñez!, ¡nunca fue niño, nunca! – dice Sonia y solo entonces le empiezan a escapar las lágrimas.