-Si oyen disparos, agáchense.
El que habla es uno de los cinco agentes de la Policía Nacional Civil que nos custodian hasta el caserío El Sartén, en el cantón Joya Grande, de Apopa. Ahí, desde hace varios meses, la facción “Revolucionarios” de la pandilla Barrio 18 ha tomado el control y ha logrado desterrar al menos a diez familias completas.
La calle serpenteante y llena de polvo se abre paso entre las colinas del cerro El Sartén, a unos cuantos kilómetros de un río de aguas sucias, muy lejos de la carretera. Luego de dejar el puesto policial de la colonia San Andrés, avanzamos en la patrulla hasta llegar a uno de los pasajes que más ha sufrido por la cólera de la pandilla.
-¿Y esta zona por donde vamos quién la controla? – pregunto a unas cuadras del puesto policial.
-Esta es zona de la PNC – contesta en tono burlón un agente que va en la patrulla –. No… siempre hay presencia de la 18 aquí – replica en tono más reflexivo.
Como quien reconoce qué partido político ganó las elecciones en un municipio, aquí toda la gente saber que la mayor parte de Apopa – un terreno de poco más de 51 kilómetros cuadrados, donde habitan más de 150 mil personas – está controlada por pandilleros de la pandilla 18-R, aunque todavía existen algunas zonas del casco urbano que siguen en poder de la Mara Maquina y de la Mara Salvatrucha.
El paisaje rústico y un tanto desértico de los apenas dos kilómetros cuadrados de este caserío encaja bien con el cerro del fondo donde los pocos árboles verdes que quedan le dan un pequeño aire de vida a este lugar. A las casas sin techo les han sido arrancadas las puertas, los balcones de las ventanas, las ventanas, todo.
Seis familias fueron amenazadas en este pasaje por tener diferencias con el gobierno local, con la pandilla. Algunas dejaron de colaborar, otras no pagaron la extorsión, otras vieron lo que no tenían que ver, y otras más se fueron porque no aguantaron el miedo que los invadió.
Aquí, como dice uno de las principales normas de la pandilla que ha sido escrita en la pared de una casa abandonada, más vale ver, oír y callar. Y los habitantes de El Sartén lo saben. Ningún vecino dice haber visto u oído algo. Todos aseguran que, extrañamente, un día se levantaron y vieron las casas abandonadas.
En la entrada de una de las casas puede verse la aguja del contador de agua que se detuvo en 363 metros cúbicos. Más adelante, cruzando el umbral donde un día hubo una puerta, están las cuatro paredes vacías y unos vidrios quebrados. Al fondo, en un espacio que quizá sirvió de cocina, hay una mesa, un pedazo de tubo plástico que sirvió de chorro antes de que le quebraran la mitad y una pila sin agua. En el piso están los restos del éxodo repentino: peluches, una almohada, lazos de colores, bolsas, cartones, una mochila… todo como si no hubiera quedado tiempo de nada más que llevarse lo que se pueda. Más adelante hay un inodoro y un cesto de basura aún con papeles.
De las otras casas quedó menos. Aunque hay algunas que todavía tienen puerta, los pandilleros, armados con almádenas (martillos grandes) y piedras, desbarataron los techos de duralita y abrieron boquetes en las paredes. Destruyeron todo.
Cuando una familia decide irse de El Sartén no lo puede hacer sin contarle a nadie. Siempre llaman a la policía, no para denunciar las amenazas de la pandilla (eso podría significar la muerte inmediata para cualquiera) sino para pedir protección y escolta mientras sacan sus cosas hasta la carretera y se marchan lejos de aquí.
Hace unos meses, cuando comenzó la huida para tres familias, algunos vecinos accedieron a hablar con los policías y les contaron lo que pasó en varios casos, como el de la señora de la tienda del fondo del pasaje. Ella acababa de hacer una inversión en la casa: le cambió duralita, puso piso de cerámica y construyó unas paredes.
Pero la pandilla no tardó en notarlo y decidió aumentarle la “renta” o extorsión. La señora se negó a pagar el incremento. Al siguiente día murió. Ocho disparos regados en el cuerpo fueron el punto final para los más de doce años que llevaba la familia viviendo en el lugar. El mismo día, su esposo alquiló un camión y se llevó todo lo que pudo lo más lejos posible.
Hay una casa entre las abandonadas que parece tener marcas muy particulares de odio. La pandilla le abrió boquetes, le botó el techo, las ventanas, las puertas, como a las demás, pero adicionalmente la incendió y le puso un letrero: ver, oír y callar.
De este caso, un policía recuerda detalles. Sucedió que una joven de aproximadamente 20 años se encontraba en su sexto mes de embarazo, y un día se bajó de uno de los pocos microbuses piratas que llegan hasta aquí, en la entrada del pasaje. Pero se bajó en el peor de los momentos. Cerca de diez pandilleros caminaban en la calle armados con fusiles y escopetas. Cuando eso sucede, la pandilla impone prácticamente un estado de sitio y toda la gente debe encerrarse en sus casas sin hacer ruido.
Cuando los pandilleros vieron a la joven embarazada caminando sigilosa hacia su casa, la rodearon y le preguntaron que qué tanto veía. Ella les respondió que no había visto nada y que solo iba para su casa. Pero uno de ellos tomó el fusil y le pegó con la culata en el abdomen hasta que se orinó y cayó hincada. Ese mismo día abortó por los golpes que le dieron y al siguiente su familia se dio a la fuga antes de que algo peor pasara.
En El Sartén, las pandillas golpean con almádenas las casas abandonadas en horas de la madrugada para causar más terror, para que todos puedan oír y sepan que deben callar.
-Aquí desde que venimos a kilómetros de distancia ya nos tienen controlados. Ellos pasan en el cerro y desde ahí se mira todo, hasta el puesto policial lo tienen en la mira – dice un policía mientras camina por un pasaje entre dos casas abandonadas.
El silencio desértico es irrumpido por el bajo de un equipo de sonido que golpea con el ritmo del rap. Las miradas de los agentes se cruzan y una sonrisa extraña los hace cómplices. La letra es del rapero venezolano Canserbero.
Un policía que está cerca de la casa sonríe y señala hacia la casa. “Ahí vive uno”, me dice. “Esa música la ponen por joder, para retarnos. Ellos así son. Pero cuando venimos y nos agarramos a cuetazos solo salen corriendo como que son venados. Culeros”, insiste.
Intrigados por ver si en verdad había pandilleros en esa casa decidimos caminar hacia ella y tocar la puerta. De pronto el dispositivo de seguridad está frente a la casa de donde sale la música. Una niña de unos 14 años abre la puerta. Es morena y usa unos shorts rosados. Viene caminando con una escoba en la mano y tiene un bulto de basura en el centro de la sala.
Sonríe y le contamos que somos periodistas. No se inmuta porque ha visto a los cinco policías que nos acompañan. Pregunta que qué queremos y le baja un poco el volumen a la música para comenzar a platicar.
La niña señala un cuadro pegado en la pared donde se ve el rostro de su hermana montado en un paisaje. Cuenta que hace unos meses murió.
-¿Estaba enferma?
-No. La mataron.
Entonces pienso que cada vez es más convincente la verdad consuetudinaria de que morir con violencia en El Salvador es como morir de muerte natural.
La niña nos pide una pausa y dice que va a llamar a su mamá, una señora morena, rellenita que sale de la casa de su otra hija con las manos tapándole la boca y soltando un grito con tono de llanto.
-¡Dios mío, qué pasó!
Le decimos que tranquila, que somos periodistas y que quisiéramos que nos cuente cómo se vive aquí y un poco sobre el tema de las casa abandonadas.
Leslie Dayana es la joven del cuadro en la pared. Es su otra hija. A ella la mataron el 13 de septiembre del año pasado. Apreció semidesnuda debajo de un puente con varios disparos en el cuerpo. Era la mujer de El Wayno, el primer palabrero de la 18-R en El Sartén.
A Leslie la mató la misma pandilla. Desde los 13 años se había dedicado a cobrar la renta y pronto se convirtió en la mujer de El Wayno, el líder de la clica Locotes Cantón el Sartén (LCS). Pero cuando cumplió 18 años, una amiga pandillera “calmada” la invitó a que consiguieran dinero en un prostíbulo de San Salvador y Leslie le hizo caso.
En la pandilla no es permitido prostituirse para beneficio personal. Una mujer solo puede ser prostituta como un método de anzuelo y así conseguir presas que llevará hasta un lugar determinado donde los pandilleros lo van a asaltar. Esa es la especialidad de la LCS, robar carros que luego usarán para ir a “pegar” (matar) a otros lugares o también para prestárselos a otras tribus amigas.
Pero Leslie quizo ganar dinero para sí misma y no rompió solo una sino dos reglas de la pandilla. Aparte de prostituirse, se robó $20 de una extorsión que ababa de cobrar. En la pandilla el dinero de la extorsión se utiliza para armas y droga y el que cobra la renta solo se puede quedar con uno o dos dólares, dependiendo del palabrero que le toque.
Pero toda esta historia no la ha contado la mamá de Leslie sino los policías. Al contrario, la señora morena regordeta solo ha dicho que aquí es muy “calmado” y que no sabe nada de pandillas.
-Esa señora de ahí – dice, señalando una casa de láminas que también ha sido abandonada – se fue porque estaba enferma. Y, como usted ya sabe, aquí es bien difícil salir en la noche cuando a uno le agarra un dolor. Por eso se ha ido – dice.
-Y la gente de esta otra casa…
-Ah, ella igual – dice, señalando la casa de a la par – ella hace poco se fue por lo mismo.
El control que ejerce la pandilla en El Sartén no deja hablar a nadie. Aquí, toda la gente le puede asegurar a uno que se vive tranquilo, que aquí no hay problemas, que sí, las casas están abandonadas, pero a saber por qué. Aquí nadie vio ni oyó nada. Nunca.
Cuando nos damos la retirada del lugar, le pregunto a uno de los policías que cómo ha funcionado el modelo de Policía Comunitaria en este lugar. Uno de los que lo acompañan suelta una risa burlona y se calla de pronto, como con temor de un regaño.
-Vamos avanzando – responde, escueto – pero primero hay que limpiar todo lo negro para que la gente nos tenga confianza – insiste.
Nos separamos y me voy en la cama del pick up con el agente que se río y otro más.
-No lo quiere aceptar, pero eso no funciona aquí. Jamás va a dar resultado en este caserío. Esto está podrido. No tenemos ni valor de comprar una bolsa con agua aquí porque veneno nos pueden dar – confiesa el policía.
Mientras vamos saliendo por la calle de polvo le pregunto a uno de los agentes que cómo evoluciona el fenómeno de las pandillas luego de un operativo de “limpieza”, cuando se los llevan a la cárcel a todos.
-Mire, siempre salen más. No sé de dónde pero siempre salen más… es como si nacieran de la tierra.