-¿Cuántas veces has estado en un enfrentamiento?- Le preguntó el subteniente, clavado los ojos en el soldado de trasmisiones.
-Es la primera vez.
-A pues hágale huevos, cabrón- Le contestó el subteniente, mientras dejó caer sobre su pecho un manotazo que le sacudió el cuerpo entero.
El uniforme del soldado estaba bañado del sudor helado que bajaba de su espalda. El fusil M16 le temblaba en sus adolecentes manos. Sus hombros estaban cansados de cargar el pesado radio comunicador, la batería, el micrófono y la antena de repuesto. Toda la unidad de las Sexta brigada de la Fuerza Armada estaba estancada en un pueblo abandonado. La misión era liberar al pueblo de Alegría, en Usulután, de los insurrectos guerrilleros.
El calor asfixiante del oriente salvadoreño descendía con la caída del sol. A las cinco y treinta de la tarde llegó la orden. La misión era simple. Todas las unidades debían auxiliar al puesto del ejército que estaba rodeado por los guerrilleros.
Los soldados comenzaron a machar; atravesaron las veredas que, sin sol, estaban en penumbras. El pelotón se detuvo luego de un rato de marcha. Llegó una información de que el enemigo tenía hombres sembrados en todas las veredas, que era necesario salirse del camino. Las unidades se dividieron, unas avanzaron para intentar rodear a los guerrilleros. Las demás tenían que esperar. El soldado que cargaba el pesado radiotransmisor esperó nervioso en la oscuridad.
El tiempo pasó lento esperando que el subteniente saliera de su mutismo y diera las nuevas órdenes. La noches se les sacudió a la tres de la mañana, cuando el subteniente se levantó y ordenó reanudar la misión, los refuerzos habían llegado. Cogieron marcha nuevamente para cumplir la misión.
El ataque fue rápido. La avanzada del Ejército derribó las defensas guerrillas sin ninguna dificultad. A las ocho de la mañana, las bajas de ellos eran mayores que las del Ejército. Alegría había sido recuperada de las manos guerrilleras. Ese fue el primer enfrentamiento del soldado de trasmisiones quien después pelearía en los Batallones Atlácatl y Bracamontes e instalaría radiotransmisores por toda la Cordillera del Bálsamo. Treinta y tres años después dejaría las armas en los cuarteles, para ser el saxofonista de la banda de paz de la Fuerza Armada de El Salvador (FAES)..
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Tiene el rostro minado por cientos de orificios minúsculos, sus manos ásperas están llenas de marcas y denotan el entrenamiento militar de años, sus zapatos lustrosos brillan con el sol del medio día y su estatura, que no es mayor al metro sesenta, se esconde detrás de la fervorosa pulcritud de su uniforme militar. Mientras su mirada se pierde en la explanada de la plaza central del ex Cuartel El Zapote, el soldado recuerda cuando tenía diecisiete años de edad su padre los escondía, a él y a su hermano, para que ni la guerrilla ni el ejército se los llevara reclutados durante la guerra civil. Era el año 1983 en Rosario de Mora, municipio de San Salvador.
“Un día que viajaba desde la casa hacia San Salvador a dejar unos papeles para un trabajo de mecánico, la guardia paró el bus en el que yo iba, cerca de los Planes de Renderos. Bajaron a todos los hombres y los formaron en una fila. Se llevaron a los ‘más o menos’ al cuartel El Zapote en San Jacinto. Ahí nos chequearon para saber si no teníamos ningún padecimiento físico”, recuerda el soldado.
El joven reclutado tuvo la buena fortuna de haber ido a la escuela hasta noveno grado, lo que le valió para poder estar en la unidad del Comando de Apoyo de Transmisiones de la Fuerza Armada (CATFA). “Agarraban a todos los que tenía estudios de noveno a bachillerato”, recuerda. Tres meses de entrenamiento militar táctico y técnico eran suficientes para estar listos para la batalla. Le enseñaron el oficio de trasmisión de mensajes durante tres meses fugases. Después fue enviado a pelear.
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Luego de los Acuerdos de Paz, firmados el 16 de enero de 1992 en México, La Comisión de la Verdad, detalló que durante doce años hubo 75 mil muertos, 8 mil desaparecidos y 12 mil lisiados entre militares, guerrilleros y civiles víctimas del conflicto. De firmada la paz este 2016 se cumplirán 24 años de finalizada la Guerra Civil salvadoreña.
Y mientras el discurso político recuerda la pasada guerra como un hecho lejano en la historia, el país parece estar inmerso en un nuevo conflicto, otra “guerra” entre pandillas y entre el Gobierno y las pandillas que dejó un promedio de 104 homicidios por cada 100 mil habitantes el año pasado. La cifra más alta del siglo XXl en El Salvador, convirtiéndolo en el más violento del mundo.
“En los años ochenta, los soldados reconocían a los guerrilleros, y estos a los soldados, por sus distintivos, sus uniformes, sus formas de hablar y forma de comportarse. Ahora no, los mareros están es todas partes, entre los civiles. Aquí no se sabe quién es quién. Los enemigos de los guerrilleros eran los ricos. No se metían con el pueblo. Ahora no, ahora la víctima es el joven, los pobres”, relata el soldado que sobrevivió a la guerra.
Un total de 24 militares murieron en ataques o enfrentamientos con las pandillas durante el 2015. Tres de ellos era miembros del batallón de seguridad de ex Casa Presidencial. Por miedo a ser uno más de la cifra, los soldados y policías han optado por no revelar su nombre en entrevistas y no salir en televisión. Ese es el caso de este soldado que prefiere dejar su nombre en el anonimato.
“Nosotros cuando queríamos hacer una limpia en un pueblo donde estaban los guerrilleros, aplicábamos la táctica de Tierra arrasada. Íbamos unos mil doscientos o mil quinientos hombres armados y en menos de setenta y dos horas sacábamos a los guerrilleros”, dice el ahora saxofonista con aires de orgullo, sin embargo, acepta que si se aplicara la misma táctica militar en colonias conflictivas de San Salvador, no se terminaría el fenómeno de las pandillas. «Esa no es la solución», concluye.
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En 1986, ya siendo cabo de la Guardia Nacional, realizaba tareas de instalación de trasmisores en la zona de oriente. En San Miguel conoció al suegro de su hermano, Jesús Vásquez “Chusito”, que se encontraba destacado en la Tercera Brigada de Infantería, quien además era músico. El instalador de trasmisores fue tentado por el viejo músico a dejar el servicio militar.
-Salite y yo te enseño a tocar el saxofón-, le dijo Vásquez.
Pero antes de dejar el frente le tocó ver unas cuantas veces más a su madre muy afligida cada vez que le tocaba ir a los enfrentamientos. Salía de licencia cada tres meses. Cuando le contó a su mamá de la oportunidad de aprender música ella le dijo “aprovecha, salite ya”.
Así fue como el soldado cambio el fusil M-16 por el saxofón. “Chusito” le introdujo al estudio del solfeo. Dos años después de vivir en el departamento de San Miguel aprendiendo el arte de la música, a pocas cuadras de la Tercera Brigada de Infantería, regresó a su casa para estar con su familia en Rosario de Mora. Ahí siguió practicando el saxofón, yendo a escuelas de música y enseñando lo que sabía a las personas del pueblo.
A finales del año 1989, después de la Ofensiva Final, un amigo de la familia del saxofonista, que además era segundo jefe al mando de la banda de música de la Guardia Nacional, lo escuchó tocando el saxofón y le hizo una invitación, que ya presentía.
-Hay una vacante en la banda de la Guardia Nacional. Vos tocas más o menos, con el entrenamiento podes llegar ser un soldado integral-. Le dijo
-Vaya, está bien-, contestó como si lo hubieran vuelto a reclutar.
A principios de los años noventa el saxofonista volvió a vestirse de verde olivo. Reingresó a la vida militar, pero esta vez empuñando un instrumento musical. Luego que las rubricas fueron plasmadas en un papel en Chapultepec, México, el Gobierno y la guerrilla acordaron la paz para el país. Ningún bando ganó. La celebración lo llevó a tocar en un acto de traspaso de mando de la Guardia Nacional en el Centro Internacional de Ferias y Convenciones (Cifco) el 16 de enero de 1992.
La Guardia Nacional fue desintegrada en junio de 1992 por los acuerdos pactados entre la guerrilla y el Gobierno. La banda musical, vestía como militares y vivían en los cuarteles como militares. Fue así como la banda de música de la fuerza armada fue traslada a la Escuela Militar en 1994. El saxofonista primer tenor desde entonces forma parte de esa banda de musical de la Escuela Militar, destacado en el centro de historia del Museo Militar ex cuartel El Zapote.
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Según datos de Instituto de Medicina Legal (IML) las muertes violentas provocadas por las maras durante los primeros años del siglo veintiuno ya superan a las setenta mil víctimas que dejo la Guerra Civil durante doce años.
“Si el Gobierno o la guerrilla pedían un cese al fuego durante las festividades navideñas, se cumplía. Nadie disparaba durante setenta dos horas. A lo mucho un disparo aislado, pero nada fuerte. Había una espacie de ética”, recuerda el soldados.
En los tres primeros días del 2016 se registraron un total de 72 muertes violentas según datos de la Policía Nacional Civil (PNC). En la primera quincena son siete los familiares de policías y militares que han sido asesinados.
“Yo intente enseñarles música a dos cuñados que estaban metidos en las pandillas. Pero no les gustó. Querían andar vagando. Ahora uno está preso y el otro en libertad condicional. Yo tengo cinco hijos, y ninguno me salió malilla”, reflexiona el ahora saxofonista.
La guerra de los ochenta dejó a las familias salvadoreñas fragmentadas. El daño psicológico de un joven al estar dentro un núcleo familiar incompleto, los acerca más a realizar actividades delincuenciales, de acuerdo con algunos estudios. Para el miembro de la banda de musical de la Escuela Militar una de las causas de la violencia en el país es la desintegración familiar.
“Cuando yo llegaba tenia turnos de más de 24 horas, al llegar a la casa le pedía a mi mujer un ‘reporte’ de lo que habían hecho y que no habían hecho mis hijos. Intenté educarlos con disciplina militar”, dice el soldado con cierto orgullo de su rol como padre.
La falta de espiritualidad y la desintegración familiar es la principal causa que provoca un nuevo conflicto armado para el soldado músico. Después la responsabilidad es de los padres para que los jóvenes no caigan en las pandillas.
“A mí la Iglesia me enseñó que la culpa de todo la tienen los padres. Si en la casa se está fallando con lo espiritual, se falla en todo. Los hermanos de mi mujer por andar vagando dejaban a los hijos tirados. Sin comer. Si un niño no tiene que comer le toca andar robando. Si los papas no se hacen responsables, quien lo hará. A mí me gusta una frase que decía Monseñor Romero: ‘El que no tiene amor al prójimo todo, le vale’ decía.