El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

«La pandilla tomó por mulas a mis dos hijas para meter droga en un penal»

por Redacción


Los pandilleros habían llegado a pedirle favores mayores a las jóvenes que se habían relacionado con ellos. En realidad ya no eran favores, eran una obligación.

Las hijas de Andrés Fuentes (nombre ficticio), de 17 y 15 años, llegaron a su casa casi arrastrándose en el suelo. La menor de ellas venía dejando un rastro de sangre en el piso, mientras que la otra la ayudaba sosteniéndola en sus brazos.

Ambas venían llorando y su madre, Marcela, no sabía qué hacer. Tampoco sabía de dónde venían y no había caído en cuenta que la sangre provenía de sus genitales.

Marcela corrió al comedor, levantó el teléfono y lo primero que hizo fue llamar a su esposo.

– ¡Andrés! pasó algo con las niñas, tenés que venirte rápido a la casa, le dijo, agitada. Marcela no articuló bien las palabras pero él entendió la preocupación de su esposa.

En ese momento, Andrés, según recuerda, dejó sus quehaceres en una de la escuela de San Salvador donde ya tenía dos años de trabajar como subdirector. Estaba en su oficina cuando recibió la llamada. La casa quedaba muy cerca de la casa y llegó corriendo para saber qué pasaba.

Dice haber visto a sus hijas sentadas en el sillón, llorando. Una de ellas con una hemorragia en medio de sus piernas y su ropa había cambiado de color verde a rojo.

***

Algo no andaba bien desde hace aproximadamente dos años en la casa de los Fuentes. Sus hijas se habían vuelto rebeldes, tenían una actitud misteriosa. Incluso algunos días no llegaban a dormir; sus padres habían perdido casi todo el control sobre ellas.

Andrés cuenta que él y Marcela ya habían notado estas actitudes en sus hijas y en un principio trataron de frenarlas, pero no obtuvieron resultado. Ellas venían desarrollando una relación afectiva con los pandilleros de la zona en donde vivían.

– Tengan cuidado, esas relaciones no son buenas, les decía el angustiado padre, sin hacer nada más.

El padre de familia recuerda que trabajaba mañana, tarde y noche en la escuela; las responsabilidades que había adquirido durante 20 años de servicio hicieron que poco a poco se fuera descuidando de sus hijas. Su esposa también estaba preocupada por la situación, pero se aferraba a él esperando que solucionara las cosas.

En mayo de 2013, Marcela confesó a su esposo algo de lo que muy difícilmente podían salirse. Sus hijas, desde hace un tiempo, guardaban el dinero producto de las extorsiones que la pandilla realizaba a los dueños de pequeños negocios y motoristas. También les escondían paquetes de droga y armas.

“Tenelo, bicha, guardalo y más tarde o mañana lo vamos a venir a traer”. Marcela escuchaba frecuentemente estas frases en su casa. Los miembros de pandillas llegaban a ver y platicar con sus hijas. La actitud que tomó fue de resignación porque pensó que era casi imposible sacarlas de ese mundo en el que se habían metido y prefirió guardar silencio.

Ellas comenzaron a quedarse con parte del dinero de los pandilleros, como un tipo de pago por hacerles favores de guardar las cosas en su vivienda. Andrés trató de evitarlo, les prohibió la amistad, que llegaran a verlas o que regresaran a altas horas de la noche a la casa; pero era en vano. Al siguiente día tenía en la puerta de su casa al jefe de la pandilla preguntado por él.

“Mire, maitro, le vamos a pedir en buena onda que no esté molestando a sus hijas, ellas ya forman parte de la pandilla”, le dijeron sin tanta vuelta.

Al darse cuenta el peligro que empezaron a correr, las jóvenes quisieron apartarse de esas relaciones y les fue imposible. Ellas ya eran las encargadas de ir a traer paquetes de extorsión a los negocios y cobrar la renta a los motoristas, según relata ahora su padre.

De «mulas» hacia el penal de San Miguel

Los pandilleros habían llegado a pedirle favores mayores a las jóvenes. En realidad ya no eran favores, era una obligación. Un día, ellas y dos pandilleros iban en camino hacia el penal de Ciudad Barrios, en San Miguel.

Esta vez habían utilizado a las niñas como medio para poder introducir objetos al penal. Ya eran “mulas”. Las adolescentes se habían negado a hacerlo pero fueron amenazadas con matar a sus padres y a ellas.

La niña menor llevaba introducido en sus genitales una gran cantidad de droga. La idea era que tuviera una visita íntima con uno de los pandilleros dentro del penal y le entregara la droga.

Luego de una hora del angustioso camino, y por el maltrato que había recibido al introducirle la droga en su organismo, la niña comenzó a experimentar fuertes dolores, sangramiento y no pudo continuar en el camino.

En medio de gritos de dolor y preocupación de las jóvenes, fueron tiradas a su suerte en una calle entre San Martín e Ilopango , pero antes les sacaron la droga de sus genitales. Luego, como pudieron, subieron a un autobús hasta llegar a la casa.

Fueron recibidas por su madre, quien no entendía lo que pasaba, llegó Andrés y la llevó a una clínica privada cercana donde les dijeron que era necesario llevarla a un hospital para que la atendieran especialistas.

Pero ninguna de las dos quiso ir por miedo a que les tomaran los datos personales y tuvieran que explicar qué les había pasado. Salieron de la clínica en el mismo estado y se apoyaron en remedios caseros para que la niña pudiera hacerse limpieza en sus genitales.

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“Carlos, tengo miedo, me van a matar a mis hijas, a mi familia”, fue lo que primero que Andrés le dijo a su compañero de trabajo en ese entonces. Había acudido a él porque sabía que tenía relaciones cercanas con gente que trabajaba en la Fiscalía. Se reunieron, hablaron del caso y su amigo no dudó en ofrecerle ayuda.

Cinco días después lo citaron a declarar frente a un fiscal. Mientras contaba todo lo que había sucedido, la voz se le entrecortaba, temblaba y tomaba vaso tras vaso de agua. Cuando llegó a contar lo último que le había sucedido a su hija menor, se derrumbó en llanto frente a todos los que le escuchaban. Era una situación que todavía estaba tratando de asimilar.

De repente, se levantó de la silla en la estaba sentado rindiendo la declaración. Recibió una llamada telefónica de uno de los pandilleros. Preguntaba por sus hijas y quería saber dónde las tenía escondidas.

“Es que ella está hospitalizada, está mal, no te puedo decir dónde está pero calmate, esperate un tiempo”, le dijo. Sus hijas estaban en casa de los abuelos, lejos de la vivienda que habitaban.

Sin embargo, la denuncia se quedó en conversación.

El fiscal le dijo que si estaba dispuesto a interponer la denuncia le ofrecían protección policial, sacarlos del país o cambiar de identidad; pero nada de esto se hizo realidad. Andrés abandonó su trabajo sin decir nada, sacó todas las pertenencias de su casa. Nadie más supo de la familia Fuentes.

Según maestros y directora de la escuela donde trabajaba Andrés, ya era muy fuerte la relación que tenían las adolescentes y los pandilleros. Todos coinciden en que el miedo ganó la batalla a los padres.

Luego de dos años, madre, padre e hijos no han vuelto a aparecer en la zona donde vivían. Y menos que nunca, ya que esas estructuras han ganado más terreno en ese lugar.