Roberto todavía respira. Está inconsciente, postrado en una camilla de ambulancia. Una motocicleta lo arrolló y tiene el cuerpo deshecho: las rodillas quebradas y la cabeza partida. Está medio muerto y pronto será llevado a un hospital. Es una tarde de junio.
Hace unos minutos caminaba en medio de las calles y avenidas. Corría de un lado a otro. Limpiaba los parabrisas de los automóviles que se detenían ante la luz roja de los semáforos. Su cuerpo de niño frágil se consumía en la ropa holgada, sucia y haraposa que vestía. Pero una moto lo embistió y lo dejó en una profunda oscuridad. Inconsciente.
***
Son casi las dos de la tarde. Una jauría de niños corre, bajo un sol desgarrador, hacia los automóviles que se detienen frente al semáforo. Están en una esquina de la 17 avenida norte de Ciudad Merliot, frente a un reconocido centro comercial de Santa Tecla.
Al otro extremo, una mujer robusta y morena, está sentada en la acera y observa cómo los pequeñuelos piden una moneda a cambio de limpiar los parabrisas de los automotores. Parece estar concentrada, rígida, con el rostro cargado de seriedad.
No pasa de los 50 años. Viste con delantal blanco y una blusa negra desteñida. Una valla publicitaria la cubre de los rayos del sol. Está ahí, casi inmóvil, pendiente de los niños que tiene a su cuido.
Roberto está junto a ella, con la mirada perdida en el vacío. Atrás de su oreja izquierda aún tiene una cicatriz que delata el accidente que casi le arrebata la vida. De eso, han transcurrido poco más de dos meses.
Los más pequeños rondan los cinco años. Son tres: dos niñas y Roberto. Los demás alcanzan los ocho, diez o hasta diecinueve años de edad. Algunos están evidentemente desnutridos, descuidados, quemados por el sol. Marginados por la sociedad y el Estado. Olvidados por las instituciones que protegen a la niñez.
La mujer tiene su propia filosofía de lo que ahí ocurre. Todo le parece normal y lo resume en una frase: “Pedir dinero para comer no es ningún delito”. Nada lo piden a la fuerza. Y quien da una moneda o un pedazo de pan lo hace por su propia voluntad.
El semáforo está otra vez en rojo. Los niños y adolescentes vuelven a invadir las calles con trapos, palos y botellas con agua. Piden permiso para lavar los parabrisas. En otras ocasiones, echan agua sobre los carros y los limpian sin ninguna autorización. Algunos conductores dan una moneda, otros los ignoran y hay quienes suben los vidrios de las ventanas con evidente molestia.
Entre todos los niños y niñas, la menor es Diana. Tiene la piel oscura de tanto sol y la cabeza rapada. Aún no supera los seis años, pero es astuta para hacer el trabajo encomendado. Mientras los mayores lavan los parabrisas, ella pide dinero. Corre, brinca, se tira a media calle. Camina de un lado a otro, en medio del tráfico que inunda la carretera.
Un niño llora
A pocos metros, sobre la calle Chiltiupan, un niño de nueve años llora. Camina con un ramillete de banderas azul y blanco. Las intenta vender a los automovilistas que circulan por esa carretera que de Santa Tecla conduce a San Salvador, y viceversa.
Las lágrimas se escurren por sus mejillas. Llora como si hubiera recibido una paliza. Es delgado y moreno, aunque el sol también lo ha quemado más de la cuenta. Cuando el semáforo se pone en verde regresa a la acera, triste, con la esperanza hecha pedazos.
– ¿A cuánto estás vendiendo las banderas?, pregunto.
– A un dólar cada una, responde mientras se seca las lágrimas.
– ¿Y por qué estás llorando?
– Es que no he vendido nada.
– ¿Y te golpea tu mamá si no vendés?
– No, pero sí se molesta.
– ¿Cuántos años tenés?
– Nueve.
– ¿Y cómo te llamás?
– (Piensa su respuesta y después lanza una interrogante). ¿Verdad que usted no es del ISNA (Instituto Salvadoreño para el Desarrollo Integral de la Niñez y la Adolescencia)?
De pronto se da cuenta que los carros han parado otra vez. El semáforo está en rojo y el niño se pasea en medio de la fila de vehículos. Ofrece las banderas pero nadie compra nada. Ni una sola bandera.
***
Las horas transcurren lentas en aquella esquina. Los niños continúan en su inagotable tarea. La mujer sigue al otro extremo de la calle, observando como siempre. Los estridentes motores y el humo de los carros contaminan el ambiente. Son casi las cuatro de la tarde y el tráfico es ligero.
Después de un tiempo, la mujer conversa con más confianza. Asegura tener 25 años de pasar en esa esquina. Antes, mientras sus hijos limpiaban parabrisas, ella vendía rosas, dulces y frutas. Pero el negocio no iba tan bien y tuvo que desistir. Ahora solo está pendiente que a sus nietos no les pase nada malo.
“Esto está duro. Los cipotes de acá solo cinco dólares han hecho y los otros que tienen banderas no han vendido nada todavía. Mire, esto está malísimo”, reitera.
Todos los días, desde tempranas horas, abordan un bus en Sonsonate y viajan hasta Santa Tecla. La mayoría de veces se moviliza sola junto a sus nietos. En algunas ocasiones la acompaña una hija. Asegura que nunca se les ha acercado ninguna institución con el afán de brindarles ayuda.
A ratos los niños llegan a escuchar la conversación. Luego regresan a la otra esquina con sus trapos, palos y botellas. Y continúan con su trabajo. Su interminable trabajo de siempre.