La mano morena y huesuda de Rigoberto toma un puñado de granos de maíz y empieza a colocarlos uno a uno sobre las figuritas que le va dictando la voz que sale de un megáfono e inunda toda la gran sala. Sentado sobre un banco alto, este hombre delgado de 58 años juega a la lotería de cartón en el Centro Histórico de San Salvador desde hace 25 años y no sabe cuándo va a parar.
“El pino de la alameda / La mano que tiembla y tiembla / El nopal mejicano / La estrellita reluciente”, dice la voz del Cantador, y Rigoberto está presto a poner un granito de maíz sobre la figura que tiene en alguno de los veinte cartones que se compró de una vez para jugar este “chance”, a $0.10 cada uno.
Al fondo suena una canción ranchera de “Los Tinos” que dice “yo le doy un beso al viento y con el pensamiento te lo doy a ti”. Rigoberto la tararea a medias sin perder la concentración en las palabras del cantador que le va diciendo dónde colocar el grano de maíz.
La lotería de cartones La Central queda ubicada en las entrañas del Centro Histórico de San Salvador, a unas dos cuadras del Palacio Nacional y a menos de una del mercado Sagrado Corazón. Esta galera que alberga una veintena de mesas de lotería se ha convertido desde hace al menos cinco lustros en la versión más salvadoreña de Las Vegas, y aquí vienen, religiosamente, todos los días, cerca de cincuenta personas a jugarse la suerte de perder o ganarlo todo.
Cada mesa, de unos cinco metros de largo, tiene sobre sí más de un centenar de fichas con nueve figuritas diferentes cada una. Así están repartidas las 54 figuras que sirven para jugar la lotería en todas las mesas, y cuando el cantador va sacando cada una de la tómbola, la grita “con piquete” y los jugadores la señalan hasta que completen las 9 de una ficha.
El piquete es una especie de adorno retórico que el Cantador le pone al nombre de cada figura. Así, por ejemplo, cuando la figura llamada “La Dama” sale de la tómbola, el Cantador le pone piquete diciendo “La Dama siempre elegante, me enamora al pasar”.
Pero esta no es la única lotería del centro de San Salvador. Rigoberto asegura que hay al menos dos más, o, mejor dicho, quedan dos más. Porque antes habían varias pero la delincuencia y la mala situación económica en que cayeron muchos empresarios por el asedio de las pandillas y la mal llamada “renta” fue provocando que, local tras local, fueran cerrando.
-Cuando vos no pensabas ni en nacer yo ya estaba jugando lotería – me dice Rigoberto mientras hace una pausa y agarra más granos de maíz.
A las 10 de la mañana empieza la actividad de la lotería La Central. A esta hora comienzan a llegar los primeros clientes. Los mismos hombres de hace años, los ya conocidos. Estos hombres vienen, toman su lugar, le piden al apuntador que les aparte un número de fichas en la mesa de costumbre y empiezan la jornada con un cigarro y una buena plática con sus amigos del lugar.
Al fondo de la galera hay una tarima donde está el cantador sacando las bolitas con las figuras. Este recuadro de unos tres metros de ancho hace las veces de “oficinas centrales”, y es donde también pasan en fila todos los apuntadores para cambiar efectivo y dejar el dinero que recogen de cada chance y a retirar los premios para entregárselo a los ganadores.
Los baños también son algo particular en este lugar. La puerta del baño de hombres está identificada con la figura ampliada de “El Catrín”, y el de mujeres con la de “La Dama”. También los mingitorios tienen una puerta de golpe que tiene el dibujo de “El Borracho”.
Hasta los apodos de los conocidos aquí tienen que ver con las figuras de la lotería. Apenas viene asomando un hombre delgado y huesudo, blanco y pelo entrecano.
Cuando un jugador logra completar las nueve figuras de cualquiera de sus fichas, debe golpear de inmediato y con mucha fuerza la mesa o aplaudir hasta que el cantador le oiga. Este mismo proceso se repite durante los más de cien “chances” que se juegan a diario en La Central.
Habiendo perdido los primeros cinco chances, Rigoberto empieza a dudar de seguir jugando o no. Ya perdió casi dos dólares y las cartas no le pintan bien. Cada vez que pierde un chance debe regresar todos los granos de maíz al canal que divide en dos la mesa y volver a empezar de nuevo.
-Me han mandado con el pisto para pagar el recibo y no me lo puedo gastar – me cuenta, sacándose un recibo del agua cuando ha terminado el chance y el apuntador le pregunta que si va a jugar otra vez.
El premio varía según el precio del chance, y a partir del tercer juego del día el cartón se pone a $0.05 con un premio de $25, pero si el cliente llegó temprano puede jugar “la grandota” que es un premio de sesenta dólares cuando la ficha está a diez centavos.
Por todos los pasillos andan varias mujeres con delantales negros donde guardan cajetillas de cigarros para venderles a los clientes. Una de ellas, piel blanca, blanquísima y quizá de unos 27 años, se la acerca a Rigoberto y le sonríe. Usa una licra roja y una blusa negra, desnuda de la espalda. El jugador le pide que se acerque y le pide fuego para un cigarro que se saca de la bolsa. Empieza a fumar y dice que se acabó el juego. Al menos diez personas han ganado y él solo sabe perder.
Sin embargo, perder no es algo que le preocupe tanto a Rigoberto. Después de tantos años dice que se ha acostumbrado a perder de vez en cuando pero confía en los golpes de suerte que le suelen dejar gordo el bolsillo.
-Ya he ganado hasta cien pesos (dólares) y eso compensa hasta uno o dos meses de jugar – dice, risueño, como quien se levanta, polvoriento de la calle, y hace como que nada le ha pasado.
Esta mala racha no le quita la sonrisa de la cara y solo se levanta de su asiento para despedirse de sus amigos cercanos, otros que seguirán jugando hasta las tres, cuatro o cinco de la tarde en este mismo lugar, jugando a perder o a ganar, el siempre complaciente juego del azar de la lotería de cartón.