«Ahora estamos peor que en la guerra»
Parada a la orilla de la calle, Margot Sosa se seca el sudor de la frente con una toalla pequeña que lleva en las manos mientras mira fijamente la fila de camiones y pick ups que, estacionados frente a la catedral metropolitana de San Salvador, hacen las veces de buses normales del transporte colectivo.
Margot Sosa tiene 63 años y desde hace veinte viaja todos los días desde Ayutuxtepeque hasta el mercado central de San Salvador. Pero este lunes 27 de julio, el paro del transporte colectivo provocado por las pandillas le dificultó hacer con normalidad sus comprados.
Desde la noche del pasado domingo, las principales pandillas del país, la Barrio 18 y la Mara Salvatrucha, advirtieron a los empresarios de las principales rutas del transporte público de San Salvador que se abstuvieran de trabajar al siguiente día, o matarían a sus empleados.
La amenaza fue sellada con la sangre de un motorista de la ruta 2 y su cobrador, asesinados la noche del domingo en las cercanías del parque zoológico nacional. Esto llevó a que cerca de mil unidades del transporte colectivo suspendieran sus labores de manera indefinida desde la mañana del lunes, y que otras se les fueran uniendo conforme el paso del día, dejando así a miles y miles de personas con la necesidad de un medio para transportarse a sus destinos; entre ellas Margot.
Lo que podría haber sido un día normal para esta mujer se convirtió así en un caos. Luego de esperar un pick up que la llevara por menos de $1 al destino al que comúnmente se transportaba por $0.40, tuvo que caminar cerca de un kilómetro, aguantando los dolores en las piernas que le causa la artritis, para terminar subiéndose a un taxi que le cobró $7 por llevarla al centro.
Doña Margot se muestra resignada. El miedo infunden las pandillas, según dice, no la ha maniatado a ella, sino a todo un sistema de transporte colectivo, llevándose de paso a miles de salvadoreños que se quedan sin transporte, viviendo un dejá vu de los años ochentas, cuando, en medio de una guerra civil, los paros del transporte colectivo eran comunes.
Así lo afirma ella misma, haciendo una comparación que ya no es propia, sino la de muchos salvadoreños. “Ahora estamos quizá peor que antes, peor que el tiempo de la guerra, porque por lo menos antes sabíamos que estábamos en guerra y que no había que salir, pero hoy uno no sabe si cuando sale va a regresar vivo, muerto o si no va a regresar”, dice con tono de tristeza.
Margot vive en una colonia con fuerte presencia de pandilleros y asegura que se ha acostumbrado a ello, que conoce a “los jóvenes” y los ve sentados en grupos en las esquinas, que no es que le prohíban salir de su casa ni nada parecido, pero el miedo a veces la domina y por eso trata de no hablarles. “Porque evitar no es de cobardes, como dice el evangelio”, dice con tono de quien acepta algo que, aunque no le parezca, no puede evitar.
A Margot le tomó el doble de tiempo llegar al mercado Tinetti para hacer sus comprados que en un día normal. El paro de más de 100 rutas de buses la hizo pensar en alterar su rutina, pero al final terminó decidiendo continuar “a como se pudo”. “De todos modos, uno nada puede hacer; si, como dicen los jóvenes, aquí lo único que nos queda es salir de las casas, ver, oír y callar para poder regresar tranquilos”.
Margot tiene un impulso por salvarse, por hacerse creer a sí misma que no está del todo mal, que siempre hay uno que está peor que otro.
-Mire, a mí me ha tocado caminar, aguantar sol, perder tiempo y cambiar mi rutina por esto de la violencia, pero hay quienes han perdido la vida, usted, al menos nos queda darle gracias a Dios mientras estemos vivos.
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Peregrinar con cuatro hijos desde Mejicanos
Sobre el desolado bulevar de Los Héroes hay una mancha que irrumpe en el escenario. Luisa Martínez ha peregrinado ocho kilómetros junto a sus cuatro hijos y sus dos padres, desde el municipio de Mejicanos hasta el centro comercial Mentrocentro, en San Salvador.
Dice que salieron a las seis de la mañana de la casa. Son ya cerca de las nueve y apenas van llegando. Los niños ya no aguantan y don Alberto, el papá de Luisa, refunfuña a lo lejos. Es un hombre criado en el campo por lo que su molestia no es por tener que caminar, sino por las circunstancias en las que lo hace. Porque antes, en sus tiempos, en su pueblo, se caminaba porque no había medios, porque no había siquiera una calle buena donde pasaran buses, no porque las pandillas lo ordenaran.
Tomados de las manos, dos a cada lado, los hijos de Luisa llevan cerca de dos horas caminando desde su casa hasta su destino, con tal de encontrarse con su papá, quien los espera en las afueras del centro comercial.
-Teníamos que estar a las ocho de la mañana. Hasta nos venimos con tiempo para desayunar tranquilos, según nosotros, pero no encontramos carro que nos trajera desde allá por menos de un dólar cada uno, y ya solo sin eso nos quedábamos sin nada- dice Luisa mientras agarra a su hijo más pequeño y se lo monta en la cintura para hacerlo descansar un rato.
Para Luisa y su familia, vivir en la zona conocida como Calle a Mariona no ha sido fácil durante los últimos años. Las amenazas constantes de las pandillas no los han dejado vivir como una familia normal. El esposo de ella tuvo que buscar trabajo lejos, a pesar de que en un tiempo fue empleado de un taller de la zona.
La separación del núcleo familiar le ha traído muchos problemas a esta mujer que ahora teme por la seguridad de sus hijos, en especial del mayor, que ya está por ir a sexto grado, lo que en El Salvador, para una familia de pocos recursos, significa la amenaza latente de que grupos de pandillas pongan los ojos sobre él.
-Mire, por un lado nosotros confiamos en el poder de Dios y yo le pido todos los días que me lo guarde, que me lo cuide; pero por otro, me da miedo que solo por vivir en un lado y estudiar en otro me le vayan a querer hacer algo. Siento que es como una agonía.
El paro casi generalizado de buses impuesto por las pandillas ha sido, para algunos, una demostración del poder que estas ejercen sobre la sociedad, una extrapolación geográfica del temor que en sus calles, en sus barrios y sus colonias pueden imponer con facilidad.
La noche del domingo, luego del asesinato del motorista de la ruta 2 y su ayudante, un supuesto pandillero fue capturado con hojas volantes en las que se amenazaba a los empresarios para que no sacaran las unidades a circular. Cinco de los que se atrevieron y salieron a trabajar el día lunes ya no lo pudieron ni lamentar. Todos fueron asesinados mientras trabajaban. No hubo intentos de robo, no hubo asaltos. Simplemente alguien se subió, apuntó y disparó.
Resignados al sometimiento, cientos de personas tuvieron que pagar un taxi por el doble, el triple o más de lo que les hubiera costado trasladarse hasta sus destinos en un día normal.
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¿Qué hace un vendedor que se sube a los buses cuando no hay buses?
Dos hombres, uno gordo y uno flaco, están parados frente a la puerta de un autobús amarillo. Ambos son artistas de la calle, de los que se suben a los buses todos los días a pedir monedas a cambio de una canción o un par de chistes.
Uno es payaso, el otro canta rap. Son dos también afectados por el paro del transporte colectivo impuesto por las pandillas.
-Mire, si nosotros de aquí vivimos, pues, si en vez de oficina o un puesto en el mercado nuestro lugar de trabajo son los buses, y ¿qué vamos a hacer hoy que no hay?- dice uno, el delgado, el que canta. René.
Estos dos artistas trabajan en las rutas A, 8-A, 21, 37, 44, 5 y 29, todas en paro por las amenazas de pandillas, se han quedado prácticament sin trabajo, ante la imposibilidad de “invadir” otras rutas ya ocupadas por otros.
-Es que uno no puede subirse a cualquier bus. Ya hay otra gente que anda trabajando ahí, que llegaron antes. Uno no puede solo subirse, por eso andamos buscando las que ha puesto el gobierno – dice Marvin, el payaso.
Ambos artistas se suman a la lista de resignados a ver, oír y callar, y lo confiesan a voz quedita, como para que nadie los escuche. “Aquí, ya las leyes toparon. Lo único que se podría hacer es buscar una solución con todos los sectores de la sociedad, con todos, pero toditos, para ver cómo se puede cambiar esto, o si no, seguirle pidiendo a Dios”, asegura, en tono quedito, René.
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La otra cara de la moneda
-Lo que para unos es malo, a otros hasta nos beneficia.
El que habla es Amílcar Valle, un hombre de tez morena, regordete y de 42 años de edad. Motorista de una chatarrera. Cristiano al punto que cuando le habla a uno siempre le dice “hermano”. Anda dos biblias en su camión y una canción de Jesús Adrián Romero suena en las bocinas del mismo.
Amílcar dice ser y no ser víctima del paro impuesto por las pandillas al mismo tiempo. Por un lado, el hecho de que cerca de mil unidades de transporte no hayan salido desde el lunes a las calles lo hace sentirse víctima por el hecho de pertenecer a una sociedad sujeta a las decisiones de grupos criminales, de pandilleros. Pero por otro, dice, le da oportunidad de ayudar a la gente y, claro, ganar un dinero adicional.
Eran las seis de la mañana cuando Amílcar encendió el camión de su hermano y se dispuso a ir a trabajar a la chatarrera de la familia. Allí, como todos los días, clasificaría el aluminio, plástico y metal en tres toneles diferentes para luego empaquetarlos y llevarlos a la importadora. Pero hasta entonces no imaginaba lo que estaba sucediendo.
Cuando avanzaba por las calles desde la zona conocida como Ciudad Corinto, en la colonia Santa Rita, Mejicanos, varias personas le hicieron señal de parada, quizá pensando que él iba haciendo viaje hacia San Salvador; pero Amílcar no entendía. No había visto las noticias desde la noche anterior cuando avisaron del paro del transporte, cuando anunciaron que las pandillas habían amenazado con matar a los motoristas de los buses que circularan, ni tampoco cuando mataron a los dos de la ruta 2.
-Entonces llegué donde mi hermano y le pregunté que qué pasaba. “Andate en el camión y haces un par de viajes para ayudarle a la gente y ganarnos unas coras”, me dijo.
Así fue como Amílcar hizo el primero cinco viajes en menos de cuatro horas, convirtiéndose de chatarrero a motorista de “bus” por un día y ganando $75 libres, algo que, con su trabajo normal, hubiera hecho en tres días.
Amilcar también vive en una zona asediada por pandillas. Los mira todos los días, los saluda a veces, habla con ellos de vez en cuando. Dice que les predica el evangelio cuando tiene tiempo y se dejan, pero que la mayoría de veces los evita, agacha la mirada cuando pasa de cerca.
-Lo que pasa es que uno, estando en el mismo lugar con ellos, viviendo ahí desde siempre, no puede evitar conocerlos, haberlos visto desde chiquitos y ahora que ya están grandes, ellos también lo conocen a uno, lo respetan.
Sin embargo, este hombre de bigote acantinflado también dice tener temor en sus entrañas. “¿Por qué todos somos de carne, verdad?”. Pero el miedo no es por él, dice, sino por su hijo. “De todos modos uno ya vivió, pero no lo que no me gustaría es que le pongan los ojos a mi cipote”, señala, como dándose por vencido.
El hijo único de Amílcar vive la misma situación que muchos de su zona: no pueden estudiar en la escuela más cercana porque ahí todos lo conocen, por miedo a que lo esperen a la salida y un día, “por cualquier tontera”, lo puedan golpear.
-Yo todos los días se lo encomiendo al señor para que me lo cubra con su manto, porque en esta situación solo Dios es con uno, nadie más, ni el gobierno, ni las leyes, ni el Estado. Nadie.
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Muchos se han animado a comparar el actual escenario con los días de la guerra civil, el escenario del paro de buses provocado por la presión de las pandillas no es tan nuevo en El Salvador. La mañana del 9 de septiembre de 2010 se dio otro paro casi generalizado del transporte colectivo en el área metropolitana de San Salvador. Cerca del 80 por ciento de las unidades permanecieron guardadas durante las primeras horas del día, pero se fue regulando del mediodía en adelante.
Este evento se dio meses después de que un grupo de pandilleros quemaran una buseta en la colonia Jardín, de Mejicanos, donde murieron 17 personas calcinadas, algo que se convirtió en un parte aguas en las políticas públicas en el combate a las pandillas.
Entre los años 2005 al 2015 las pandillas han demostrado en reiteradas ocasiones que son capaces de subir o bajar el número de homicidios diarios, de acuerdo al son que le toquen. Solo en el 2012, cuando los líderes de las dos principales pandillas fueron trasladados desde el penal de máxima seguridad, en Zacatecoluca, hacia penales de menor rigor, el promedio de homicidios se desplomó de 12 a 5 en menos de 48 horas.
Sin embargo, luego de la ruptura de la tregua entre pandillas y la implementación de nuevas políticas de seguridad, anunciadas a principios de 2015, que implicaron reinvertir dichos traslados y la creación de tres batallones especiales con elementos de la Fuerza Armada para iniciar un combate frontal contra estas estructuras, los homicidios se elevaron a niveles nunca antes vistos, al menos desde la guerra civil de la década de los 80.
El último hecho que ha marcado pauta en la que parece ser una lucha incansable entre las pandillas y el Estado es el paro ordenado por dos líderes pandilleros recluidos en un penal, un paro indefinido que hasta este martes sigue afectando a los miles y miles de salvadoreños que, desde las calles, no pueden hacer más que resignarse y caminar hacia sus trabajos, una vez más.