Elizabeth no recuerda fechas. Lo único que sabe es que la primera vez que fue violada por su padrastro recién había cumplido los nueve años. En ese entonces, vivía con su madre en el cantón Chaltepe del municipio de Santo Tomás, San Salvador.
Recuerda que las primeras insinuaciones de su padrastro fueron tímidas. La abrazaba y le llenaba el rostro de besos. La cargaba entre sus piernas y le ofrecía dinero. Pero luego los besos fueron en la boca.
La primera vez que la violó fue una tarde que salieron a la tienda. Caminaron por la calle principal y, en determinado momento, su padrastro se introdujo en un camino donde había bastante vegetación. Le dijo que la esperara, que solo iba a orinar.
Luego salió y la haló de la mano. La forzó, besó su boca y tocó sus genitales. Luego le quitó la ropa, la acostó en el suelo y la abusó. Ella temblaba y lloraba casi en silencio. No gritaba y no decía nada porque tenía miedo.
Pasaron diez minutos. La pesadilla terminó. Su padrastro se vistió y se fue. Ella también se puso la ropa y por algún momento se quedó llorando en el suelo.
Después se fue a la tienda y luego regresó a casa. Se dio cuenta que estaba sangrado, pero calló, no quiso decir nada a su madre por temor a que no le creyera.
La segunda vez sucedió una semana después. Eran las siete de la mañana. Su madre se encontraba cocinando en el patio de la casa. Ella todavía estaba acostada en la cama, su padrastro entró a la habitación, cerró la puerta y se tendió junto a ella.
En ese entonces, todos dormían en la misma habitación y en el mismo lecho. Cuando su padrastro entró al cuarto le hizo una señal de silencio con el dedo. Le quitó la ropa y la comenzó a abusar. Su madre no supo nada.
Desde esa vez, ella se comenzó a alejar de su padrastro. En varias ocasiones trató de violarla, pero ella se luchaba con él. A veces lo evitaba y otras no. Así pasaron los años, entre abusos y amenazas. Ella siempre guardó silencio.
Una mañana de agosto de 2014, salió de su casa con rumbo a San Vicente a visitar a su hermana mayor. Faltaban pocas cuadras para llegar a la autopista y abordar el bus cuando su padrastro la alcanzó y le comenzó a gritar.
La amenazó. Le dijo que tenía que hacer lo que él decía y que si no le iba a quitar la protección con los pandilleros de la colonia. Le recordó que ellos eran sus amigos y que si no lo atendía, ellos la iban a violar y matar.
Con esas amenazas la introdujo a un predio baldío. La desvistió, la acostó en el suelo y abusó de ella otra vez. El hecho se repitió a la siguiente semana. Tenía miedo porque en ese entonces ya había desarrollado y pensaba que podía quedar embarazada.
Siempre, después de ser abusada, llegaba a su casa y tomaba unas aspirinas. Creía que con eso evitaría el embarazo. Las violaciones siguieron, siempre era la misma rutina, el mismo lugar, la misma hora.
La última vez que la violó en el predio baldío del cantón, su padrastro le planteó que ya no podían seguir haciendo lo mismo porque los podían descubrir. Le exigió que mejor fueran a otro lugar. Ella aceptó debido al pánico que le tenía.
Fue entonces que su padrastro la comenzó llevar a un motel de San Salvador. Las veces que iban pasaban horas adentro de una habitación.
Un día fue a visitar a su hermana mayor y le contó todo lo que había pasado. Su hermana le instó a que denunciara, pero Elizabeth dudó.
En cierto momento le confesó que años atrás, cuando vivían en una casa del municipio de Cojutepeque, ella también había sido abusada por su padrastro. Y que cuando le había contado a su madre, esta no le había creído. Ambas lloraron y se abrazaron.
Al final se convencieron y fueron a interponer una denuncia a la Policía Nacional Civil (PNC). Días después, Rafael Antonio Sigüenza fue capturado. El Tribunal Sexto de Sentencia lo condenó la semana pasada a 26 años de prisión por el delito de violación agravada.