Los vecinos solo escuchaban aquellos vacilantes y macabros gritos: “¡Azael se está quemando!”, “Azael se está quemando”.
La voz era de un niño de solo once años. Tosía. Tosía fuerte y eso le apagaba la voz al niño desesperado que advierte que su hermano se está quemando.
Al lado del niño, el hule de la llanta de su bicicleta parecía chicle. El asiento también. El fuego derretía todo lo que se metía entre las altísimas temperaturas de ese viejo cañal.
Un niño de once años y su hermano Azael, de 16 años, pasaron hace algunos días un buen rato observando cómo se quemaban las hojas y tallos secos, la maleza, tal como sucede en todas las zonas azucareras del país.
Cuando los vecinos olieron el humo en el caserío Capitán Lazo de Puerto Parada, se sabía que las quemas de cañales ocurren todos los años. El hecho no era nuevo.
Era evidente que ese día el fuego tenía más libertad que otros días en ese enorme cañaveral. Un viento costero, ondulante y rebelde, le daban mucha fuerza al incendio. Tal era la fuerza, en ese momento, que del cañizal se levantaban lenguas de fuego de hasta cinco metros de altura.
El fuego tenía su propio ritmo, era errático: Por ratos avanzaba y en otros momentos se mostraba vacilante.
En medio de todo aquello, los hermanos Azael y Selvin Cortez escuchaban entre sus familiares que el fuego se había descontrolado, que incluso había quemado una casa con todo y sus muebles.
Por eso se convencieron que debían acercarse al fuego. Creyeron que lo mejor era “salirle adelante”. Por eso tomaron sus bicicletas y decidieron seguirle las destructoras huellas al fuego.
Antes de hacerlo recibieron la advertencia de sus familiares: “Cuidado, con el fuego no se juega”.
En sus maniobras orientadores, y sin perderle la vista al fuego en el horizonte, los niños pasaron corriendo, sobre sus bicicletas, por una angosta calle.
Pronto llegaron a unos ochocientos metros del fuego. La casa estaba abandonada. El fuego crecía. Al parecer, quienes iniciaron el fuego no lograron controlarlo. Cultivos cercanos al cañal, tuberías de riego y hasta una vivienda con todo lo que tenía adentro, eran las presas de las llamas.
La dirección del viento era, por momentos, indescifrable. Y fue así como, de pronto, los niños no se percataron que estaban rodeados por el fuego.
Hacia la libertad
Los dos niños hicieron un estudio mental de su situación. Ante la nueva situación, debían recorrer unos ochocientos metros. Tenían que cruzar un cañaveral que ardía. Lo primero que reconocieron es que se había metido en una verdadera trampa.
Entonces, cuando ya los envolvía una nube de humo y llamas, uno comenzó a correr tras el otro. Los separaban dos metros.
Pero la idea de correr en medio del fuego no fue buena. Muy pronto el humo y el fuego los cercó. Entre ellos no se miraban. Simplemente se gritaban.
La situación de ambos empeoró. De nuevo se habían metido en una trampa que sería mortal para uno de ellos.
Desesperados, y sin poder mirarse, cada uno de ellos jugó su propia lotería. Azael −un nombre bíblico que significa hecho por Dios−, cayó al suelo. Su bicicleta también. Desesperado le grita a su hermano que siga, que se salve, que pida ayuda, que corra, que deje la bicicleta, que llame al tío de ambos para que le ayude.
“Andate Selvin, andate”… le gritó a Azael
Pero Selvin se desorienta. Casi cegado por el humo, no comprende las instrucciones de su hermano, y cuando creía que corría alejándose del fuego, más se consumía en el territorio de las llamas.
Selvin no pensaba en él. Más bien gritaba que su hermano Azael se estaba quemando.
Algunos vecinos y agricultores que llegaron al lugar atraídos por los gritos, no sabían qué hacer. El fuego y el humo los enceguecía. Selvin no gritaba por él. Pedía socorro para su hermano de 16 años. Era su hermano mayor que amaba hasta donde le llega su alma.
Los hombres que miraban todo aquello que sucedía en escasos minutos, le gritaban a Selvin que corriera, que el fuego crecía.
Por eso es que el niño se levantó y corrió hacia las voces que escuchaba a los lejos. Retoma su bicicleta y comenzó a pelear de nuevo. “¡Corran!.!¡Corran! ¡Corran!…”, gritaban los vecinos.
Pero Selvin no dejaba de clamar por su hermano Azael a quien creía en peor estado que él.
De repente, surge otra ola de fuego. Selvin cae al suelo. Su bicicleta también. Un árbol cae al suelo incendiado. Las llamas no tienen piedad ni perdona la destrucción. Selvin no puede más: El fuego lo quema. Trata de cubrirse. Se coloca en posición fetal. Nadie puede hacer nada por él.
Los vecinos se asustan. El niño ya no grita. Ya no pide ayuda por su hermano Azael. Tose, solo tose. Un ingeniero dice que lo escucha. Pero todos saben que si corren a ayudarlo se juegan la vida.
Lo único que se sabía desde afuera era que nos niños estaban en peligro inminente. Eso mantenía el corazón de todos como si tuviesen un acelerador artificial.
Ante todo eso, algunos hombres se llenaron de valor. Se metieron entre la nube de humo y fuego y escucharon a un niño toser. Solo tosía. Un hombre mira hacia el suelo y encuentra al niño. Estaba tirado en el suelo. Seguía en posición fetal. Y entonces, como pueden, salen con el menor en sus manos.
Al niño no se le escucha lo que dice. Su cuerpo está muy quemado. Apenas balbucea. Lo escuchan decir, de nuevo, que salven a su hermano, que lo saquen de las llamas.
El cuerpo del niño tiembla. Se sacude en remezones. Su cabello está achicharrado. Pronto su cuerpecito comienza a llenarse de ampollas. Lo único que le queda sin quemar en su cara. La protegió con sus manos que están ardidas. Seguía diciendo que salvaran a Azael, que se estaba quemando. Hay evidencias que, ante el fuego, el niño intentó cubrirse con tierra. Pero eso en nada le ayudó.
Todos saben que Selvin está grave. Lo llevan corriendo hasta un pick up para llevarlo a un hospital. El niño alucina. Intenta pararse y hasta trata de saltar de la cama del auto. Quienes lo llevan le piden que se tranquilice.
Cuando miran hacia atrás, miran a Azael, Está a salvo. Quiere correr detrás del pick up pero no puede. Sabe que ahí llevan a su pequeño hermano. Llora. Está angustiado. “Calmate, hijo, le dice alguien”.
A Selvin le gritan que Azael está vivo. Pero ya no escucha. Viaja desvanecido, inconsciente. Tiembla. Tiembla muy fuerte. Parecen convulsiones. Ya no puede pedir ayuda para su hermano. Mucho menos puede saber que su hermanito se salvó.
El pick up recorre unos diez kilómetros a toda velocidad. Todos saben que el niño se está muriendo. Por eso lo llevan hasta el hospital Nacional de Usulután. Al llegar ahí, los médicos lo trasladan de urgencia al hospital Benjamín Bloom de San Salvador. El cuerpo tiene un importante porcentaje quemado. Nadie apuesta a la vida de Selvin. Se sabe que el fuego y el humo afectaron drásticamente las paredes de sus pulmones.
Poco después un vecino llega al sitio y resume el veredicto médico: “El gas caliente lo quemó por dentro. Es difícil que se salve”, le dicen a sus familiares que lloran ante lo que sucedió. Y les piden a todos que no le digan nada a Azael.
Selvin murió el 8 de abril a las seis de la tarde. Por más esfuerzos de los médicos, no pudieron salvarle la vida.
La casa de Selvin solo tiene un cuarto construido con lámina y unos trozos de madera. Tiene unos sesenta metros. En esa única habitación se veló el cuerpecito de Selvin. La madre de los dos niños no quiere que miren así a Selvin. Pide que lo recuerden vivo.
Los dueños del cañal pagaron los gastos del funeral. Dicen que Azael estaba como si estuviese paralizado en la vela. No quería hablar con nadie. Solo lloraba. Cree que si Selvin no se hubiese desesperado para encontrarle ayuda, no habría muerto. Sabe que su hermano fue un héroe. Que los dos cometieron un error. Pero que Selvin será su héroe durante el resto de su vida llena de pobreza y limitaciones.
Azael solo tiene algunas quemaduras. Muchas pero no graves. Los niños saben que también le mintieron a su madre. Le dijeron que irían donde la abuela a cuidar las vacas.
Pero, todos saben que, en silencio, camina el alma de un héroe. Por eso no paraban de llorar.