Tiberio Arnoldo Romero y Galdámez es el penúltimo de los hijos del matrimonio Romero y Galdámez. Algunos conocedores de monseñor Óscar Arnulfo Romero aseguran que era uno de los más cercanos al obispo y fue uno de los que quiso interverir para que no lo mataran.
Aún vive en San Miguel. Su voz se escucha muy cansada, es un estudioso de la causa de su hermano y un ávido lector de las noticias referentes al mártir; fue el primero de la familia de enterarse del ataque de la muerte de monseñor y uno de los más grandes defensores de su obra.
Habló a diario1.com sobre habla de la niñez y juventud del obispo hasta su muerte:
Óscar siempre fue humilde, le gustaba jugar con los niños. Le gustaba jugar a hacer carrozas, procesiones y cosas así. Él tenía un amigo, Arcadio Portillo Sosa, que le ayudaba a formar una banda y hacían pitos de bambú o de cualquier clase de carrizo. Esos eran dos personajes que jugaban y no sabían que en realidad eso era lo que iban a ser de grandes. Óscar se hizo sacerdote y Arcadio músico, quien fundó un conjunto musical “Atlético Salvadoreña”; él tocaba en cualquier parte que lo llamaban, hasta en Los Planes de Renderos. Dos bonitas vocaciones las de ellos.
Mi papá era telegrafista y tenía su cargo en el correo; a monseñor le gustaba repartir las cartas y la gente así lo fue conociendo mejor. Casi no jugaba, pero le gustaba estar en medio de todos los que hacíamos algo y si lo hacía tenía que ser algo que pudiera practicarlo. Él prefería los juegos no tan pesados como contar cuentos, “escondelero” o cualquier otro suave para él.
Otra vocación que se le descubrió es que mi papá quería que él fuera carpintero. Entonces habló con un amigo que tenía una carpintería, Juan Leiva. Él observaba al muchacho que llegaba bien puntual, que se llevaba con los demás aprendices y que era bastante servicial. Eso lo iba admirando el maestro Juan Leiva y lo que mejor le parecía es que al salir del trabajo se iba a orar a una iglesia que estaba cerca de la carpintería, era la iglesia de Roma, ahí está esa iglesia todavía.
Juan era hermano del alcalde, Alfonso Leiva, y le dijo que tenía a un joven con vocación de sacerdote. Vino el alcalde y lo pidió para platicar y hablar sobre la vocación, y si realmente quería ser sacerdote. Óscar dijo que sí y que sus papás le daban permiso.
“Entonces te voy a presentar con el párroco, Benito Calvo”, le dijo el alcalde.
Cuando llegó a platicar con el párroco le comentaron que él tenía una vocación y fueron a las oficinas del telégrafo de mi papá y le dijeron que Óscar quería ser sacerdote y que si le daban permiso para que se le cumplieran sus deseos. Mi papá no sabía si él tenía vocación, pero el sacerdote y el alcalde le reiteraron que habían detectado en él esa aptitud.
“Bueno, en qué condiciones sería que él (Óscar Romero) pudiera entrar al seminario”, dijo mi papá.
Entonces los interesados contestaron que eso lo determinaría monseñor Juan Antonio Dueñas y Argumedo, el arzobispo de San Miguel que, casualmente, andaba haciendo las confirmas. El obispo salía cada siete años para ver quiénes estaban preparados para cumplir con ese sacramento. Desde San Luis La Reina hasta Carolina y luego llegaba a Ciudad Barrios. En ese entonces, pasaba muy seguido. Ese día no iba a tardar en pasar, la gente lo iba a encontrar. Salían bien contentos a verlo siempre, hasta hacían procesiones hasta que llegaba al convento.
Ese día el obispo llegó al convento, y después de cenar, le preguntó al párroco qué había de bueno. El párroco le contestó: “lo mejor que tengo ahorita es una vocación”. Luego lo fueron a traer a la carpintería y llegó el obispo y estuvieron platicando con mi papá para saber las condiciones.
En broma le dijo Dueñas y Argumedo a Óscar “vas a ser obispo”. Le dieron media beca, o sea 15 colones, la beca completa valía 30 colones en el seminario.
Mi hermano se fue los primeros días de enero y mi papá lo llevó en un caballo al seminario. Ahí ya tenía 13 años, llegaron de madrugada porque el camino se tenía que transitar en carreta de bueyes o mulas. El recorrido era como de 45 kilómetros. Mi papá llevó para pagar dos medias becas o sea 30 colones.
Cuando estaba allá, tenía que mandar la ropa sucia y desde la calle llevábamos la ropa limpia. Había varios amigos de mi papá que le ofrecieron llevar sus cambios. Uno de ellos era Juan Martínez a quien le decían “El Purero”, porque hacía puros. Él era uno de los que se ofrecieron a llevarle su ropa, mi papá también le mandaba unos sus cinquitos (monedas de a 5 centavos de colón) por si tenía necesidad de algo.
Éramos ocho, el mayor Gustavo, le seguía Aminta Isabel (se murió siendo una bebé), de ahí Oscar, luego Aída, Rómulo, Mamerto, Arnoldo y Gaspar Romero y Galdámez; a los mayores mi papá les enseñó el oficio de telegrafista. Un sobrino de mi mamá, Antonio Galdámez, también aprendió el oficio de telegrafista y los dejaban ir a trabajar con Gustavo, y les consiguieron trabajo en una oficina de telegrafista.
Mientras tanto, Aída, Rómulo y Mamerto me contaban que ellos iban a jugar a la molienda con Óscar. El lugar estaba unas siete cuadras al poniente de Ciudad Barrios, era de un señor que se llamaba don Miguelito Amaya. Ellos se iban ahí a chupar caña y a comer de todo lo que sacan de la misma. Comían batidos o tomaban jugo de caña y don Miguelito no les negaba nada. Ya regresaban casi llenos a la casa, casi no almorzaban y les gustaba ir mayormente los sábados. Ellos también jugaban de “Ladrón Librado”, salían corriendo y se ganaban uno a otro la carrera.
Recuerdo que la comida que más le gustaba a Óscar era el huevo picado, huevo en torta y los frijolitos.
Cuando mi hermano estaba en el Seminario y llegaba de vacaciones nos platicaba lo que hacían ahí. Mi papá siempre tenía unos pajaritos bien que cantaban y un día Óscar les abrió la puertecita y todos salieron volando en libertad. A él no le gustaba que estuvieran enjaulados. Mi papá era bien enojado, pero esa vez no le dijo nada, para no echarle a perder la vacación. En la casa teníamos chuchos y gatos, pero lo que mi papá más contemplaba eran los pajaritos; le encantaban, unos eran blancos, amarillos y azules, tenía de todos los colores.
Él (Óscar Romero) antes de ser obispo fue arzobispo auxiliar. Teniendo ese cargo lo mandaron a Santiago de María, ahí constató mucha pobreza. Cuando era temporada de corta de café, llegaban personas de todas partes. Aunque a la gente no le pagaban lo suficiente, lo que decía la ley. Además de eso, ellos dormían en el parque, había niñas, niños y se vivía una situación de pobreza; las noches eran muy frías. Entonces mi hermano les mandó a abrir las puertas de la iglesia para que se refugiaran. A mi hermana le dijo que les hiciera café y ella se los llevó.
Cuando estaban ahí, les pasó unas cosas bien feas. Había un lugar que se llamaba Las Tres Calles y ahí le masacraron a la gente; en la Diócesis de San Vicente estaba una comunidad llamada La Cayetana. Y un obispo, Pedro Aparicio, fue a dar parte a la guardia y no se dio cuenta que fueron ellos mismos quienes los mataron. Pusieron la denuncia y le dijeron que verían lo que iban a hacer.
Monseñor Romero
En tiempo del presidente Arturo Armando Molina, Romero le envió una carta porque lo consideraba amigo. En el documento decía que averiguara y que ahí no había subversivos. En ese tiempo renunció el arzobispo Luis Chávez y González y hablaron con el Nuncio y el presidente para pedirle poner un arzobispo y entonces fueron donde estaba el obispo y a otras partes para que apoyaran a Romero. El que apoyaba a Romero era monseñor Arturo Romero y Damas porque fue el auxiliar que tenía. A mi hermano lo iban a poner de arzobispo, pero él no se daba cuenta. Creyó que se equivocaron. Quienes lo pusieron se equivocaron, pensaron que lo iban a mangonear. La Providencia de Dios siempre lo llevó a la justicia. Cuando a Óscar lo llamaron llegó a San Salvador a cumplir su cargo. Él dijo que iba a ver cómo estaba todo ahí empezó a ver que se le repartieran tierras a los pobre, para eso pidió ayuda a Molina y a algunos adinerados. Por eso hicieron un decreto de Reforma Agraria. Los partidos millonarios de siempre le llamaron la atención que él había dicho que no iba a dar más plata.
En la última homilía, Monseñor Romero se enojó porque le habían matado unos sacerdotes y había un malestar con la iglesia. Él se quedó solito, nadie hablaba con él. Luchó, luchó, hasta que dio la vida y mire lo que ha pasado.
Una vez yo le di una razón de unos políticos que me habían dicho que hablara con mi hermano y me dijeron el lugar, la hora y la condición para hablar con él. Le di la razón y él me dijo: “No te metas en esto, que hablen a la secretaría, ahí yo les voy a decir si los recibo o no”.
Entonces le contesté: “bueno, esta es una razón que yo te traigo. Últimamente solo le íbamos quedando cuatro hermanos: Aída, Gaspar, Mamerto y yo.
Yo le decía a mi hermano que la gente no agradecía, que viera al Señor (Jesús), cuántos milagros hacía y lo salieron matando”. Mi hermano era incorruptible, también le gustaba luchar por la verdad.
Con él no había que confundir la humildad con la timidez. Después que salía de las homilías iba a visitar cantones, a las vías del tren, había gente que vivía cerca de estas y que necesitaban su ayuda.
Él era humilde, no era creído, ni vanaglorioso. Hasta con los que no lo querían era así.
Tenía buenos amigos, uno de ellos era Pepe (José) Simán. Monseñor hizo todo lo posible para ayudar a la gente. Nadie lo iba a callar, él era la voz de los sin voz, como dice un libro de él. Hay otros libros que escriben mentiras también, cosas que no son y que buscan demostrar otras cosas.
Su muerte
El día que lo mataron yo estaba en San Miguel con mi hermano Gaspar. Fui el primero que me di cuenta. Nosotros llevábamos la contabilidad de la farmacia Universal, cuando una de las empleadas de esa farmacia, era una amiga de nosotros, me llamó y me dijo casi llorando “ahí traen a monseñor. Creo que ya viene muerto”.
Entonces le llamé a un sobrino mío y le dije que nos llevara a verlo. Él tenía una reunión con los maristas y solo esperamos a que saliera de ahí. Ya habían puesto Estado de Sitio, y no nos dio miedo, nosotros salimos para San Salvador. Ya lo estaban operando a él cuando llegamos. Fue la tristeza más grande para una familia, más con un hombre como él (narra haciendo pausas y con voz quebrantada).
Ahora, monseñor ya los perdonó (a sus asesinos) por todo lo que hicieron, al intelectual, al mayor Roberto d’Aubuisson. Él ordenó a sus subalternos que tenían que fueran a hacer ese hecho. Vio en el periódico una esquela de la misa de doña Sarita de Pinto. Nosotros ya no nos metemos en eso.
Rumbo a su beatificación
Arnoldo sabe bien que el próximo 23 de mayo, su hermano monseñor Romero será beatificado. Está consciente que se esperan más de 260 mil personas a este acto y su familia ya tiene su “silla apartada” para presenciar este magno acto.
Mientras se despide, pide los últimos datos del periódico para estar pendiente de esta publicación, porque él lee todo lo relacionado a su hermano.