Ellas saben que sus hijos están muertos. Y sin embargo, esperan impacientes, tensas y confusas. Sus rostros reflejan angustia. Se abrazan unas con otras, tratan de consolarse, de reprimir las lágrimas, de negar lo innegable.
Afuera están ellas −las madres− pero también hay vecinos, amigos y curiosos. Aglomerados, hechos puño. Quieren saber qué sucedió. El tedio que produce la espera se apodera de ellos.
En la escena también hay policías, fiscales y periodistas que van y vienen. Pandilleros camuflados que caminan, en silencio, de un lado a otro.
Hace calor. El sol golpea con fuerza en esa zona de cañales y casas construidas con ladrillos, bajareque y láminas. Hay vegetación que circunda los alrededores, pero insuficiente para brindar sombra a los ahí presente.
Algunas señoras se cubren las cabezas con pequeñas toallas blancas y amarillas. No es suficiente. Los rayos filtran la tela y queman la piel.
Una mujer carga a una niña de tres años que no para de llorar. Le dice que se tranquilice, que su “papito va a regresará pronto”. Pero su padre no regresará más, está muerto junto a otras personas al interior de la casa.
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La fiesta ha terminado y la música ha dejado de sonar. Los invitados que quedan consumen las últimas cervezas y otras bebidas alcohólicas. Están sentados en sillas plásticas, en la parte trasera de la vivienda que colinda con un cañal.
Son pasadas las doce de la noche. Unos focos iluminan el patio de la casa. Los jóvenes siguen departiendo. Y de pronto, cuatro sujetos que visten trajes oscuros y chalecos antibala irrumpen el lugar. Disparan sus fusiles M-16 y AK-47. Las ráfagas ensordecen a los vecinos. No cesan, suenan una tras otra.
Algunos logran escapar, pero otros quedan tendidos en el terreno, inmóviles y desangrados. En ese momento, los sicarios sacan sus pistolas y les dan el tiro de gracia a quienes aún están con vida.
Incluso una de las víctimas intenta esconderse en una habitación, debajo de una cama, pero su victimario no le da tregua y lo remata de varios disparos. No tuvo escapatoria.
Al terminar de masacrar a sus víctimas, los ejecutores se largan a paso lento. Los perros aúllan y a lo lejos se escuchan disparos. Una camioneta enciende su motor y se pierde entre los cañales.
Los sobrevivientes
Los asesinos no ejecutaron a todos los invitados que se quedaron al final de la fiesta. Hay unos que pudieron escapar y ahora son testigos. Narran con temor lo que sucedió la madrugada de este martes.
El lunes por la tarde, más de sesenta personas llegaron a la casa de doña Blanca, quien los había invitado para celebrar la graduación escolar de una hija. Hace unos días le entregaron su certificado de noveno grado.
Hubo música, baile, comida y felicitaciones para la joven graduada. Durante varias horas todo fue alegría y festejo. Pero cuando ya había finalizado la fiesta, y únicamente quedaban pocas personas, llegó la tragedia.
No todos murieron. Hay quienes sobrevivieron a la vorágine de balas y ahora relatan lo sucedido. Tienen miedo y por eso hablan suave y pausado.
José llegó a la fiesta pasada las siete de la noche. Estaba presente cuando llegaron los victimarios. “Aquí lo que pasó es un ajuste de cuentas. Uno de los muertos, que le dicen el Snoopy, se había retirado de la pandilla. Y como dicen que no hay vuelta atrás, lo vinieron a ajusticiar. Pero barrieron con todos los que estaban en la mesa”.
“Yo estaba con ellos, me había tomado dos cerveza. Cuando vi que llegaron los cuatro sujetos por el cañal, me aparté y me escondí entre aquellos matorrales (señala unos arbustos). No me convenía”, concluye.
Carmen, una mujer de avanzada edad, que se había quedado ordenando sillas en la vivienda, escuchó las detonaciones. Casi por inercia tiró las sillas y se escondió atrás de un árbol. Luego caminó sin rumbo. No recuerda cómo, pero de pronto estaba subida en la cama de un pick up, estacionado afuera de la casa.
“Escuché los gritos de la gente que pedía ayuda y los balazos que sonaban bien fuerte”, recuerda.
Pasó varios minutos escondida en el vehículo. De pronto observó que su hijo entró a la vivienda y sacó entre sus brazos a doña Blanca, quien estaba herida e inconsciente.
“Se movía como cuando uno se está muriendo”, evoca.
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Pasadas las seis de la mañana, la Fiscalía General de la República (FGR) informó a través de su cuenta de Twitter sobre la masacre de ocho personas (siete hombres y una mujer) en una casa ubicada en el cantón Santa Emilia, carretera hacia Acajutla, Sonsonate.
De acuerdo con el fiscal Óscar Torres, un grupo de cuatro hombres armados con fusiles de asalto AK-47 y M-16 llegaron a la casa donde se encontraban al menos 15 personas celebrando la graduación de la joven
Las víctimas fueron identificadas como Miguel Antonio Vides, de 19 años, Óscar Miguel Sermeño, de 18, Rafael Antonio Hernández, de 26, Nelson Antonio Hernández, de 21, Edgardo Misael Acosta, de 28; Cristian Eliseo Romero, de 23, y Miguel Ángel Martínez, de 24. La mujer fue reconocida como Blanca Carolina Ruano, 43 años de edad.
Ésta fue hallada con vida por elementos policiales y la trasladaron a un centro asistencial donde falleció cuando era atendida por los médicos. Entre las víctimas estaba Cristian Romero, alias Snoopy, quien tenía orden de captura por asesinato.
Agentes policiales acordonaron la escena y montaron un operativo en la zona.
El director de la Policía Nacional Civil (PNC), Mauricio Ramírez Landaverde, aseguró horas después que tenían varias hipótesis del múltiple crimen, pero que aún continuaban las investigaciones.
En contraste con lo manifestado por algunos residentes (quienes indicaron que no todos los fallecidos eran pandilleros), Ramírez Landaverde aseguró que los masacrados pertenecían a una estructura de la pandilla que opera en la zona y que el crimen era por rencillas.