“Me amenazaron, Karlita. Ya no te vamos a ver. Hoy es último día que nos vemos… Eso fue todo lo que me dijo. No me quiso decir nada más. Eso fue el viernes en la mañana. Por la tarde, cuando regresé del mercado, ya se había ido”, recuerda Karla (nombre ficticio), quien también tuvo que abandonar su vivienda de una colonia de Mejicanos el pasado sábado por amenazas de pandillas.
La mujer está parada frente a unos canastos de fruta. En su mano izquierda sostiene una bolsa con fresco, mientras que con la derecha espanta las moscas que invaden su mercancía. Es una mujer trigueña de baja estatura. Tiene quizá unos 40 años. Su semblante es serio.
Junto con otro compañero nos acercamos a ella y nos presentamos como periodistas. Nos mira con cierta desconfianza. Sus ojos reflejan temor. Al inicio, nos da respuestas cortantes, pero al cabo de unos minutos se desahoga respondiendo a nuestras interrogantes.
Este lunes es su primer día de trabajo en ese lugar. Está ubicado a un par de cuadras de los apartamentos que desalojó con sus hijos el pasado sábado, luego que la dueña de la vivienda recibiera amenazas de las pandillas.
Julieta Doratt de Boquín, de más de 80 años de edad (según sus vecinos), era la dueña de la tienda “Rosa María” y los apartamentos “Montecristo”, ubicados en la calle el Progreso, municipio de Mejicanos, San Salvador.
En esos apartamentos residían catorce familias. Una de ellas era la familia de Karla. El pasado fin de semana, todos los inquilinos de doña Julieta abandonaron las viviendas tras una amenaza de la pandilla 18.
El mensaje, dirigido a doña Julieta, era claro: Tenía que pagar $2,500 de “renta”. En caso contrario tenía 48 horas para desalojar la tienda y los apartamentos. La señora optó por la segunda opción.
El mismo viernes que recibió la amenaza, les comunicó a sus inquilinos la advertencia, empacó sus cosas y se marchó con unos familiares. Nadie sabe a dónde.
El pasado domingo comenzó a correr el rumor, entre los vecinos de la calle el Progreso, que doña Julieta había muerto de un paro al corazón. Que la impresión provocada por la amenaza que le hicieron los pandilleros había sido el origen de su muerte.
Sin embargo, este lunes, ninguno de los vecinos dio fe de la muerte de la señora. Unos dicen que murió en su casa horas después de la amenaza. Otros aseguran que fue llevada de emergencia a un centro asistencial y fue ahí donde falleció. Otros dicen que murió el domingo, en casa de sus familiares. Nadie lo confirma.
“Yo vi en las noticia que la señora había muerto de un paro, y yo no creo que los noticieros estén bromeando o estén diciendo mentiras”, manifestó una vecina de la señora.
Karla mira el reloj y luego se seca el sudor de la frente con una toallita rosada. Es mediodía y el sol pega con fuerza. Habla suave, como si no quisiera que nadie la escuchara. Mira para todos lados. Sin duda, nuestra presencia le incomoda.
Asegura que vivió durante diez años en los apartamentos. Incluso, recuerda que por la tardes le ayudaba a atender la tienda de doña Julieta. Por eso, no se resigna a creer que la señora esté muerta.
“Yo no sé si ella está muerta, porque cuando regresé del mercado ya se la habían llevado. Nadie sabe a dónde se la llevaron. Dicen que la sacaron malita, pero créame que no sé dónde está. Yo misma quisiera saber dónde la tienen”, dice mientras pela una papaya.
Un repartidor de gaseosas confirma la versión que la señora iba mal de salud cuando la sacaron de su casa. “Yo tengo información de primera mano”, me dice mientras me pide que me quite el carnet de prensa para contarme lo que sabe.
“Ese día yo vine para abastecerla de producto. Siempre vengo los viernes. Me parqueé en la esquina y vi que subieron a la señora a un carrito gris. Cuando me acerqué, alcancé a escuchar que iba grave”, relata.
Después de un momento se me acerca de nuevo y dice con un tono suave: “Le digo una cosa más. Yo sé quiénes la amenazaron. No le puedo señalar, pero si usted sigue recto, a mano izquierda, en la tercera entrada, está la colonia Santa Rosa. Ahí son de la 18. Ellos tienen extorsionadas todas estas tiendas. Esto está jodido mi hermano”.
En los apartamentos
Las calles de la colonia Montreal lucen desoladas. Un hombre moreno, delgado y con aspecto sucio está sentado en la entrada de los apartamentos “Montecristo”. Le tiemblan las manos y las piernas. Son los síntomas del alcohol.
Se presenta como “Calo” (apodo ficticio). Nos asegura que vive en los apartamentos, pero que no puede entrar. Explica que cuando introduce la llave a la chapa se le “entrampa”. Es entonces que decidimos tocar el portón.
Momentos después dos policías Antipandillas abren el portón. Tienen el rostro tapado con gorros navarones. Les explicamos que somos periodistas y que el señor desea entrar a la vivienda. Nos hacen pasar.
Adentro huele a soledad. Todas, excepto la habitación final del lado izquierdo, están cerradas. En los lavaderos hay envases de gaseosas vacíos. Frente a las puertas de algunas habitaciones han dejado bolsas con basura. Nada más.
“Nosotros hemos venido a brindar seguridad. Es lamentable, porque muchas veces son puros rumores, pero la gente tiene temor y por eso se va… No sabemos si la señora falleció. Dicen que sí, pero no es nada probado”, expresa un oficial.
Mientras mi compañero hace fotografías en el patio de los apartamentos, “Calo” se da un baño para cortarse la “cruda” que le hace temblar todo el cuerpo.
Luego sale recordando que doña Julieta era una señora chelita, ojos verdes, cabello corto emblanquecido por las canas.
También recuerda que era “una gran persona”, que él mendigaba en las calles. Pero que desde hacía un año, ella le regaló un sillón y le dio posada en una galera de los apartamentos.
“Por favor no le vayan a botar el sofá a Calo, le decía a los vecinos. Eso lo tengo aquí mire”, habla a la vez que se golpea el pecho, como indicando el corazón.
«Calo» es quien nos lleva hasta la nueva residencia de Karla. Es de la única persona que conoce su paradero, de los demás vecinos de los apartamentos y de doña Julieta dice no saber nada.
Caminamos tres cuadras calle arriba. Cerca del punto de la ruta 2C, una patrulla policial detiene a dos jóvenes con aspecto pandilleril. Visten camisas flojas y zapatos blancos, de una marca reconocida. Les piden el DUI, pero ambos dicen no cargarlo.
– Somos pandilleros de la 18, pero venimos de la panadería, explica uno de ellos.
– No sean pajeros, ustedes de recoger renta vienen, le dice un oficial.
Después de un corto interrogatorio los dejan libres, no sin antes advertirle que si los vuelven a detener sin el documento de identidad, se los llevarán a las bartolinas.
Antes de irnos de Mejicanos, Karla nos cuenta que este lunes el negocio ha estado mal y que no ha vendido casi nada. Sin embargo, tiene la esperanza que los próximos días las cosas cambien para bien.
“Yo me quisiera ir más lejos o dejar de vender. Siento temor, pero si me quedo encerrada y no hago nada, no voy a sacar adelante a mis niños. Y eso sí que no…”.